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SUR adelanta el primer capítulo de la autobiografía de Sergio Scariolo

SUR adelanta el primer capítulo de la autobiografía de Sergio Scariolo

El entrenador de la selección española de baloncesto reflexiona sobre su infancia y ascenso profesional y aborda las aristas del éxito, el fracaso, la ambición y el sacrificio

Sergio scariolo

Sábado, 1 de octubre 2022, 00:21

Capítulo 1

En el principio hubo un balón Voit

Me lo habrán preguntado cientos de personas, y cientos de veces. La verdad es que no sabría decir cuándo tomé la decisión de que iba a ser entrenador. Mejor dicho: no recuerdo exactamente cuándo decidí que haría todo lo posible por convertirme, algún día, en entrenador de baloncesto.

Tal vez no hubo siquiera un momento preciso, un instante concreto.

Un proceso, en cambio, una sucesión de imágenes y pensamientos en mi cabeza, eso sí.

Todo sucedió mientras se me enquistaba bajo la piel el escalofrío que te entra cuando oyes, al llegar al vestuario, el ritmo extrasistólico del cuero mientras rebota en la madera, y el crujido y el rechinar acre de las suelas de goma que se deslizan sobre el parqué, mientras tus compañeros ya están en el calentamiento.

Y mientras te atas las zapatillas aumenta el frenesí por entraren ese palacio de deportes, en ese pabellón. Sientes la necesidad de pisar ese parqué o, más probablemente, en lo que se refiere amis inicios, ese linóleo descolorido y despegado, con líneas pintadas encima para distintos e improbables deportes.

El primer recuerdo nítido vinculado al baloncesto se remonta realmente a mi infancia. En aquella Brescia adormilada de finales de los años sesenta, todavía no vilipendiada por las matanzas de los años de plomo, yo seguía los domingos un ritual que me gustaba mucho: ir con mi padre a ver el partido de baloncesto de sus alumnas del colegio Piamarta. Al partido le seguía después la comida en casa de mis tíos que vivían allí al lado y en la que nos presentábamos con la inevitable bandeja de pasteles, símbolo de esos domingos italianos.

Scariolo, con sus padres Angela y Cesare Archivo de Sergio Scariolo

Esos botes de la pelota en el cemento, esos gritos, esa armonía de movimientos, esa alegría que me parecía pura, llamaron poderosamente mi atención desde el primer momento, tanto como determinadas sensaciones que pueden quedarse grabadas en la memoria de un niño de esa edad.

Otro momento de mi infancia que se me ha quedado esculpido en la cabeza, lleno de detalles como solo pueden estarlo ciertos recuerdos infantiles, está ligado a mi pasión futbolística por el Inter de Milán.

Más adelante contaré lo que uno llega a hacer para satisfacer su pasión por un equipo de fútbol, especialmente cuando su equipo del alma se dispone a jugar una final de la liga de Campeones, acaso en el estadio de una ciudad en la que no le faltan ciertos contactos (¡!), pero volvamos ahora a los años sesenta.

Era el día de un partido Mantua-Inter que la afición nerazzurra recuerda bien. Corría el año del Señor de 1967, yo tenía seis años. Seguí el partido por la radio y, perdido en mis pensamientos, jugaba con una monedita entre mis labios. Algo que nunca se debe hacer, dirían los padres aprensivos, y en efecto...

Scariolo, con la camiseta del Inter de Milán y un balón de baloncesto Archivo de Sergio Scariolo

Eso es, de repente, el grito del locutor por el gol de un tal Di Giacomo, interior del Mantua, tras un clamoroso fallo de Sarti,que luego la emprendió a cabezazos con el poste.

Y yo, abrumado por la emoción del momento, ¡me trago la monedita!

Pánico entre los presentes.

Para tranquilidad del lector, diré enseguida que todo se resolvió de la mejor de las maneras: la monedita salió al día siguiente, ex naturalibus, por decirlo así. Pero mis padres, para advertirme sobre el riesgo que había corrido, tal vez de manera melodramática, pero eficaz desde luego, me hicieron grabar en un casete mi testamento (¡sí señor!), en el que dejaba en herencia a los miembros de mi familia ¡los distintos juegos y juguetes de mi propiedad! Recuerdo las miradas conmovidas de mi padre y de mi madre cuando, años después, volvimos a escuchar todos juntos esa cinta y esa voz infantil, la mía, balbuceando disculpas y pidiendo perdón.

