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El barcelonés George Mandell habla alemán, sueco, griego e inglés y tiene amigos en Malta, Israel o Armenia gracias a su afición al festival.
Eurovisión: La Champions gay

Eurovisión: La Champions gay

El festival cumple esta noche 61 retransmisiones vigorizada gracias a los hombres homosexuales. Ocho de cada diez seguidores lo son

icíar ochoade olano

Sábado, 14 de mayo 2016, 00:21

Entre aquel acontecimiento televisivo que reunía en torno a la mesa de mármol del salón a todos los miembros de la familia, cada uno con su hojita rasgada y su lapicero, frente a un armatoste cuadrado en el que apenas cabían los flecos erectos de Salomé, y el alarde de tecnología audiovisual, efectismo y decibelios que salen hoy de los plasmas de 200 millones de hogares de 40 países, median seis décadas. Más que suficientes para que de la Eurovisión de Augusto Algueró y del güayomini zri points sólo sobreviva la solemne sintonía barroca que continúa abriendo la retransmisión. En lo demás, el concurso de ayer y el de hoy se parecen, como diría un inglés, lo que el queso a una tiza.

Superada su entrada en barrena en la década de los noventa, cuando desgastado y achabacanado hasta el sonrojo, agonizaba en audiencia, el certamen que en 1956 se sacó de la manga el entonces presidente de la Unión Europea de Radiodifusión, Marcel Bezençon, cumple 61 años preso de un vigor indisimulado. Eurovisión ya no tiene la misión de difundir la diversidad de folclore de los pueblos del Viejo Continente para el que el directivo suizo lo concibió, pero vuelve a arrastrar masas. Y, en su inesperado resurgir, mueve a su paso decenas de millones de euros.

Que esto sea así se debe, en buena medida, al público homosexual masculino, que en los últimos años ha hecho suyo el festival en una proporción abrumadoramente mayoritaria. Aunque no existen cifras oficiales al respecto, se estima que ocho de cada diez eurofans son gais. Reciclado en espectáculo de efectos especiales y en pasarela frecuentada por divas y divos chillones lo que se dice folk, se escucha más bien poco, el certamen parece hecho a medida de ellos, un colectivo reñido a menudo con el espíritu minimalista y abiertamente propenso a la desmesura. Su consigna no escrita podría resumirse en algo así como más es poco.

«El mundo eurovisivo está hoy íntimamente ligado a la homosexualidad masculina. Es algo así como la Champions League gay. Del mismo modo que a los heteros les va más el fútbol, los gais disfrutamos de Eurovision, donde también hay competición, pero de música, donde no hay distinción de géneros ni por condición sexual, y sí mucha fiesta, buen rollo y un ambiente cosmopolita. Y el show es deslumbrante». Así explica el fenómeno el madrileño Mario Salio de la Fuente. Lo hace, por supuesto, desde Estocolmo, donde esta noche se disputa el megaconcurso. Es la séptima edición consecutiva que vive in situ, tras las de Oslo, Düsseldorf, Bakú, Malmö, Coppenhage y Viena.

Desde que debutó con veintrés añitos en la capital noruega el año de Daniel Diges y su Algo pequeñito, no ha dejado de reclamar una semana de vacaciones en mayo a los responsables de la empresa de publicidad en la que trabaja como administrativo. La pide antes, incluso, de que TVE haya seleccionado al candidato nacional de turno. Sus compañeros de oficina no tienen duda acerca de su paradero por estas fechas. Le han visto dos veces en la tele, extasiado, en primera línea de fuego, ondeando la banderita roja y amarilla.

Se enganchó siendo un crío. Corría la edición de David Civera y su Dile que la quiero. «Mi madre me contó en qué consistía y me enganchó aquella amalgama de culturas e idiomas, y el hecho de que se tratara de un especie de campeonato de canciones. Además, por primera vez, tenía acceso a una música que no fuera española», evoca afónico. La voz se la dejó la víspera repasando de pe a pa los éxitos del festival en una discoteca de la ciudad de Abba atestada de eurofans como él. Sólo españoles, se calcula que se han trasladado hasta allí estos días cerca de trescientos.

«Pastora me hizo llorar»

A Mario le faltan horas al día para apurar los saraos que la organización del certamen prepara a las hinchadas, hacer un poco de turismo y escribir sus crónicas altruistas para el portal Eurovision Times, en el que colabora encantado de la vida. No en vano, su carné de prensa le permite colarse en las tripas del certamen y enterarse de sus entretelas, «que son muchas». «Marcado» por la actuación «de diez» de la «artistaza» Pastora Soler, «el único representante español en la historia del festival que ha hecho que se me saltaran las lágrimas», el analista eurovisivo votaría con ocho puntos sobre doce a Barei y su Say yay!. No ganaremos, vaticina, pero lo peor no será eso sino que, tal y como apuntan todas las apuestas, Rusia se acabe llevando el gato al agua y albergue el certamen el próximo año. «Nos da terror que eso ocurra. Allí no nos sentiríamos seguros».

Su temor, ampliamente compartido, está justificado. El país más extenso del mundo es también uno de los más homófobos. Pese a sus intentos por proyectar una imagen progresista, allí no sólo se condena la homosexualidad sino que su presidente, Vladimir Putin, se ha revelado como uno de sus principales azotes.

George Mandell se enfunda el traje de romántico y sueña con una gran alianza interestatal que propicie la victoria, esta noche, del «Mediterráneo francés» y el destierro del Kremlin a una «desoladora» segunda posición. Aunque su candidatura favorita de este año, revela, canta en macedonio. «Es Kalipi, una señora, una especie de Rocío Jurado, pobre». Este barcelonés de 40 años y ascendencia nórdica, profesor de inglés en un instituto público de la Ciudad Condal, se define como una «fana vieja» del festival, de las que prefiere mil veces un «Yugoslavia del 87» a un «Armenia de 2012». «Vamos, que me va más el rollo étnico e incluso hortera de los ochenta que el ritón a lo Beyoncé de los últimos años», remata divertido.

Amigos en Malta y Armenia

Lo cuenta con un acento extraño. Probablemente, fruto de su condición de políglota. Además del inglés y del español, domina el alemán, el sueco y el griego. «Es lo que tiene pertenecer a una familia compleja y tener esta afición eurovisiva. Viajas mucho y conoces a mucha gente. Yo tengo amigos de Malta, Israel, Armenia...». Mandell lleva seis años sin trasladarse a la sede de turno del festival y, aunque nota que se acerca inexorablemente la hora de liarse de nuevo la manta y la bandera a la cabeza, «he redescubierto el placer de verlo en la tele en casa, con un amigo o solo, con una copa de vino, como un yonki», ríe. Claro que siempre queda otra opción, la de montar una de sus memorables y multitudinarias fiestas, con photo-call incluido en el descansillo de casa, y rematarla a lomos de un descapotable, con los amigos a bordo, todos disfrazados, haciéndole los coros a Massiel y su triunfal La, la, la por las Ramblas. No sería la primera vez.

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