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MALAGA
Viernes, 17 de abril 2020, 02:00
Increíble pero cierto. Estamos en el asalto número quince y Evangelista, que es como un enardecido guerrero apache, ataca y ataca al dueño y señor del territorio del boxeo. Su izquierda entra arriba y abajo en crochet y en ganchos. Ali se tapa como puede, ... se refugia en el pentagrama de las cuerdas, pero su música ya es otra. Está exhausto y mira en los clinchs, angustiadamente, el segundero electrónico del Capital Centre. 'El loco de Louisville' está loco por que se acabe la pelea.
El público, que ha coreado el nombre de Ali, no como se aclama, sino como se reza, asiste a la falta de respeto que supone que un desconocido de veintidós años desborde, después de tres cuartos de hora de pelea, al jefe de la lona y la resina. No se puede tratar así a las estatuas. Se oyen gritos de «¡Uruguay, Uruguay, Uruguay!». Evangelista bufa, arremete, se juega la vida a una contra. Tiene el rostro abultado y no se comprende, a pesar de la anchura de su tórax, que el corazón le quepa en el pecho. Cuando suena el último gong, todos sabemos que Muhammad Ali seguirá siendo el campeón mundial de los pesos pesados; pero también sabemos que ha nacido una estrella de fulgor imprevisto y deslumbrante. Alfredo Evangelista acaba de entrar en la historia del boxeo.
El match ha ido de lo ridículo a lo sublime, de lo grotesco a lo dramático. Cuando subió al ring el aspirante, con su bata verde, con sus calzonazos verdes, nadie daba nada por él. Ahora vale mucho. ¿Habrá que entonar el réquiem por la seriedad del boxeo? Desde el desfile de personajes hasta la música selvática, desde el smoking celeste y la camisa con chorreras del locutor hasta la presencia, entre round y round, de unas morenas y unas rubias, todas hijas del pueblo de Washington, que mostraban cimbreándose el cartelito que indicaba el número del asalto, todo es circense. El boxeo es cada vez más un espectáculo, y el negocio se traga el deporte. Cuando subió Ali llevaba Evangelista mucho rato haciendo sombra entre el guirigay. Forma parte de la guerra psicológica esta espera. Ali llega, lo mira con una mezcla de desdén y de sorpresa, como diciéndole: «¿Qué haces tú aquí, muchacho?»; se va a su rincón, no saluda al público cuando se canta su nombre y ora durante un momento a su reciente Dios. Ha cerrado los ojos y ha extendido los brazos como si sostuviera una bandeja.
Bailando, burlando, jugando con el inocente novato que le han puesto delante. Así empieza. Como el toro, Evangelista lo sigue y lo persigue. Ali lanza su izquierda en jab y en directo. Hace la bicicleta. En el segundo pasa de la danza a la estatuaria. Ahora da pataditas en la lona, saca la lengua, invita al aspirante a que ataque, juega a dejarse golpear y se tapa como una tortuga apoyado en las cuerdas. Pasan los asaltos y Evangelista no puede agarrar a ese fantasma voluminoso. Ali simula estar grogui, jadea, se tambalea, se cachondea. Cuando se agarra con las dos manos a las cuerdas, el árbitro, que es como los dos jueces del Estado de Maryland, lo reprende.
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Hasta ahora todo ha sido una farsa, aunque de un solo comediante. Se diría que Ali solo quiere dar espectáculo, provocar el regocijo de la gente, ridiculizar a su joven adversario, abatir su moral. Durante siete asaltos, Evangelista es humillado y ofendido, pero no ha habido ni crimen ni castigo. Ali ordena y manda, y se divierte, pero no tritura.
En el séptimo período, el manager de Ali, Herbert Muhammad, se levanta muy serio de su localidad del ring side, con su gorrito negro y su metro noventa y tantos y su prestigio religioso, cruza por delante de los informadores, me da un pisotón espantoso que hace que me acuerde de Alá y llega hasta el rincón de su súbdito. Le habla. No sé qué le ha dicho, a pesar de estar tan cerca; pero el combate cambia a partir del octavo asalto. Pasa de las burlas a las veras. La izquierda de Ali sale vertiginosamente una vez y otra, parece imantada al rostro de Evangelista. Este se crece, golpea el hígado del campeón y logra un soberbio crochet zurdo, muy largo, que Ali se traga entero.
Si antes el campeonísimo ha jugado con el aspirante como el gato «con el mísero ratón», que dice el tango, y ha hecho todas las payasadas que sabe, ahora estamos asistiendo a un verdadero combate de boxeo. Ali, que empezó como Gaby y Miliki, es ahora Ali. Mete por dos veces el uno-dos, su izquierda es un prodigio de celeridad y de precisión; pero Evangelista no se arredra, le responde, y él empieza a estar agotado. El impenitente exhibicionista acusa ahora los años y la inactividad de ocho meses. Cuando podía, no quiso, y ahora que quiere, no puede.
Evangelista está soberbiamente preparado. Maguz, Rivero y José Martín han tenido que trabajar de firme. ¿De dónde saca fuerzas el oriundo? No se sabe, pero el caso es que va a más. El público ya lo respeta. No solo eso: teme por su idolatrado Ali. Si al principio pensábamos todos que quien da lo que tiene no está obligado a más, ahora pensamos que este muchacho tiene dentro muchas cosas que dar. El exhibicionista lo pasa mal a rachas. No tiene fuerza. Puede decir, como Sinatra, «yo no vendo voz, vendo estilo». Su fulgurante zurda frena el acoso de este torito uruguayo que encontró en España una patria y en América una Meca. El jefe de la secta, el terrible pisoteador Herbert Muhammad, se acerca otra vez al rincón de Ali y le dice algo. Pero el campeón sabe que ya no puede tirar a Evangelista, que el discípulo está dando una lección de gallardía, de fortaleza física, de moral combativa. En los asaltos catorce y quince, Evangelista, como nuevo, arrolla. El sabio campeón resiste el temporal.
Evangelista es abrazado en su rincón. Su derrota -el árbitro y los dos jueces han coincidido al otorgársela- es el triunfo más resonante de su corta carrera. A los veintidós años ha disputado un Mundial, no frente a cualquiera, sino frente al mitológico Muhammad Ali, y ha perdido por puntos. Su carrera grande empieza ahora. Martín Berrocal, que creyó en él cuando no creíamos los demás, ha acertado plenamente. Hay derrotas que condecoran. Evangelista ha ganado hoy dos medallas y una pertenece al intrépido promotor.
De tanto hacer exhibiciones, Ali solo sabe ya exhibirse. Es una lástima que hasta las estatuas engorden y envejezcan. Ahora está en los vestuarios, recién duchado, ante cientos de periodistas, hablando y hablando, como en la víspera del combate en el pesaje. Elogia a Evangelista. Dice que hubo un momento en que tuvo que combatir para defender su vida, dice que el aspirante es un gran peleador, tan bueno como los mejores. Detrás de él está Don King, con su pelo híspido y sus anillos. De pronto, el legendario campeón enmudece. Quizá está pensando que Cassius Clay hubiera ganado antes del límite a Muhammad Ali.
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