![Cruce de Vías: Vida frágil](https://s3.ppllstatics.com/diariosur/www/multimedia/202206/24/media/web-crucedevias_6-junio-25.jpg)
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Hace años estuve viviendo en una ferretería. Subía y bajaba la persiana de la tienda con un mando a distancia, como si alguien al otro lado me viese llegar y abriera la puerta de su casa. El dueño era un antiguo compañero del colegio. Un ... día nos cruzamos por la calle, nos reconocimos y preguntó cómo me iba la vida. Le confesé que pasaba una mala racha y que no tenía donde caerme muerto. Entonces me ofreció el espacio de la trastienda. Los empleados llegaban a las nueve y media de la mañana. A esa hora yo había guardado la ropa en la bolsa de viaje y recogido la cama igual que si no hubiera dormido nadie. La cama era un sofá que se extendía y plegaba como las alas de un murciélago. También había un pequeño cuarto de baño con ducha. Después de asearme subía la persiana desde el interior, salía a la calle y recorría la ciudad sin rumbo fijo. No dedicaba el tiempo a buscar trabajo, simplemente caminaba esperando que de buenas a primeras me asaltara la fortuna.
Al llegar la noche, volvía cansado a casa. Delante del sofá había una mesa baja y en una esquina estaba la nevera y el microondas. Al acostarme, sentía el metro pasar por debajo del suelo. Los clavos, los tornillos y las distintas herramientas que estaban en el interior de los cajones temblaban igual que si hubiera un terremoto. Yo abrazaba con fuerza la almohada como si temiese caer del piso bajo donde dormía. No recuerdo exactamente cuántos meses estuve alojado en la ferretería, tal vez cuatro o cinco. Un día tomé la decisión de cambiar de ciudad, como si en aquella hubiera intentado salir adelante sin conseguirlo. Lo cierto es que no había puesto el menor interés en resolver el futuro. Me dejaba llevar por la inercia de los días como si el destino no dependiera de mí.
Una mañana dejé el mando a distancia de la persiana sobre el mostrador y me quedé esperando en la puerta de la calle. Cuando llegó el primer empleado me presenté porque nunca hasta ese momento habíamos coincidido. En realidad, no conocí a ninguno de los empleados hasta ese día. Le dije que abandonaba la ciudad y que agradeciera de mi parte al dueño el cobijo prestado. Respondió que lo esperara unos minutos, que estaba a punto de llegar; pero yo tenía prisa. Me fui andando con la bolsa colgada al hombro sin saber adónde ir, tampoco importaba demasiado. Dos calles más abajo vi un bar que necesitaba camarero. Al día siguiente entré a trabajar. Iba a dormir en una colchoneta bajo la barra hasta que encontrara un sitio en el que vivir. El metro pasaba por debajo y los vasos temblaban mucho más frágiles y temerosos que la madera y el metal.
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