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Tiene un capítulo propio en la historia de los grandes olvidados de la Historia de España. Una amnesia que también le ha perseguido durante décadas en su propia tierra. Ricardo de Orueta (Málaga, 1868- Madrid, 1939) cambió el arte en nuestro país. No fue un creador y, tal vez por ello, su nombre quedó enterrado por el tiempo. Pero este historiador, político e intelectual malagueño fue el gran héroe invisible que en los años 30 protegió el patrimonio de nuevas destrucciones como la quema de conventos de 1931 y levantó acta de los bienes de los museos y monumentos para detener la venta indiscriminada de las colecciones artísticas e históricas. Como reconocimiento, las instituciones malagueñas se unieron para pedir en 1933 que la primera biblioteca estatal que se abría en la capital llevara su nombre. Y así fue hasta la guerra civil.
Ahora, la Academia Malagueña de Ciencias ha renovado aquella solicitud de hace 85 años para que la Biblioteca Pública del Estado (BPE) –conocida popularmente como biblioteca provincial– recupere el nombre de Ricardo de Orueta cuando estrene su sede permanente en el antiguo convento de San Agustín.
La historia de esta reivindicación, que además es una ajuste de cuentas con un injustificado olvido, comenzó antes de los que se suele destacar en sus biografías: su llegada a Madrid como profesor de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) en 1911. Pero el espíritu inquieto y el amor al arte de Ricardo de Orueta y Duarte le venía de antes y de familia. Hijo de una familia burguesa de la Málaga decimonónica, el joven Ricardo contaba que su debilidad por la escultura le venía de serie: «Me aficioné de niño. Cerca de donde vivíamos había un tejar y allí iba cuando apenas contaba con diez años a hacer figuras de barro». Vista la maestría del infante, sus padres lo animaron a estudiar Bellas Artes –fue discípulo del pintor Joaquín Martínez de la Vega– y, como tantos artistas de su época, puso rumbo a París, donde trabajó en el taller de escultura de Aimé Millet. No obstante, en 1895, el fallecimiento de su padre lo obliga a volver a Málaga para hacerse cargo de su familia, cambiando así su habilidad con las manos por los codos para estudiar leyes.
Ricardo de Orueta hizo lo que debía... pero también lo que quería. Atendió sus obligaciones, pero nunca dejó de modelar su espíritu a contracorriente. Formó parte de la que Alberto Jiménez Freud autodenominó la 'Holganza ilustrada', cuyas filas también integraron su hermano, Domingo de Orueta, José Moreno Villa, Manuel García Morente o José Blasco Alarcón. El grupo, también conocido como 'La Peña', se convirtió en un influyente pulmón de ideas y debate, con la creación de la revista 'Gibralfaro' y ciclos de conferencias que trajeron a Málaga a Ortega Gasset y a un polémico Unamuno que despertó el sofoco de más de una mente provinciana.
Tres lustros después de asumir la tutela de sus hermanas, De Orueta se encontró de nuevo con la libertad de elegir su futuro. Le pillaba ya algo maduro, con 42 años, pero el abogado y experto en escultura no tardó en tomar el tren a Madrid, donde llegó en 1911 con tantas ganas como experiencia. Su amigo Giner de los Ríos apadrinó su ingreso como profesor en la ILE, entró en el Centro de Estudios Históricos y comenzó a compartir su amor por la escultura, pero a través del ensayo artístico con la publicación 'La vida y la obra de Pedro de Mena y Medrano' y 'Berruguete y su obra'.
Ricardo de Orueta no tardó en destacar en el Madrid ilustrado de comienzos de siglo y en 1924 ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Telmo. Aunque su pasó a la historia llegó en la última década de su vida. En 1931 fue nombrado director de Bellas Artes de la II República. Esa con la que compartía ideales, pero cuya instauración le provocó también espanto. Vivió de cerca la quema y destrucción de buena parte del patrimonio artístico-religioso de Málaga y se propuso que aquello no se repitiera.
De Orueta puso en marcha un catálogo de monumentos españoles, creó la red de Archivos Históricos Provinciales, declaró bienes histórico-artísticos yacimientos, palacios e iglesias, y en 1933 fue el gran artífice de la Ley de Protección del Tesoro Artístico Nacional, que no solo protegió colecciones, museos y patrimonio durante la II República, sino que «permitió salvar numerosas obras durante la Guerra Civil», relata el presidente de la Academia Malagueña de Ciencias, Fernando Orellana, que recuerda que Ricardo de Orueta era académico correspondiente de esta institución en Madrid. Aquella normativa española con sello malagueño fue pionera en Europa, donde tuvo mucho eco, y estuvo en vigor en nuestro país hasta la 'Ley Solana' de 1985.
Orellana explica que las instituciones malagueñas no tardaron en pedir que la primera Biblioteca de Málaga llevara el nombre de De Orueta y el propio político asistió a la inauguración en 1933. Su huella se borró de esta institución durante la guerra civil al tiempo que el exdirector de Bellas Artes moría tras un accidente al caer por una escalera en 1939. Y después el silencio. Un olvido de su figura que ha sido inversamente proporcional al incalculable valor de su legado. La Academia de Ciencias ha puesto fin al destierro de su memoria al pedir que la nueva sede de la BPE recupere también su nombre.
Y tanto el Ministerio como la Consejería de Cultura no han tardado en darse por aludidos, bautizando ya una de las salas de la biblioteca en la Avenida de Europa con la denominación del historiador de arte. Unos apellidos que también están presentes en las estanterías, donde se pueden encontrar los libros que dedicó a Pedro de Mena y a Berruguete. Junto a otros miles de volúmenes que esperan que de aquí a no mucho luzcan un sello con denominación de origen: Biblioteca Pública del Estado Ricardo de Orueta.
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