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Se ha desgarrado como una madre enferma de traición y celos en 'Medea'. Puso cuerpo y voz a un monarca autoritario en 'El rey Lear'. Ha sufrido la soltería impuesta de una Doña Rosita a quien la esperanza mordía «como un lobo moribundo que apretase ... sus dientes por última vez». Nuria Espert, la intérprete más premiada del teatro español, se ha transformado en decenas, cientos, de personajes, aunque ella prefiere llamarlos «personas». A punto de cumplir 84 años, conserva intacta «la pasión» del inicio y continúa en activo. Ahora gira con 'Romancero gitano', de Lorca. Sobre el autor granadino conversará con Manolo Castillo, director de SUR, este lunes en el Salón de los Espejos del Ayuntamiento de Málaga como parte del ciclo '92 años de la Generación del 27', que comienza a las 20 horas.
–¿Qué le debe a Lorca?
–Muchísimo. Comencé recitando sus poemas cuando era niña. La gira de 'Yerma' cambió mi carrera y mi vida. Dimos la vuelta al mundo. También hice 'Doña Rosita la Soltera'. Luego me llamaron desde Londres para dirigir 'La casa de Bernarda Alba' con Glenda Jackson y Joan Plowright. Era la primera vez que dirigía. Entré en un mundo al que no pertenecía y cuyas puertas me abrió Lorca.
–Usted es el rostro de su obra. ¿No ha pagado ya parte de esa factura?
–Pero es una factura que pago encantada. Es como si me regalaran la Sagrada Familia. Ha sido un privilegio, y también una suerte, aunque cuando elijo sus obras no es cuestión de suerte, sino decisiones que tomo porque amo su teatro. Le debo mucho.
–'Romancero gitano' entró pronto en su casa, cuando usted era niña.
–Así es. Lorca apareció pronto en mi vida. Mi padre trajo un libro y comenzó esta relación afectiva, amorosa, en la distancia. He recitado sus poemas con Alberti, Lluís Pasqual... Ahora, con el espectáculo de 'Romancero gitano' que estamos haciendo, es como si cerrase un ciclo, como si estuviera tan conectada con él que es lo único que podría hacer en este momento.
–¿Es también una forma de volver a la infancia?
–No soy nada nostálgica. Nunca he comprendido esa cosa de: «Busca el niño que hay en ti». Si me detengo a mirar atrás, cosa que hago pocas veces, veo la entrada de Lorca en mi vida como una predestinación, como un regalo enviado por alguien. Margarita Xirgu, la actriz catalana, interpretó por primera vez a Lorca con 'Mariana Pineda'. No fue un éxito, pero ella, una heroína, montó 'Yerma'. Ahí fue cuando la gente comprendió que se encontraba ante uno de los más grandes dramaturgos de nuestro país.
–¿Qué exigen sus textos?
–Mucha experiencia. Ni sus dramas ni su poesía son fáciles. Era una persona llena de prismas y colores, capaz de pasar de la sonrisa a la lágrima en un segundo. Como todos, pero en él resulta más evidente. He representado sus obras en países como Irán, Egipto, Rusia o Estados Unidos y todos los públicos lo entienden y se emocionan. Es un fenómeno que yo he vivido y al que me cuesta encontrar explicación. La poesía, cuando se traduce, suele perder parte de su perfume original, pero con Lorca no ocurre. Conecta con la gente como pocos autores, quizá sólo Shakespeare. Ambos crearon un cordón umbilical con el futuro. Pasan las generaciones, pasan las décadas y siguen siendo interesantes, hablando de la actualidad.
–Me vienen a la cabeza los versos «Voces de muerte sonaron / cerca del Guadalquivir» y pienso que usted vivió la posguerra y la dictadura y tuvo que sortear la censura. ¿Hace falta haber sufrido para ponerle carne a los poemas de Lorca?
–Qué pregunta más interesante. (Piensa). Soy una niña de la posguerra. Vengo de una familia perdedora. En ese momento la vida no era fácil para nadie. Para mí fueron años difíciles pero no de un modo especial, sino como para cientos de miles de personas en aquellos años negros. Después la vida ha sido buena conmigo. He tenido una madre maravillosa, me casé con una persona extraordinaria y tengo dos hijas de las que estoy orgullosísima. No tengo derecho a decir que llego a Lorca a través del sufrimiento. En todo caso llego a él a través de su sufrimiento.
–¿De la compasión?
–No, de su sufrimiento. No le compadezco. Le adoro.
–Tal vez hayamos desvirtuado la palabra compasión, pero etimológicamente significa «dolerse con». Usted sufre con Lorca, por él.
