Cuando voy por la autovía con destino al aeropuerto me encuentro con una caravana de muerte. Los coches están quietos como si no hubiera nadie en el interior. No se escucha nada, por un momento me pasa por la cabeza que soy el último hombre ... en la Tierra. Hasta que poco a poco la caravana reemprende la marcha; primera, segunda, punto muerto y vuelta a empezar. Cada kilómetro se hace eterno. Yo he salido de casa con el tiempo suficiente para no andar con tensión por si acaso se producía algún percance como este. Miro la hora. El tiempo avanza inflexible sin detenerse. Lo peor de las autovías es cuando tienes prisa y se producen detenciones de tráfico que te hacen sentir preso y sin salida. No existe la más mínima posibilidad de fuga.
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Llego al aeropuerto. Agarro el equipaje de mano y salgo pitando. Guardo cola en la zona de seguridad hasta depositar el bolso, el cinturón y el teléfono móvil en la cinta transportadora. Yo paso el control sin que suene la alarma, pero uno de los encargados de vigilancia dice que lo acompañe. Me lleva aparte y me ordena educadamente que abra el bolso de viaje. Le obedezco y mientras descorro la cremallera le indico que voy con el tiempo muy justo. Responde que cuando se va de viaje hay que salir de casa con tiempo de sobra para llegar puntual. Le explico que me he encontrado con una enorme caravana mientras él desliza impasible el detector de mentiras por el forro del bolso y comprueba que no llevo sustancias prohibidas. Me desea buen viaje, aunque por el tono de voz no lo veo del todo convencido de mi inocencia. Me consuela y reconforta el hecho de que a estas alturas de la vida me sigan viendo con pinta de traficante. Desde siempre me han considerado un tipo sospechoso; da igual que sean aeropuertos, supermercados o grandes superficies. Nada más traspasar la entrada hay un vigilante que se encarga de seguir mis pasos sin perderme de vista. Yo juego al escondite por el laberinto de estanterías hasta que salgo sin compra. Nunca suena la alarma, pero eso no importa porque sigo provocando sospechas.
Lo que acaba de suceder en el aeropuerto pasa siempre que voy a coger un avión. Tras superar la penúltima prueba, voy volando a la puerta de embarque y al llegar descubro que únicamente hay una pareja mayor, los dos sentados y mirando la pantalla de móvil con cara de aburrimiento. Vuelvo a consultar el panel de salidas y compruebo que han cambiado de puerta. Otra carrera. Al fin me sumo a una de las filas de pasajeros que me recuerdan los coches de la autovía; quietos, callados, esperando pacientemente que la caravana se ponga en marcha para pararse de nuevo y volver a arrancar.
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