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Esta vez no hay nada y casi nadie en el escenario. Solos ella y la guitarra. Rocío Molina y Rafael Riqueni. Y, sin embargo, no se siente el vacío sobre las tablas del Cervantes. Ellos lo llenan todo con una sencillez de extrema complejidad haciendo ... que la nada se transforme en un todo de baile y toque jondo. La bailaora malagueña volvió anoche en casa al 'Inicio (Uno)' de su arte, al origen del movimiento desnudo de artificios y adornos, al flamenco primitivo que se basta con el compás de las cuerdas. Pero claro, se trata de la Molina y con ella las cosas nunca tienen una única lectura.
En esta inmersión en la guitarra (con una trilogía de la que ayer se vio la primera parte y hoy mostrará la segunda), aparece una nueva Rocío Molina. Ya no busca el extremo como antes, ahora su baile se ralentiza como nunca dando más valor al gesto, a los brazos, a los dedos de las manos. La bailaora se mueve a cámara lenta, con impulsos a veces cortantes y secos, a cada nota del maestro Riqueni. Un baile pausado tan difícil (o más) que el arrebatado, con una ejecución de un pulso imposible que implica un fuerte control sobre el cuerpo y cada uno de sus músculos.
Y sigue siendo ella. Se contorsiona hasta el límite y, más de una vez, se revuelve, se pone jonda y saca la garra que le caracteriza. Rocío Molina se suelta el pelo, de forma literal. Los brazos han ganado protagonismo a los pies en esta etapa, pero cuando Molina zapatea... es un delirio del flamenco que eleva al público hasta las nubes. Esas que la propia bailaora pisa en las pocas concesiones al espectáculo de su coreografía, con un cielo que se proyecta sobre una lona blanca que cubre la tarima.
El maestro Riqueni no le quita ojo mientras la acompaña con su punteo exquisito y elegante, con preciosas partituras cargadas de lirismo que le reafirman como uno de los grandes del instrumento. Y entre ellos se establece una relación especial de admiración mutua y cariño. Como la de un padre del flamenco hacia su hija prodigio. También se permiten el juego, retándole Molina con un divertido duelo de abanicos. Precisamente ese sonido del aire que ella provoca es un paso más en la vuelta al 'Inicio' que emprende la bailaora, donde cuentan los silencios, la respiración y hasta la gota que cae sobre el agua de una palangana. Lo más puro y primario.
Con esos mimbres, Rocío Molina construye una inmensa galería de imágenes, bellas y delicadas, grotescas e inquietantes. Y cada cual que las interprete a su manera. La cuestión es no dejar indiferentes, y con ella eso no pasa. Menos cuando en la recta final de su baile es capaz de vestirse con lo que segundos antes cubría el suelo del escenario.
Pero aunque no estaban sobre las tablas, anoche sí había vacíos incomprensibles en el Cervantes: los que dejaba el público obligado a guardar una separación de tres butacas, la norma del metro y medio, entre espectador para cumplir las exigencias de la Junta en el nivel 3 de alerta. Pero solo en los teatros, porque las distancias desaparecen al poner un pie en la calle. Con esas condiciones, apenas se podía ocupar un tercio del aforo.Eran pocos, muchos menos de los que convoca la Molina en circunstancias normales, pero hicieron ruido por tres en los aplausos. Se merecieron los varios minutos de ovación y ese emotivo abrazo final entre ambos en el que les acompañaba todo el teatro. Hoy ella vuelve con más:'Al fondo riela (Lo otro del Uno)'.
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