La mía era una familia de estudiosos, de enseñantes: mi padre, profesor de matemáticas, se repartía entre los institutos de secundaria y la universidad, mi madre era profesora de química en un centro de secundaria de Brescia.

El deporte flotaba como una presencia en nuestra familia. No era importante, no se hablaba de ello, pero allí estaba. En esa época, como todos los niños, yo jugaba al fútbol, pero también practicaba natación. Sin embargo, los movimientos de las chicas del Piamarta fueron una revelación para mí.

A mi padre también le gustaba el baloncesto. En su juventud había sido campeón italiano de remo y tengo la impresión de que el baloncesto le gustaba por contraste: veía en él la variedad de movimientos y la divertida ligereza propia del juego, tan diferentes, opuestos incluso, al método riguroso de mover con ritmo los remos en el mar de Sicilia. Fue él quien se dio cuenta de lo mucho que me gustaba ese deporte, así que se le ocurrió regalarme una canasta con su tablero de madera y la montó en el patio de casa.

Y así, en el principio, hubo un balón Voit de goma, con la superficie cada vez más lisa y resbaladiza a medida que me pasaba horas jugando en ese patio.

Esa esfera de color naranja vivo tenía un diámetro bastante grande para mis dedos de niño. Los tiempos de los diferentes tamaños de pelota para mini básquet o categorías posteriores quedaban aún lejos y la medida era única.

Conservo el recuerdo, aún conmovedor, de aquellas tardes calurosísimas de verano, a veces solo, otras en compañía: las cuñas de cielo azul entre los edificios, el ruido seco de la pelota, ¡como si fuera el protagonista de la famosa canción de Paolo Conte, me parece ahora!

En resumen, dado que de vez en cuando el Voit entraba en aquel mágico círculo de hierro, acabé en la sección juvenil de un equipo de verdad. Se llamaba Pejo y jugaba en el pabellón Emiliani.

Pejo era en realidad el nombre del patrocinador, una empresa que comercializaba aguas minerales, pero, como sucedía a menudo en aquellos años, existía una gran identificación entre los patrocinadores y el equipo.

Este club tenía una cantera maravillosa. (Por cierto, aunque luego hablaré mucho de España, prometo al lector italiano que no usaré demasiadas palabras en castellano. Pero cantera es una palabra preciosa de verdad, que hoy conocen todos los aficionados, sean españoles o no, ¡y me gusta!).

En definitiva, la cantera del Pejo estaba bien organizada. Por ahí había pasado, antes de ir al Basket Brescia del patrocinador Pinti Inox, nada menos que Marco Solfrini, que realizó en esa cancha sus primeros mates con dos manos hacia atrás. Fue el talento más puro que salió del baloncesto de Brescia, un alero de metro noventa y ocho con dos muelles en las piernas y brazos kilométricos: en aquella época sus amigos lo habían apodado «Sanfa», es decir zampa, «patas», imaginativa expresión dialectal, perfecta para describir la potencia de sus manos y de sus antebrazos.

Nos dejó demasiado pronto.

Desde el pabellón Emiliani di un salto, durante un verano, al Pinti Inox Basket Brescia como jugador del equipo de cadetes. Algunos entrenamientos, buenas sensaciones: aquella estilizada águila sobre la camiseta blanquiazul que enorgullecía a la afición bresciana era magnífica.

Sin embargo, se trataba de pasar una selección y fui el último en quedar descartado.

El último.

Confieso que fue una amarga decepción, tal vez mi primera,verdadera decepción.

Luego otro pataplum: una lesión, es decir, ruptura parcial del tendón de Aquiles.

Tengo el recuerdo de un dolor indecible.

Breve salto hacia delante: esos momentos de dolor volvieron a mi cabeza cuando, muchos años después, vi por televisión a Kobe Bryant meter dos tiros libres y retirarse luego a los vestuarios cojeando después de una lesión mucho peor que la mía, la rotura total del tendón.

En cualquier caso, tras haber perdido la oportunidad en el Pinti, la lesión me obligó también a tomarme un largo descanso del deporte, durante el cual regresé al Pejo.