–Sí, es cierto. Es extraño el fenómeno de la interpretación. Se ha escrito muchísimo, sobre todo han escrito observadores que no lo han vivido. Los actores que conseguimos eso no escribimos libros, probablemente porque no se puede explicar. Dice Lorca que hay cosas que no se dicen porque no hay palabras para decirlas. Y esa es la mejor respuesta a su pregunta: no tengo palabras para explicar cómo se produce ese misterio. Al público le parece normal que el actor se convierta en otra persona, pero no lo es. Hay algo que no siempre se genera, porque hay actores que son ellos mismos y a quienes les va divinamente, pero después hay otros actores, y yo me cuento ahí, que tratamos de pasar a ser el personaje.
–Ha hecho referencia a Shaskespeare, que corona su universo teatral junto a Lorca. Entiendo que por eso eligió textos de ambos en su discurso de agradecimiento cuando recibió el Premio Princesa de Asturias.
–Sí, Shakespeare me atrae como un imán. Lo he representado muchas veces y entro al teatro cada vez que veo el cartel de una de sus obras. Es como si me succionara. Los siglos han pasado sin dejar ni una sola gota de polvo sobre su obra. Es tan fuerte que resiste los conceptos más modernos de creación. Hacen 'Hamlet' y pueden convertirlo en cualquier cosa, la más contemporánea, la más excitante del mundo, y sus textos no es que lo permiten, sino que lo agradecen. Si lo hacen con amor, Shakespeare acepta cualquier cosa. Otros gigantes de la dramaturgia no permiten esas libertades, sus textos no soportan malos actores ni malos directores. Lorca y Shaskespeare, sin embargo, aguantan bien a cualquier mentecato que se atreva con ellos.
–En el discurso del Princesa de Asturias recitó 'Doña Rosita la Soltera' en español y 'El rey Lear' en catalán. Cosió lo que ahora parece, o hacen parecer, imposible de tejer.
–Era mi intención.
–¿Y sigue siéndolo o le supera el tema?
–¿Si he tirado la toalla, quiere decir?
–Eso es.
–No he tirado la toalla, pero la tengo a mano (risas).
–El teatro para usted siempre ha sido un compromiso, también político.
–La vida es un compromiso. Si te dedicas a algo dentro de la cultura, es un compromiso muy evidente. En un banco, los números son los números. Pero si trabajas en cualquier rama del árbol inmenso de la cultura, el compromiso se nota en cada elección. No hablo de los actores que no pueden elegir lo que hacer, que desgraciadamente hay muchos. Pero si puedes elegir, como en mi caso, estás siempre escribiendo tu biografía con cada decisión, con cada elección.
–Supongo que tampoco es casual que hace unos años eligiera 'La violación de Lucrecia', que dirige la atención hacia la violencia machista.
–Es una de las decisiones de las que estoy más satisfecha. No creo en el destino ni pienso que haya nadie en otro mundo ocupándose de mi pobre carrera, pero leí 'La violación de Lucrecia' cuando era muy joven. Tenía diecinueve o veinte años y pensaba que debía leerme todas las obras de Shakespeare. Me impresionó mucho. Años después, estando casada y luchando como una loca por mi carrera, volví a leer la obra. Me pareció que podríamos hacer algo teatral, una lectura. No pasó de ser una idea. Y veinte o treinta años más tarde, cuando estaba preparando 'La loba', lo releí y me di cuenta de que era un espectáculo, de que los personajes estaban trazados con apenas dos versos. Shakespeare es capaz de hablar de la maldad como nunca ha hablado nadie.
–Y no ha perdido vigencia.
–En absoluto. Habla de la violencia contra las mujeres como si yo no lo hubiera oído antes de nadie más. Y eso acabó convirtiéndose en un texto del que yo misma me ocupé con temor y respeto. Hice la dramaturgia, algo que nunca más he hecho: es un trabajo delicadísimo que requiere sensibilidad para no perder ni un solo sentimiento, aunque no sea dicho, y transformarlo en una obra teatral. Quería hablar en toda su crudeza de una violación, que es algo que me estremece sólo al pronunciarlo. Y qué bien que el público conectara con eso, una gota más en esa desesperación que destroza a mujeres en todo el mundo. Me resulta incomprensible. ¿Cómo podemos estar en este siglo, usted y yo, hablando de esto?
–Veo que sigue quedando mucho de esa niña «con los cojones de un toro», como la definió Sagarra.
