La lucha de poder, por el control, por el dinero y por llevarse el trozo más grande de la tarta o la tarta entera ha convulsionado el mundo del futbol llevando a un grupo de la élite de equipos europeos a intentar implantar una nueva ... fórmula de competición sin calcular con tino las consecuencias.
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Ya hace bastante tiempo que los medios de comunicación nos venían avisando pero la nefasta y precipitada puesta en escena de la Superliga hecha por Florentino Pérez (que ha puesto en entredicho su prestigio personal y en el punto de mira a su equipo) y la falta de unidad y determinación de los clubes que la integraban ha irrumpido en el panorama deportivo internacional como un verdadero mazazo que ha dejado bastante tocado el proyecto antes siquiera de que empezara a andar.
Las reacciones adversas no se han hecho esperar como ocurre, por otra parte, casi siempre ante cualquier tipo de cambio, porque todo lo nuevo o lo desconocido produce controversia, incertidumbre y vértigo. Sacarnos de la rutina necesita tiempo y una reflexión profunda, aunque a todo se puede acabar acostumbrando uno. El valor de la meritocracia, la igualdad de oportunidades, el respeto a los clubes más humildes, la solidaridad, o «que los ricos cada vez son más ricos y los pobres cada vez más pobres» o «el fútbol es de los fans»... Son algunas de la justificaciones que sustentan las críticas y que se incorporan con fuerza al debate en una cascada de opiniones al respecto casi sin precedentes. Los gobiernos europeos, como si ya no tuvieran bastante con la que está cayendo con la maldita pandemia, también han decidido intervenir en la protección de lo que ellos creen percibir que sienten los aficionados. Más bien parece que lo han tomado como un alivio para salir del monotema cuando lo que deben demostrarnos primero es su utilidad y cuestionada eficacia para sacarnos de esta, vacunar a la población de una vez por todas y paliar las consecuencias de una crisis que nos puede acabar llevando a todos por delante.
Los clubes implicados buscan autogestión y una salida capaz de dar respuesta a los disparatados presupuestos a los que tienen que hacer frente ante el despilfarro y el despropósito de unos salarios y el costo de los traspasos verdaderamente indecentes a los que ellos mismos han sometido el mundo del fútbol, porque ya no hay quien pueda pagarlos. Una huida hacia adelante en toda regla para intentar solucionar lo que la UEFA y la FIBA no son capaces: que con unos aparatos organizativos engordados, carentes de la transparencia, eficiencia y prestigio necesarios no pueden liderar ya la solución de los problemas reales que acucian al fútbol, la gallina de los huevos de oro, exhausta ante la sobrecarga de una agotadora oferta de partidos, de escaso interés la mayoría, que inundan las parrillas de múltiples cadenas de televisión.
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La meritocracia y el deporte deberían ir íntimamente unidos pero sin utilizaciones populistas pueriles ni demagógicas, como las que estamos viendo, porque es muy complicado aplicar la fórmula cuando hay tanta desproporción entre los presupuestos y la igualdad de oportunidades reales. Ni los argumentos de la Superliga, más pensados para ampliar beneficios que otra cosa, ni mucho menos los de la UEFA y la FIFA, en su inagotable afán recaudatorio, son convincentes.
El precedente de la Euroliga es bastante clarificador para entender lo que podría llegar a acontecer, que implantó el modelo hace ya veinte años-aunque la trascendencia del fútbol es incomparable-, pero que se ha impuesto rotundamente, no sin agrias polémicas y guerra de intereses con la FIBA, que se mantienen vivas y abiertas desde entonces. Y aunque es incuestionable que hay una mejor gestión en la captación, reparto de ingresos y nivel de competición, no es menos cierto que conforma una liga cada vez más cerrada, con una mayoría de equipos con su presencia garantizada y a la que solo se puede acceder a través de su segunda competición, la Eurocup, o por invitación, acaparando ingresos de televisión y patrocinadores a costa de unas competiciones domésticas que se devalúan progresivamente, haciendo tambalear así la verdadera base de la pirámide del fomento del baloncesto y generación de jugadores y entrenadores, y creando además un nuevo aparato burocrático de poder que cada día se parece más al que pretendían sustituir.
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Las comparaciones con la NBA no son del todo válidas. Las competiciones americanas nacen en esencia como espectáculo y negocio, pero sustentadas en unas ligas universitarias potentísimas que no existen en Europa y, en menor medida, en sus equipos de desarrollo, protegiendo la igualdad de oportunidades con el Draft y los límites salariales. Mientras, aquí, esa pretendida defensa de la meritocracia, más utópica que otra cosa, descansa en la ley del más fuerte, donde las cotas que alcanza el mercado de jugadores las marcan sin control los más poderosos, excediendo la capacidad de las economías del resto y, por supuesto, de los más débiles. Si queremos de verdad respeto, igualdad de oportunidades, meritocracia o que prevalezca el deporte sobre el negocio, posiblemente la Superliga no sea la solución, pero, de mantener lo que hay, sería necesario acometer unas profundísimas reformas en las estructuras.
En cualquiera de los casos, en lo que sí creo que podemos estar todos de acuerdo es que en la mejor liga de Europa, ya sea con un modelo de autogestión como el de la Superliga o de control federativo internacional, deberían estar siempre los mejores, atendiendo a sus méritos deportivos, pero sin atiborrar la competición de partidos sin interés y rivales sin el nivel mínimo exigible, regulando los dispendios del mercado con un modelo sostenible y viable económicamente, velando por el 'fair-play' financiero y la igualdad de oportunidades, gestionado con transparencia, con una mejoría clara en la captación de ingresos, optimización de recursos y un justo reparto de beneficios que puedan garantizar el futuro del fútbol, el de los clubes y el interés de los aficionados.
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