Mario y Marisa Zanardelli, corazón palpitante, entrenador y directiva de aquella sociedad deportiva que tenía como buque insignia la asombrosa tradición del equipo femenino, que llevaba lustros y lustros de primera división en el cuadro de honor, me acogieron con los brazos abiertos. Con los brazos abiertos y con una estupenda idea: en ese periodo de inactividad forzada, ¿porqué no asistía al curso de entrenadores?

¿Claro, por qué no?

Y así, a los dieciséis años, me inscribí en el curso de entrenadores,que por aquel entonces se denominaba «curso para aspirantes a preparador regional», coordinado y dirigido por Remo Bergamaschi, mítica figura del baloncesto bresciano. Resultó ser una excelente solución, que me permitía jugar y, al mismo tiempo,entrenar a otros chicos.

De vez en cuando me llamaba Mario Zanardelli para que lo ayudara en los entrenamientos del primer equipo femenino, y en coyunturas como esas fue cuando empecé a «robar». Quizá fuera el primero de una larga serie de grandes entrenadores de los que he aprendido mucho.

También absorbí información de mis entrenadores del equipo de Promoción, en el que jugaba: de Angiolino Montagnoli, de Francesco Spampinato, que fue también un excelente periodista en Bresciaoggi, de Italo Bettoni, compañero de vida de la estrella del primer equipo femenino, Miriam Carella.

Además del baloncesto y de la pasión por el fútbol y sus inconvenientes, en esos años no podía faltar el colegio.

Y vaya si no faltaba.

Y en mi familia, con ese tipo de antecedentes, no podría haber sido de otra manera.

Tenga el lector en cuenta que, para estimularme a escribir,mis padres retribuían con propinillas mis resúmenes de la jornada futbolística, que yo redactaba el domingo por la tarde en un cuaderno de rayas, después de escuchar por la radio las fantásticas voces de Enrico Ameri y Sandro Ciotti, que narraban el fútbol a los italianos, y tras ver por televisión el célebre programa resumen Novantesimo minuto, ansioso por el Inter.

Por supuesto, como chico aficionado al deporte que era yo,en aquellos años acudía también a las incomodísimas gradas dela Curva Norte del estadio Rigamonti, y la V blanca del Brescia Calcio, todavía hoy, no me deja indiferente, ¡pero los colores de mi pasión futbolística eran y siguen siendo el negro y el azul!

Creo que mis padres hicieron bastantes sacrificios para matricularme en los mejores centros privados de la ciudad. Estuve un año en el jardín de infancia de las ursulinas y luego pasé a lo que se llamaba la «primina»: fui un niño precoz en aprender a leer y a escribir, y eso me permitió acceder el primer curso de Primaria con un año de anticipación respecto a la edad establecida.

Era un buen alumno, pero indisciplinado. Realmente indisciplinado. Me volvía muy inquieto si la maestra repetía los temas y argumentos que yo ya había entendido. Si quisiéramos hacer una comparación con el baloncesto, yo era un buen jugador, de alto rendimiento, lleno de talento, pero totalmente uncoachable, imposible de entrenar. Suena raro, ¿verdad? En esos primeros años me pitaron varias faltas técnicas (léase: expulsiones y advertencias en el registro de clase...) y mi padre fue convocado más de una vez para entrevistas desagradables. Las cosas cambiaron con el paso a la escuela primaria Dante Alighieri. Allí estaba la maestra Tomasini, quien me enseñó cómo estar en el mundo, por así decirlo, y sin necesidad de medidas disciplinarias. Aquella mujer era un árbitro que se hacía respetar por su enorme carisma, tanto es así que, incluso hoy, la recuerdo con cariño.

Se me daba bien el colegio, probablemente fuera el mejor dela clase, porque las notas de un Scariolo tenían que ser buenas,muy buenas: en la familia el seis, el aprobado italiano, no contaba,de hecho, era despreciado. El siete, en mi casa, merecía una mueca. En resumen, que había que hincar los codos.

Guardo un recuerdo maravilloso de esos años y de esos profesores. Algunos de los amigos que me acompañan aún en las veredas de mi existencia, se remontan a ese periodo. Paradójicamente, precisamente los chicos con los que, entre la escuela primaria y la secundaria, tuve los mayores conflictos ¡son ahora mis mejores amigos!

