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Impresiona escuchar a José María Pou (Barcelona, 1944) hablar así de su papel en 'El padre'. Un grande de la escena, un profesional con seis décadas de experiencia, asegura que ahora, cada vez que sale al escenario, siente que cae «por un precipicio cuesta abajo», « ... con el corazón y el estómago encogidos». Hasta ese punto le conmueve el personaje de Andrés, un hombre que se rebela ante la pérdida de memoria que sufre y se resiste a recibir la ayuda de los suyos. Un rol que da pie a reflexionar sobre la vejez, el cuidado de los mayores e incluso la muerte. Y también la excusa perfecta para volver a ver en el Cervantes a Pou y hacerle entrega del merecido Premio Málaga a una trayectoria que concede el Festival de Teatro (este sábado, 4 de mayo. 20.00 horas).
–Siempre tengo la duda. ¿Le llamo José María o Josep María?
–José. Yo tengo una norma, que tuve que tomar en un tiempo determinado: cuando trabajo en castellano, el texto de la función es en castellano y voy a ciudades que hablan castellano, yo me llamo José María. Cuando trabajo en Cataluña y en catalán, entonces me llamo Josep Maria.
–Imagino que hubo un tiempo en el que era difícil llamarse Josep Maria en Madrid.
–Pasó una cosa curiosa. En la época de lo políticamente correcto, en la creación de las autonomías después de la Transición, hubo un empeño personal de todo el mundo, lo cual me parece muy correcto, a respetar la idiosincrasia y el lenguaje de aquellas autonomías. Y entonces fue cuando empezó la duda del Josep María. Recuerdo que iba por Málaga o por La Coruña y escuchaba a algunos periodistas haciendo un esfuerzo enorme por decir Josep Maria. Pero yo realmente empecé mi carrera en Madrid hace ya casi 60 años; mucho tiempo después hice por primera vez teatro en catalán y entonces, lógicamente, decidieron usar mi nombre en catalán.
–En el Teatro Cervantes recibirá el Premio Málaga de Teatro. Uno más. Habrá perdido la cuenta de de los reconocimientos y homenajes que le han dedicado.
–A medida que uno va cumpliendo años en su vida personal y profesional, si uno es constante y exigente en el trabajo y tiene respeto por el público, es normal que los premios vayan llegando. Son como pequeños semáforos, pequeños toques de atención que dicen ¡ey!, cuidado, que ya tienes un bagaje lo suficientemente largo como para ir pensando en que se acerca el final. Yo creo que cada premio es una declaración de amor y lo recibo como manifestaciones de cariño y de respeto.
–Invita a echar la vista atrás. ¿Usted cree que ha cogido todos los trenes que se le han presentado en la vida?
–Uy, sí. Estoy absolutamente convencido de que sí. Han pasado muchos y muy buenos trenes, y yo he tenido la suerte inmensa de cogerlos. Algunos de ellos incluso en marcha, digamos que he tenido que saltar y arriesgar mucho. También he perdido varios, y esos también conforman una carrera. Hay unos trenes que han pasado por delante de mí, que se han parado incluso en mi propia estación invitándome a subir, pero que no he podido cogerlos por incompatibilidad, porque yo estaba ya en otro tren. La verdad es que en estos 50 y tantos años de profesión no he estado un solo día parado, no he estado nunca en la vida sin un trabajo, sin un proyecto. Estoy muy feliz con los trenes que he cogido e incluso con los que he perdido.
–¿Alguna pérdida que recuerde?
–Hay muchas, sobre todo en el mundo del cine. He tenido algunas ofertas de películas, que luego han sido éxitos grandes, que no he podido hacer porque estaba trabajando en el teatro. Luego hay personajes, como el protagonista de 'La muerte de un viajante', Willy Loman, que desde que yo debuté en el teatro soñé con hacerlo, y me lo han ofrecido en alguna ocasión, pero siempre en momentos en que yo estaba comprometido con otras cosas.
