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MIGUEL ÁNGEL OESTE
Martes, 16 de julio 2019, 00:24
«¿Dónde están los peces voladores? ¿Dónde están los caballitos de mar?», se pregunta Christian Jongeneel, nadador desde los cuatro años, que siempre ha preferido nadar en el mar que en una piscina, porque el mar es un ser vivo y es una forma ... de relación entre el hombre y la naturaleza. También porque es una forma de recordar el verano, o los veranos que recuerda ahora, aquel verano de 1980 cuando iba con su padre a bañarse al mar. Y en el mar, su padre, Pieter, un holandés alto de mirada risueña, le decía que los peces no siempre volaban en el aire ni los caballos galopaban en la tierra, que había peces voladores y caballitos de mar y que él iba a nadar junto a ellos en esas playas de la costa malagueña de los ochenta en la que uno de chico, como dice Jongeneel, se encontraba una estrella de mar, un pulpo, erizos, incluso coquinas en la arena, y los peces serpenteaban por las piernas de los bañistas.
«¿Hay algo más mágico para un niño que le digan que va a nadar con estos dos seres que te pueden trasladar a los cielos con sus aletas voladoras o montarte en un caballo bajo el agua?», se pregunta Christian, que nunca ha dejado de nadar, que sigue siendo agua, relacionándose con el mar como filosofía de vida. Este es el verano que recuerda con nostalgia. Recuerda la sonrisa de Pieter y Carmen, sus padres, hoy ya jubilados, y la de su hermana Carlota, nadando junto a él y señalándose el uno al otro lo que veían en el fondo cuando nadaban. Y cuando no estaban en el mar, Christian y Carlota se pasaban el día en una piscina Toi que le montó su padre en el patio de su casa. Ahora merecidamente le ponen su nombre a las piscinas, como ha sucedido con la Piscina Municipal de Rincón de la Victoria, pero él es una persona humilde y prefiere centrarse en ese verano de 1980.
«Esa era mi excitación cuando junto a mi padre buceábamos con nuestras gafas Nemrod en las preciosas playas de Torre del Mar y los acantilados de Maro. Me encantaba tirarme al mar desde una lancha junto a mi perro Niko, y junto a él ver la vida en el fondo del mar y llegar exhausto a la orilla, siendo esta mi primera gran travesía», me cuenta. Estamos en la antigua playa de la Arena Blanca, donde nos hemos bañado y surfeado en los ochenta, unas playas que han cambiado, pero que no le han hecho cambiar los recuerdos de esos veranos de niño.
«Estos recuerdos los he tenido a flor de piel toda mi vida y ahora se empiezan a tornar algo amargos». Hace unos años fue padre y los deseos de recuperar las vivencias de los veranos con su padre cobraron especial relevancia. «Quiero vivirlos con mi hijo Erik y he perdido esa oportunidad. Quiero transmitirle el amor al mar, a los seres marinos y a las personas. Conocer es querer y a día de hoy me considero de la generación de los corazones rotos y posiblemente estoy criando a la generación sin corazón donde sus ojos no verán lo minúsculo y lo grandioso que nos enseña el mar.»
«Nadar en el medio marino es trasformador y toda una lección de vida, nada está en tus manos, todo fluye al antojo de la respiración del mar y todo es frágil al igual que las personas. Lecciones de vida que hay que sentir y compartir.» Porque para esta persona sensible, deportista, solidaria, lo más importante es compartir. Hacerlo con la familia, amigos, pero también con la naturaleza. Muchos nos advierten del cambio climático y de la erosión del planeta, de cómo estamos esquilmando los océanos, pero parece que no va con nosotros. Como Jongeneel asevera: «No quiero seguir llorando con las lágrimas de las sirenas que no son otra cosas que microplásticos».
En aquel verano junto a su padre era difícil encontrar basura en el fondo, en la actualidad, cuando sale a nadar es raro el día que no encuentre plásticos, latas, y todo tipo de basura. Pero Christian es por naturaleza positivo. El ve el mundo con un prisma luminoso.
Sus brazadas solidarias le hicieron dejar su trabajo de Ingeniero Forestal e ingresar en la Fundación Vicente Ferrer para seguir con la actividad solidaria. A quienes le conocemos desde hace más de treinta años sabemos que siempre ha estado junto al que se le necesitaba, que era capaz de levantar el ánimo del equipo de natación del Cerrado de Calderón, donde nadaba a las órdenes de Xavi Casademont, que sabía reponerse en las competiciones cuando nadie apostaba por él, que logró ganar el Campeonato de España de Salvamento y Socorrismo que se celebró en Tenerife en los años noventa, en una remontada alucinante, precisamente en las pruebas de mar, aquellas que requieren entereza, valor, sacrificio, resistencia, comunicarse con algo más grande que la técnica. Y eso es lo que empezó a aprender junto a Pieter en el verano de 1980, con Carmen, maestra, con su hermana Carlota. De ahí que la doble vuelta a la isla de Manhattan, 92 kilómetros y cerca de 24 horas nadando para recaudar fondos para un proyecto de mujeres con el VIH; y otras travesías que ha emprendido (la próxima será en el Archipiélago de Hawai, en el Canal de Molokai, en septiembre, para financiar una planta potabilizadora de agua en colegios de la India) no solo sirvan para conocer el trabajo de la Fundación Vicente Ferrer, sobre todo, sean un ejemplo de concienciación para recuperar los veranos de los que habla Christian, que siempre tiene una sonrisa. La sonrisa que aprendió aquel verano de 1980 cuando su padre le mostró que había caballitos de mar y peces voladores.
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