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Rogelio López Cuenca ríe cuando se le recuerda que en 2022 se cumplirán 40 años de los inicios de Agustín Parejo School, el colectivo artístico que agitó Málaga en la década de los 80 y 90. «No tenía constancia de la fecha fundacional porque no ... nace como una empresa, sino por el propio deseo de hacer cosas, es algo vivo y orgánico». Convertirlo en una especie de institución cultural con día de apertura y cierre es todo lo contrario a la filosofía de aquel grupo de jóvenes que reivindicaba libertades y derechos a través del arte en los espacios públicos. Hoy Rogelio López Cuenca (Nerja, 1959) sigue huyendo de lo estático, lo encorsetado y lo establecido en su creación y en su discurso. Un artista rebelde y transgresor que este viernes (19.00 horas. Ateneo) recibe el reconocimiento de la escena cultural independiente con el Premio Moments. Acaba de llegar de Roma, donde suma a jóvenes artistas a su proyecto, y ahora inaugura en el Ateneo la exposición 'Malagana', con creadores locales de otras generaciones que se unen a su reinterpretación de la ciudad.
–Es recurrente ese contacto con los artistas más jóvenes.
–Sí. La satisfacción es comprobar que se rubrica la visión que uno tiene del arte y de la cultura. Que no se trata de una historia de grandes figuras, obras maestras e hitos, sino que tu trabajo es un eslabón entre producciones culturales del pasado y la del porvenir. Cuando ves que tu trabajo está sirviendo de referencia para las generaciones más jóvenes, es cuando compruebas que ha valido la pena y que esa visión es la correcta.
–¿Le tranquiliza saber que siguen existiendo artistas críticos?
–Efectivamente. Se impone por inercia de los medios de comunicación masivos el dar una imagen del trabajo artístico y cultural asociado a las grandes estrellas, las subastas que rompen récords de ventas, los grandes éxitos... cuando la cultura es un proyecto siempre en colectivo, en diálogo, en construcción y que va rompiendo los límites de lo establecido en cada época. El arte no tiene más remedio que ser crítico en el sentido de poner en crisis las convenciones del momento.
–Parece un hombre que se presta poco a las alabanzas. ¿Cómo recibe el homenaje del Moments?
–Como representante de esta visión en la que estoy insistiendo, de un tipo de práctica que va más allá del espectáculo, del consumismo, del autoexhibicionismo; y como el reconocimiento de un trabajo colectivo y lingüístico que no cae del cielo sino que tiene un compromiso inevitablemente social.
–El que venga de la escena alternativa, de la menos oficialista, ¿le hace sentir más cómodo?
–Es más agradable que otros galardones que tienen un aura más casposa. Es muy gratificante sentir que tu trabajo se comprende desde distintas perspectivas. Yo soy una rata de biblioteca, soy muy lector, pero también tengo pasión por la calle y por lo que la alta cultura considera errores o desviaciones de la cultura popular.
–¿Rechazaría un Premio Nacional?
–Ya me gustaría estar en condiciones de poder rechazarlo y con eso lo estoy diciendo todo. La historia del arte en nuestro país es muy clasista. Se van creando castas en todos los ámbitos de la producción cultural. Es un sistema piramidal en el que las estrellas están en la cumbre y se sostienen sobre el trabajo, el esfuerzo, la ignorancia y el silenciamiento de la explotación de la gran mayoría.
–¿Usted vive del arte o sobrevive del arte?
–Diría que sobrevivo. Acabas adquiriendo unos hábitos de mucha sobriedad. No tienes las propiedades o las tentaciones que tienen otros compañeros de tu generación que eligieron otros trabajos. El problema de la situación de los artistas es que se te vende una fantasía permanente de un éxito o un reconocimiento aplazado en el futuro. Eso conduce con frecuencia a la autoexplotación y sobrexplotación. Y fíjate lo que se parece a otro tipo de trabajos vocacionales como la enseñanza o los cuidados. Y qué llamativo que sean trabajos también socialmente feminizados. Hay una especie de creación de una responsabilidad que va más allá de tu salario, una trampa de la que el sistema se aprovecha para que trabajemos gratuitamente.
–Y, sin embargo, no se ve a artistas manifestándose por las calles.
–Ese es otro de los grandes mitos. No tenemos conciencia de clase. A los artistas se nos ha vendido desde el Romanticismo un discurso de identidad en torno a la subjetividad, a lo extraordinariamente singular que eres, que tiende a hacer muy difícil que exista esa conciencia. Es como un rebajamiento si se reconocen las condiciones materiales de tu trabajo como productor cultural. ¿Lo tuyo cómo lo vamos a pagar si lo tuyo es otra cosa mucho más grande?