¡A mi excelente desempeño en la escuela secundaria Ugo Foscolo, cerca de via Crocifissa di Rosa —desempeño excelente también en sentido técnico, puesto que las notas finales se expresaban en valoraciones que iban de insuficiente a excelente— debo la primera entrevista de mi vida! El Giornale di Brescia me inmortalizó, junto con otros tres o cuatro niños, en un breve artículo para una columna titulada «Calificaciones de oro» y yo le manifesté al periodista mi intención de matricularme en el bachillerato científico. ¡Por ninguna razón en especial, para seguir a mis amigos!

Pero mis padres, tras la moderada euforia de verme aparecer en el periódico, dijeron que, al haberse orientado ellos dos a especialidades científicas, preferían mandarme a que me las apañara con el griego y el latín. Así que cursé el bachillerato de letras clásicas en el prestigioso Liceo Ginnasio Cesare Arici de Brescia.

En el bachillerato, las cosas siguieron igual: sacaba notas muy buenas, con una trayectoria escolar brillante, pero tachonada por mis memorables trastadas habituales. Recuerdo una parodia dela Divina Comedia, en endecasílabos, pero en cuartetas, que escribimos para burlarnos de varios compañeros de clase y de su pasión por el eterno femenino, y esperemos que el Sumo poeta nos haya perdonado...

¡Las cosas propias de la edad!

El librito volvió a caer en mis manos hace unos años, y lo releí, junto con mis otros amigos redactores, con gran entusiasmo.

Sin embargo, la indisciplina iba en aumento. Cada vez daba más muestras de inquietud y el último curso, tras una decisiva y tormentosa conversación entre el director del liceo y mi padre,fui invitado a matricularme en otro centro. Fue doloroso dejar a los amigos, pero incluso mi padre era consciente de que el cambio era la mejor solución.

Siguiendo con las equivalencias deportivas, ¡podría tomarse como mi primera destitución!

De esta manera, terminé el bachillerato en el Arnaldo da Brescia, el otro liceo clásico de la ciudad. Fue un último curso del que también guardo excelentes recuerdos y grandes amistades. Hace algún tiempo, pude volver a saborear las sensaciones de ese periodo que pasé en el edificio de corso Magenta, cuando cayó en mis manos un grueso mamotreto, el espontáneo y efervescente epistolario que escribía a cuatro manos con mi compañero de pupitre en ese momento: Andrea Materzanini. Él había conservado ese cuadernote, para mi enorme placer, y fue una relectura maravillosa de nuestra lejana levedad, de los comentarios de la época, de las bromas y de los acontecimientos cotidianos de todo un año escolar.

Podría haber sido perfectamente un guion de cine. La decisión de matricularme en Derecho tuvo mucho que ver con el hecho de contar con la oportunidad de hacer pasantías en el bufete de mi primo (¡sí, el hijo de ese tío que los domingos nos invitaba a comer, después de los partidos de baloncesto femenino...!).

Estuve yendo algún tiempo allí, a esas oficinas, para darme cuenta de inmediato de que trabajar entre los papeles timbrados no estaba hecho para mí. Además, guardo de aquella época recuerdos de episodios de tensión, escoltas armados y coches de policía a la entrada del edificio, dado que ese bufete se encargaba también de los asuntos legales de muchos exponentes del empresariado de Brescia. Estábamos a finales de los años setenta:tiempos complicados desde el punto de vista social, y ahí no era difícil darse cuenta.

La Facultad de Derecho estaba en Milán y, como no había obligación de asistir, yo solo acudía de vez en cuando, una veza la semana, tal vez menos. Íbamos en tren, como si fuera un ritual, para informarnos sobre las fechas de los exámenes y otros trámites, pero cuando, viniendo de San Babila, se me aparecía la fachada color vino del edificio de via Festa del Perdono, ¡miraba instintivamente el reloj para saber si me daría tiempo de volver a Brescia con el expreso de la una de la tarde!

Si, además, esa breve visita a la facultad caía en martes, durante el viaje de regreso más que el manual de Derecho Privado mi lectura sería el semanario Superbasket, dirigido por Aldo Giordani, revista que, quién sabe por qué, ¡comprada en Milán tenía mucho más encanto!

