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Ando solo por las calles del centro esta mañana soleada de invierno. Me fijo en las personas que van y vienen conversando por teléfono. El móvil es el espejo de la vida presente. Quienes me conocen saben que no mantengo buena relación con ese artefacto ... ortopédico que se ha infiltrado en el cuerpo humano. Como si el cerebro de cada uno de nosotros se hubiera trasplantado al interior de una pequeña pantalla que contiene todos nuestros datos, proyectos, intereses y sentimientos. Excepto en contadas excepciones, los paseantes apenas se cruzan la mirada. Andan pendientes del móvil aunque vayan acompañados y le desvelan secretos que quedan grabados en la fina piel de óxido de indio y estaño.
Yo continúo caminando por la ciudad con la pinta del hombre solitario que busca alguien con quien hablar. A veces tengo la tentación de preguntar por una calle, una tienda, cualquier excusa es buena para comunicarse con los demás; pero desde muy pequeño me enseñaron a no interrumpir las conversaciones. Me invade el temor de que algún día nos olvidemos de dialogar frente a frente y sin pantallas por medio. La contagiosa enfermedad del olvido que se va extendiendo por el mundo entero. También me preocupa el hecho de que al no sintonizar con las nuevas técnicas de comunicación, me vaya apartando de la sociedad para sumergirme en la particular isla de las tentaciones.
Ayer por la mañana temprano me encontré con una vieja amiga que también andaba por el Centro resolviendo asuntos pendientes. Intercambiamos unas cuantas palabras y quedamos en volver a vernos al mediodía. Nos citamos bajo el reloj de la Plaza de la Constitución, como hacíamos cuando éramos jóvenes y no había otra manera de dialogar por la calle que yendo acompañado. Los dos llegamos puntuales a la cita, luego dimos una vuelta y almorzamos. Me llamó la atención que no hubiera ninguna interferencia telefónica en las horas que estuvimos juntos. Tampoco hablamos de redes y aplicaciones móviles, aunque sí lo hicimos de los diferentes motivos que podían llevar a un individuo aparentemente normal a perpetrar un crimen. Me dio ideas curiosas para la novela que quizás algún día me ponga a escribir. A los dos se nos ocurrieron móviles mortales tan extravagantes y misteriosos como la vida misma. Me habló de una antigua compañera de trabajo que tiró el teléfono al mar tras una discusión con su pareja y desde ese momento afirmó haber ahogado todas sus penas. Pensé en hacer lo mismo, pero llegué a la conclusión de que a partir de entonces ya no tendría manera de contactar con nadie para matar el tiempo. Vivo demasiado apartado para jugar con la suerte. Me refiero al riesgo de coger el coche, bajar a la ciudad con la esperanza de encontrar compañía, llamar a la puerta y que nadie responda.
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