–Hablaba de la cultura como un trabajo feminizado. Pero precisamente su presencia en las artes plásticas es muy escasa.
–Es el mismo mecanismo de la visibilización. Cuando tengo oportunidad de dar cursos, la gran mayoría son mujeres. Conforme se va ascendiendo en la escala de poder, va reduciéndose su presencia. Lo que se produce es algo que normalmente se ignora. Hay un feminismo, digamos, institucional, que piensa que basta con incorporar mujeres a una estructura que, por lo demás, permanezca intacta. Y si un valor tiene importante la crítica feminista es que permite poner en cuestión todo el orden patriarcal. No se trata de incorporar mujeres a ese orden, mujeres que se comporten como los hombres, aceptando las mismas reglas de competitividad por encima de la cooperación y los cuidados.
–El feminismo, ¿es ahora el movimiento que más amenaza al sistema?
–Efectivamente. Y eso es lo que ha dado lugar a una reacción. El orden patriarcal otorga de una manera que parece natural unos privilegios a determinados grupos que se resisten a ceder. No entienden que una situación de justicia nos beneficia a todos, sino que piensan que al perder esos privilegios caen, se degradan. No hay cosa que más le moleste a un tío que tener que obedecer a una mujer.
–¿Málaga necesita otro museo franquicia como el Hermitage?
–Ay dios mío. Mientras no haya una clase política que sea capaz de decirle a los ciudadanos no lo que quieren oír sino lo que habría que hacer... Están continuamente vendiendo una idea de crecimiento que está en crisis. Se vende como una especie de mantra, como si lo otro fuera un fracaso. Esa apuesta por el monocultivo de la construcción, del ladrillo, del turismo masivo... Es algo demencial. En los congresos sobre 'overtourism', de lo que se habla ya no es de si esto tiene posibilidades de seguir creciendo, sino de qué hacemos con todas estas infraestructuras porque esto ya se ha terminado. Estamos viviendo en una especie de prórroga. El partido del crecimiento, del desarrollismo, del más museos, más cruceros... ya ha terminado. Estamos con la inercia de la máquina que ya se ha parado pero sigue andando. Como un zombie. ¿Y qué hacemos si no tenemos imaginación para otra cosa?
–¿Y qué hacemos?
–Pues empezar a pensar, discutir y oír a gente que lleva investigando sobre el tema mucho tiempo. No esperemos que alguien nos dé las soluciones, las soluciones tenemos que hacerlas nosotros. No hay más remedios que soluciones colectivas.
–¿Le frustra pensar en la deriva de la ciudad?
–No es una cuestión de pesimismo o de optimismo. Fíjate, está el ejemplo siempre recurrente que vuelve a aparecer como el Guadiana, cuando hay un problema institucional se dispara contra la Casa Invisible, que es un emblema, un símbolo de la salud democrática de una sociedad. En Roma, el centro social ocupado más antiguo data del 77, es un dispositivo de resiliencia social que lo ha demostrado en la crisis económica de 2008, en el Covid... La gente tiene conciencia de que esas son vías de expandir la institucionalidad democrática más allá de los límites de las instituciones, las elecciones, las concejalías. Es un termómetro de la salud democrática de una sociedad. Y entonces aparecen esas pulsiones autoritarias de cegar, de cortar, de reaccionar. Es una cuestión de poner en crisis los privilegios de unos determinados grupos sociales porque eso es lo que abre los límites de lo democrático, de la convivencia, y experimenta otros modos de hacer a los que inevitablemente tendremos que recurrir tarde o temprano. Pero no soy pesimista. Justo en los momentos de crisis la sociedad se organiza inmediatamente y soluciona.
–Ya han anunciado movilizaciones. Pero la pandemia parece que ha mermado las fuerzas sociales.
–Eso ha sido muy revelador. Estamos constatando lo fundamental, lo indispensable que es el vínculo directo, físico, de la gente. El que no nos veamos, el tiempo que han estado separados los cuerpos, ha creado una debilidad brutal. Lo más grave es cómo no somos capaces de aprender lecciones de lo que hemos vivido. Esta sociedad consumista nos ha ido gratificando a través del consumo de objetos, sustituyendo la erótica de las relaciones sociales por la erótica de la adquisición de mercancías.
–¿Se ha sentido de algún modo castigado por su discurso crítico?
–Cuando se producen situaciones de censura no lo interpreto como nada personal, sino de una manera colectiva. Personalmente me puedo dar con un canto en los dientes de haber sobrevivido en este trabajo. Hay una resistencia por parte de las élites que detentan el poder a cualquier tipo de crítica o de cuestionamiento. Como si no dependiera de eso la salud democrática de una sociedad. Hay una pulsión muy autoritaria. Desde la Transición no ha habido un verdadero interés por crear una cultura democrática en nuestra sociedad.
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