En aquellos años había una especie de pacto no escrito con mi padre, o al menos yo lo sentía así: si acababa la carrera, si obtenía el dichoso «pedazo de papel», podría después tomar en consideración si dedicarme a mi verdadera pasión y cómo conseguirlo.

Sin embargo, viví una especie de crisis durante el último curso, más o menos como en el instituto: acababa de pasarme al Basket Brescia, patrocinado por Cidneo, y yo entrenaba a los juveniles, además de ser segundo ayudante de Riccardo Sales. Las perspectivas y los compromisos relacionados con el baloncesto eran cada vez más apremiantes, pero al mismo tiempo significativos y prometedores.

Está claro que el papel de «segundo ayudante», aunque fuera en la serie A, no era comparable en aquellos días con lo estructurado y jerárquico que es hoy, especialmente en la NBA. «Segundo ayudante» significaba llevar los balones, ayudar con las jugadas de pasar y cortar o actuar como poste en el centro de la zona sintiendo la voz de «el barón» Sales, mientras daba órdenes a los jugadores con su erre francesa: «Ahí, cambiad de digección, pasad por degrás de Scagiolo, y encestad desde abajo...».

Con todo, fue una forma de empezar, y con un maestro excepcional, pero sobre lo que Riccardo Sales ha representado para mí volveremos en el próximo capítulo.

Sin mucha motivación hilvané una tesina de licenciatura en Derecho Constitucional: delito de opinión y actos de acusación de presidente y ministros. Recuerdo que, para recoger la información necesaria, fui a un par de bibliotecas maravillosas, edificios de estilo modernista o barroco en el corazón de Roma. Entre ellas, incluso la biblioteca de la Presidencia de la República. Una vez, tras entrar respetuosamente en una de esas magníficas salas, bajé la vista y me fijé en el precioso parqué de madera oscura en espiga: mis pensamientos volaron de inmediato a las geometrías regulares del parqué de nuestro pabellón deportivo del EIB, acrónimo de Exposición Industrial Bresciana. En definitiva, que por interesante que fuera el tema, no había manera de concentrarse demasiado en los artículos 90 y 96 de la Constitución italiana...Se trataba de acabar tan pronto como fuera posible.

Aparte de bromas, además de la alegría de haber dado una gran satisfacción a mi padre, de haberle correspondido por los sacrificios que hizo para permitirme estudiar, estoy encantado de haber obtenido ese título, porque me fue muy útil, muchos años después cuando, sentado detrás de un escritorio en las oficinas de la sede madridista dentro del Santiago Bernabéu, como director general además de entrenador del Real Madrid, tuve que enfrentarme a problemas no relacionados únicamente con el campo de juego.

Y de esta forma, poco a poco, la idea de convertirme en entrenador había cobrado forma de verdad. En esa edad a caballo entre la adolescencia y la edad adulta, una tierra de nadie entre la inconsciencia y la madurez, en la que quien juega al baloncesto sueña con realizar treinta puntos y tres asistencias por partido(¡aunque mucho mejor los puntos!) o con meter los tiros libres decisivos en pantalones cortos y camiseta sin mangas, y no desde luego en pedir tiempo muerto con traje y corbata. A esa edad, yo, en cambio, empecé a imaginarme en el banquillo mientras, después del entrenamiento en el pabellón Emiliani en el Campeonato de Ascenso, volvía a casa en ciclomotor en las brumosas tardes de la Brescia de finales de los años setenta. Y empecé a pensar que podría ser yo quien decidiera los cambios y las defensas cuando, saliendo con la habitual riada de espectadores del abarrotado palacio de deportes de aquellos años,que idolatraba a Riccardo Sales, resonaba en mis oídos el coro «¡Gracias, Riccardo!», homenaje y panegírico de los aficionados a su entrenador, artífice de las victorias.

Tal vez, pensándolo mejor, el germen me hubiera contagiado incluso antes, de niño, cuando desde las escalinatas de un desangelado pabellón del EIB veía junto a mi padre a ArnaldoTaurisano dirigiendo el Forst de Marzorati y Lienhard, que jugó en Brescia durante un campeonato de Serie A, mientras que en Cantù se realizaban las obras de construcción de su nuevo pabellón deportivo, conocido como el Pianella.

¿Y qué decir del regreso nocturno en autobús de mi primer partido fuera de casa como hincha del Pinti? El melancólico desempate de permanencia en Serie A de 1976 —perdido— ante el Trieste, jugado en Bolonia, en el pabellón de Piazza Azzarita. Viesa tarde, en el banquillo del Pinti Inox, toda la desesperación de Massimo Mangano, que se convertiría más tarde en un gran amigo mío. El primer entrenador que se atrevió en Italia a renunciar al clásico pívot estadounidense y eligió como jugador extranjero a Charlie Yelverton, regalándonos un año de memorables partidos,aunque sin el final feliz de la salvación.

Qué recuerdos: Piazza Azzarita.

En el silencioso autobús de regreso nunca hubiera podido imaginarme que algún día entraría a ese pabellón como protagonista, como entrenador del Fortitudo.

Fue así como empecé a entrenar en voz baja y me di cuenta de que me gustaba, de que me gustaba mucho... Y recuerdo perfectamente una magnífica sensación: el primer entrenamiento delos juveniles del Brescia Basket que dirigí en el pabellón del EIB. En aquellos años, ese edificio popularmente conocido como «Ciambellone», el flotador, diseñado para albergar ferias y reconvertido en pabellón deportivo, era el fortín inexpugnable de un gran equipo, y resultó impagable la sensación de ver desde el campo, desde esa otra perspectiva, las gradas vacías.

Intuía que acababa de dar un paso importante, que había entrado en una dimensión diferente.

Con todo, esos años en las llamadas categorías menores todavía los llevo dentro de mí. No es retórica: cuál llegó a ser mi relación con Brescia y su baloncesto podría explicarse perfectamente,mejor que con mil palabras, con un episodio marginal pero significativo de hace unos años.

Me hallaba en un pabellón en las afueras de Brescia impartiendo un cursillo para entrenadores jóvenes. Yo estaba recién llegado de los Juegos Olímpicos, de la final de Londres entre España y Estados Unidos. Reinaba un ambiente muy agradable,con amplia participación, y ¡me parecía estar jugando en casa! Me gusta mucho enseñar, me encanta percibir en los ojos de los chicos las ganas de aprender. Es un aspecto de mi oficio que aprecio mucho. Creo que depende en buena parte de mi historia familiar. Como ya he escrito, provengo de una familia de profesores. En definitiva, durante el cursillo, de repente, por una puerta lateral del edificio, entró con pasos lentos un señor ya anciano. Iba vestido de manera sencilla y modesta: una chaqueta raída y una gorra en la cabeza. Una vez dentro, se apoyó de espaldas contra la pared, solo, apartado, la sensación que transmitía era que no quería molestar y que se sentía fuera de lugar.

Lo reconocí: era Giuseppe Belli y había venido a asistir a mi cursillo.

A la mayor parte de los lectores este nombre no les dirá gran cosa, pero Belli, que lamentablemente nos dejó hace unos años,fue durante treinta años por lo menos uno de los más apreciados entrenadores de las categorías menores en la zona de Brescia. Lo recordaba bien: en mis inicios nos enfrentábamos varias veces en los banquillos, yo un chiquillo, él ya entrando en años. Así queme resultó del todo natural interrumpir la clase.

Dije por el micrófono: «Chicos, disculpad, pero acaba de entrar en el pabellón el entrenador Belli y no tengo más remedio que saludarlo». Me acerqué y le estreché la mano. Él se mostró tímido como siempre, pero le arranqué una sonrisa e intercambiamos cuatro palabras en nuestro dialecto. Tengo la sensación de que esa especie de reconocimiento público de su enorme pasión le resultó muy agradable.

Uno de los jóvenes entrenadores presentes en la grada filmó este episodio con su móvil, lo colgó en la red y, como a veces sucede en estos casos, otros aficionados dejaron sus comentarios. A muchos les gustó el gesto, pero algunos se quedaron asombrados,o les pareció extraño o irreal que precisamente Scariolo —«que acaba de bajar del podio de unos Juegos Olímpicos en los que ha ganado la medalla de plata, derrotado tan solo por los Estados Unidos de Kobe Bryant, Lebron James y Kevin Durant...»—, tras haberle estrechado la mano al mítico entrenador de las estrellas estadounidenses Mike Krzyzewski, hiciera lo propio con el desconocido Giuseppe Belli, apodado Beppe, bressano de Bagnolosul Mella.

En cambio, para mí ese gesto resultó obligado, natural y perfectamente acorde con mi trayectoria: nuestra común pasión nació de lo mismo, de las categorías menores de Brescia. Nuestra común pasión. Apasionante asunto. Es una pregunta que me han planteado muchas veces: «¿Qué consejo le darías aun joven que se inicie en este oficio? ¿Basta con la pasión? ¿Con la vocación?».

Es una pregunta difícil. Se habla a menudo de vocación. Me gustaría hacer una aclaración puramente semántica: habría que entender qué tipo de vocación. En lo que a mí se refiere, adoro este Juego, ¡escrito en mayúsculas, por supuesto! Una adoración total, la expresión de un sentimiento completamente satisfactorio, extático, yo lo llamaría un camino fideísta, una especie de fe por gracia recibida: me gustan todos los aspectos del baloncesto,y cuanto más profundizaba en ellos con los años, cuanto más los estudiaba, más los analizaba, más los amaba. Los amaba sin condiciones.

Soy perfectamente consciente del momento en que dejé de ver un partido solo por el gusto de verlo, y empecé a analizar sus distintas fases, tratando de profundizar en ellas.

Por esto estoy seguro de que para mí no fue un apaño converger en la carrera de entrenador y dejar de ser jugador: era una fe, y para cada fe hay diferentes grados de sacerdocio, de jerarquía«eclesiástica», ¡eso es todo!

Y hoy en día sigue siendo así: diez mil partidos después, el oficio de entrenador me gusta. Pero es otra cosa: colocados en una balanza todos los pros y los contras, decidí emprender a fondo,con todas mis fuerzas, esa carrera. Veía sus aspectos positivos. No me importaba renunciar a las salidas nocturnas para entrenar,acortar las vacaciones para asistir a cursillos de algún entrenador,ahorrar para permitirme una visita a la Summer League: todo me resultaba aceptable. Y, paradójicamente, algunos de los aspectos más desagradables de ser entrenador aún eran desconocidos para mí: la ferocidad de ciertas críticas de la afición y de los medios de comunicación, que me afectaban mucho, sobre todo cuando era más joven.

Además, dejando a un lado el aspecto puramente material de un trabajo poco seguro, puesto que no a toda destitución sigue de inmediato un nuevo contrato, la peor cara, la más angustiosa de esta profesión ha sido siempre para mí la soledad, la verdadera soledad. En el momento en el que tomas una decisión estás solo: se diluyen a tu lado todos los ayudantes generalmente pródigos en consejos, los jugadores que consideras tus pretorianos,los directivos que te aprecian, la afición que te alaba. Incluso los amigos. Todo queda lejos. Estás solo, con tu cabeza, tu corazón,tu valor, tu competencia y, por qué no, la suerte que te aguarda,sea buena o mala.

Hubo algunos otros aspectos positivos que no entendí hasta más tarde, cuando ya tenía bien avanzada mi carrera: ¿cuánto dura la alegría de la victoria, de las más grandes incluso? ¿Unos instantes?

En lo que a mí se refiere, dura el camino entre el apretón de manos del entrenador adversario y la obligada ducha fría en el vestuario, organizada a traición por tus jugadores más animados. Todo hermoso, magnífico.

Con todo, solo más tarde descubrí otro placer perfecto e impagable: el de echar el freno, para alejarme mentalmente durante unos instantes en los momentos de euforia inmediatamente posteriores a alguna victoria histórica, o durante la entrega de premios. Aprendí el arte de volverme inmaterial, de saber observar desde fuera, para desdoblarme y ver el delirio de la afición, el júbilo del equipo técnico y de los jugadores en el podio, y para darme cuenta de haber contribuido a esa alegría, con el compromiso y la dedicación de haber ayudado al equipo a ganar. La conciencia de un trabajo bien hecho. Algo que no se agota con la eufórica media hora que sigue al partido, sino que permanece a lo largo de los años.

Este era para mí el verdadero significado de ser entrenador.

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'Mi amor por el baloncesto'

  • Subtítulo: 'La experiencia y la visión de un entrenador de campeones'

  • Editorial: La Esfera de los Libros

  • Autor: Sergio Scariolo (con Paolo Frusca)

  • Páginas: 302

  • Precio: 19,90 euros

  • Fecha de publicación: 5 de octubre de 2022

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