–(Risas). Me lo dijo cuando era pequeña, durante una prueba que me hicieron para entrar en el teatro. Tenía doce o trece años. Sagarra ya era un autor de muchísimo éxito y me soltó eso. No supe si era bueno o malo. No recuerdo qué pensaron mis padres, que me acompañaban en ese momento. Me pareció raro, pero resulta que se convirtió en algo bueno. He sido lanzada toda mi vida.
–A sus padres, separados, sólo les unía que usted recitara. ¿Cómo digirió aquella situación?
–Eran dos obreros a quienes les gustaba muchísimo el teatro. Fueron a ver a Margarita Xirgu y se quedaron flechados. No sé si lo he sabido alguna vez y lo he olvidado, pero no recuerdo qué obra vieron. Creo que, por la época, fue 'Doña Rosita la Soltera'.
–¿Cómo marca haber mamado la derrota, nacer en una familia que pertenecía al bando perdedor?
–Parece extraño, pero si vuelvo la vista atrás creo que fui una niña feliz, y no es que hubiera muchos motivos. Mis padres estaban separados pero vivían en la misma casa porque no podían permitirse dos. Nunca hubo un grito, una mala palabra, aunque se respiraba mucha frialdad. Yo jugaba en la calle, al salir del colegio, hasta que volvían del trabajo. No me atormentaron con ideas políticas ni trataron de que pensara de una determinada manera. Eso vino solo.
–Resulta difícil imaginar a una actriz como usted esperando a que suene el teléfono, pero me consta que le ha ocurrido...
–Lo más asombroso fue que sucedió después de interpretar 'Medea' en el Teatro Griego, uno de los mayores éxitos que he tenido en mi carrera. Pensé que aquella obra cambiaría todo y no cambió nada salvo dentro de mí. Después de 'Medea' empecé a pensar que tenía temperamento dramático, que podría ser una buena actriz. Me llené de confianza hasta que la indiferencia general me hizo perderla.
–¿Y entonces?
–Fui a Madrid a buscar trabajo como si aquello nunca hubiera ocurrido.
–¿Ha sufrido la soledad impuesta?
–No hasta ahora. A veces he buscado la soledad, como en los últimos ensayos de una obra, antes del estreno. Cuando necesitas la soledad es que te has producido un estrés emocional que ni el cariño más cercano mitiga. Sólo lo puedes arreglar tú sola.
–¿Ni siquiera la psiquiatría?
–No he necesitado un psiquiatra más que cuando estuve enferma por depresión. Creo en la psiquiatría, pero no la he necesitado en ningún otro momento ni en mi vida cotidiana. Únicamente cuando caí enferma.
–Aquella depresión la zarandeó en un momento especialmente dulce.
–Sí, estaba trabajando en Covent Garden, mimada como en un cuento de hadas. No se sabe por qué se cae en esta enfermedad. Es un misterio. Quizá se cae en ella por cosas que has pasado sin sentir, tal vez sea la cara visible de otras situaciones por las que has pasado. No lo sé.
–¿Mantiene alejado ese fantasma?
–Cuando murió mi marido empecé a ponerme muy rara. En vez de llorar me cerré muchísimo. Fui a ver a un muy buen psiquiatra por recomendación de mis hijas, que notaron el cambio y me lo hicieron notar, y me dijo: «No tienes otra depresión. Se te ha muerto el marido, llora y deja que pase el tiempo porque no necesitas nada más». Y así fue. El tiempo ayuda. Estuve en Buenos Aires con la hermana de Víctor García, el grandísimo director, que me encontró tristísima y sin energía. Me dijo: «Son dos años, no hay quien lo acorte». Y fueron dos años. Pasado ese tiempo, como si hubiera sonado un despertador, volví a la vida.
–Ahora que su nieta se dedica al teatro, me pregunto si no siente envidia por recuperar la pasión de los inicios, de esos primeros años.
–No, porque aún siento la pasión del principio. Ahora mi nieta Bárbara está en Copenhague dirigiendo un trabajo de fin de curso, una ópera de 'Hänsel y Gretel'. En los e-mails que nos envía siempre empieza diciendo que está congelada (risas). Nos produce mucho orgullo. Que mi nieta se dedique al teatro es una alegría diferente al resto de alegrías de mi vida, que han sido muchas. Cuando la vi en 'La casa de Bernarda Alba', con Lorca otra vez echándonos una mano, sentí sorpresa y felicidad... Pensé que todo esto había ido creciendo a mi alrededor. No se llega ahí sin pasar por un aprendizaje emocional y culto. Tuve la sensación del trabajo cumplido.
–De nuevo Lorca, abriendo y cerrando el círculo.
–Claro. Lorca abre todas las puertas. También ésta.
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