–El padre' es una historia conmovedora, pero también muy dura. ¿Duele meterse en la piel de Andrés?
–Duele, duele muchísimo, duele en cada representación. 'El padre' te exige una entrega vital. Entro al escenario con la sensación de que me estoy tirando por un precipicio cuesta abajo y entregándome a lo que sea que salga, con el corazón y el estómago encogidos, en tensión continúa desde la primera frase hasta la última. Es uno de los personajes más difíciles que he hecho nunca, y al mismo tiempo más agradecidos. El público se siente enormemente afectado y conmovido. Hay una cantidad de gente que siente la necesidad al final de la función de esperarnos a la salida del teatro para cogernos de las manos y besarnos. Y así como en otras funciones te dan la enhorabuena, aquí la palabra que más suena es gracias, gracias por iluminar la vida de mucha gente que conoce de primera mano el problema del que trata la función. Y no es solo el de los propios enfermos de Alzheimer, sino también el de quienes les rodean, de los cuidadores, los gravísimos problemas de conciencia de las personas que tienen que decidir qué hacer con el enfermo, si le llevan a una residencia o se queda en casa.
–Además, estamos poco acostumbrados a que en el teatro, y en otras manifestaciones como el cine, se coloque a la vejez como protagonista.
–Es verdad, el problema de las personas mayores no se trata muy frecuentemente en el teatro. Es curioso porque esta obra se había hecho ya en España, hace doce años con Héctor Alterio. Cuando los productores me presentaron esta función para el Teatro Romea en Barcelona yo dije que no, porque ya estaba hecha. Pero insistieron mucho en que la leyera con interés y atención. Y aquella lectura me emocionó, me encontré a mí mismo llorando con un nudo en la garganta y la piel de gallina. ¿Cómo era posible? Y la explicación la encontré enseguida: habíamos pasado una pandemia y estábamos todos mucho más sensibilizados a la reflexión que nos hacemos hacia nuestros mayores, sobre todo a ese problema de residencia sí, residencia no. No olvidemos que al principio las enormes y terribles cifras de fallecidos salían precisamente de las residencias de ancianos. Creo que la pandemia nos abrió los ojos a esa realidad y eso hace que la ficción ahora sea mucho más actual que nunca.
–¿Perder la memoria es también uno de sus mayores temores?
–Perder las facultades y tener que depender de los demás, en lo más vital, es el gran temor, para mí casi superior al temor de la muerte. La memoria, por el hecho de ser actor, lógicamente, es una obsesión porque todo nuestro trabajo pasa por aprenderse un texto de memoria.
–Antes decía que premios como el de Málaga le hacen pensar en que el final está cerca. Y lo decía con mucha naturalidad.
–Bueno, hay dos finales. Uno es el que uno decide ponerse en cuanto a su profesión. A medida que uno se va haciendo mayor, uno se da cuenta, hay que ser realistas, de que no tiene la misma vitalidad que tenía hace 20 años. Desde hace tiempo comento que me gustaría dar un paso hacia atrás, que tengo la sensación de haber cumplido. Y cuando me entregan premios como el de Málaga, me hace reafirmarme en mi idea de que ya he cumplido. Si me pusieron en este mundo para algo, creo que ya lo he hecho y lo he hecho lo mejor que he podido. Estoy contento. Son casi 60 años de oficio, creo que ya vale, que ya es bastante, que ya está llena la maleta y que ya uno puede emprender otro tipo de viaje. Cada vez yo debo ir pasando más a un segundo plano o descansando más entre función y función hasta desaparecer poquito a poco sin que pase nada ni ser ningún drama. Otra cosa es la reflexión personal acerca de la muerte, propiamente. Y no me asusta en absoluto. No estoy obsesionado con ello, por suerte tengo muy buena salud. Lo único que espero es que el tránsito sea lo más fácil, lo menos aparatoso y lo menos doloroso posible. