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Desde esta orilla lejana del Mediterráneo lo imagino como recién salido de una foto antigua y sepia. Un niño de ojos negros y piel oliva ... al que supongo entre las manos un miserable caballito de madera con restos de pintura blanca. Más que un juguete, el trozo de madera mal tallada es un símbolo entre los dedos de ese niño que pierde la mirada en los fértiles campos de Tikrit, oteando el invisible desierto, las solitarias playas del mar Arábigo y se sueña cabalgando un corcel blanco.
Caudillo de un pueblo oprimido, supuesto vengador de afrentas históricas, astuto y audaz, ya todas las televisiones del mundo lo han mostrado a lomos de la blanca cabalgadura. Tras de sí queda un reguero de miserias y abusos, ojos de otros niños velados por la muerte química, miradas vidriosas de agonía, la destrucción y la intriga, la guerra con el hermano árabe. Ahora, tras las huellas de sus cascos, se elevan espesas columnas de humo y azufre, petróleo quemado, el eco de las bombas y la pesadilla de las sirenas, el miedo concentrado en las pupilas de los prisioneros anglosajones.
En los libros quedará el recorrido biográfico del personaje, pero ¿y su tortuoso camino moral? ¿Nos revelarán algún día en qué enigmático lugar o lugares se produjo la quiebra que habría de transformar a un ser inocente en tan siniestro tirano? A estas alturas cabe preguntarse si existió alguna vez el hombre bueno de Rousseau.
Legiones de soldados castigados por una guerra de ocho años, mujeres de un Bagdad desolado, ancianos de ropas raídas, campesinos y obreros sedientos de legítima justicia se agrupan tras un ídolo de barro. No sabemos si lo que sucede se ajusta a lo que aquel niño, a orillas del Tigris, entre sus frondosos palmerales, soñaba. Nosotros, entre imágenes de bombardeos nocturnos, también lo hemos visto a lomos de su impecable caballo, y hemos advertido que una fina lluvia de sangre comienza a teñir de rojo la inmaculada piel del animal.
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