Memoria de la historia europea más reciente, también más incómoda y con la actividad sindical como protagonista y como objeto de ataques y operaciones de espionaje que sorprenden y que hasta inquietan, teniendo en cuenta cuáles son los escenarios y los tiempos en los que ... transcurren los acontecimientos.
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Coinciden en la gran pantalla y en la pequeña dos producciones que repasan acontecimientos muy cercanos en el tiempo. En primer lugar, 'Sherwood' (Filmin), que discurre en el turbulento Reino Unido que comandaba Margaret Thatcher en los años ochenta. En segundo lugar, 'Un blanco fácil' (en los cines desde el pasado viernes), que tiene como escenario a la Francia ya de este siglo, en el entorno del año 2012, justo cuando se celebraron las elecciones presidenciales que dieron lugar al traspaso de poderes del conservador Nicolas Sarkozy al socialdemócrata François Hollande.
Además del recuerdo, estas dos producciones culturales rezuman la intención de dejar fijado un relato de los hechos -no demasiado conocidos, no lo suficientemente importantes para ganarse un lugar en la Historia con mayúsculas, sino apenas en la pequeña de sus protagonistas, prácticamente anónimos- tal y como se produjeron. A veces las películas, las series y los libros también sirven para eso. Y los artistas cada vez son más ágiles para retratar las realidades de las que incluso han podido ser testigos.
'Sherwood' (Filmin) propone echar la vista atrás a las huelgas mineras contra las medidas adoptadas del Gobierno conservador de Margaret Thatcher en los años ochenta para liquidar el sector. La historia discurre treinta años después de esas movilizaciones. Pero éstas dejan sentir todavía su huella: se trata de una sociedad muy dividida entre los trabajadores que secundaron las huelgas y quienes decidieron ir a trabajar bajo la protección de la policía, los 'esquiroles' (no hay mayor insulto en esa sociedad británica; pronunciar la palabra es un interruptor que desata automáticamente la violencia). Hay familias enfrentadas, incluso hermanos que no se tratan. El ambiente es muy tenso.
En este caldo de cultivo, se producen dos asesinatos que los investigadores del caso vinculan con esas viejas rencillas que tienen su raíz en la cruenta conflictividad laboral de la época thatcherista.
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A partir de ahí resulta inevitable no bucear en las maniobras gubernamentales y policiales que llegaron a tener constituido un servicio secreto que infiltraba espías con identidades falsas -a veces tomadas de niños fallecidos- en las comunidades mineras, que se convertían en uno más en esas sociedades, que hasta se llegaban a casar y a formar familias en esos pueblos, y que se ocupaban de contaminar el ambiente, dividir a los trabajadores, reventar huelgas y deslegitimar las protestas contra las medidas adoptadas por el Gobierno. Una especie de guerra sucia contra el sindicalismo.
El episodio que narra 'Un blanco fácil' (un título mejor y más fácil de retener sería 'La sindicalista de Areva', la compañía en la que la protagonista era representante de los trabajadores) es más reciente, es de hace poco más de una década. En 2012, Maureen Kearney apareció en el sótano de su casa atada en una silla, con el mango de un cuchillo ensartado en la vagina y una «A» marcada con esa misma arma en el vientre. Previamente, Kearney había recibido documentos que recogían las negociaciones que se estaban desarrollando para la venta de la tecnología nuclear francesa a China. A partir de esa información, la sindicalista, temiendo que ello, además de la pérdida tecnológica para su país, implicaría masivos despidos de trabajadores en Francia y en su empresa, Areva, inició acciones de denuncia para las que no encontró apenas respaldo y sí persecuciones en coche, amenazas telefónicas o espionaje. Justo cuando se iba a reunir con el presidente Hollande, sufrió la agresión que la dejó fuera de juego. (Ojo, que a partir de aquí hay 'spoilers'). El simulacro de investigación que se abrió tras el ataque de la que fue víctima se cerró en falso culpándola de haberse inventado la agresión para llamar la atención. Como se reitera en la película, la sindicalista no respondía al perfil de una «buena víctima», se la acusaba de que «no reaccionaba como una mujer que hubiera sido violada» y no lloraba. Sufrió la doble victimización que a veces sufren las mujeres víctimas de agresiones sexuales: la propia violación, primero, y el escrutinio de los poderes públicos.
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Maureen recurrió la sentencia que la declaraba culpable de denuncia falsa y la verdad se terminó abriendo paso. Aunque no pudo evitar ni que el acuerdo con China llegara a efecto ni las pérdidas de puestos de trabajo.
Son dos historias que inquieta que hayan acontecido en la Francia y el Reino Unido contemporáneos. Y remiten inmediatamente a una obra literaria española: 'La verdad sobre el caso Savolta', de Eduardo Mendoza, que data de 1975, aunque la historia que cuenta está ambientada más de medio siglo antes -es decir, hace ahora más de cien años-: «La situación del país en aquel año de 1919 era la peor por la que habíamos atravesado jamás. Las fábricas cerraban, el paro aumentaba y los inmigrantes procedentes de los campos abandonados fluían en negras oleadas a una ciudad que apenas podía dar de comer a sus hijos. (...) Y, naturalmente, los sindicatos y las sociedades de resistencia habían vuelto a desencadenar una trágica marea de huelgas y atentados». Para atajar esa conflictividad laboral, Mendoza cuenta cómo los burgueses de su obra contratan a matones contra los sindicalistas para abortar sus protestas o para restarles respaldo.
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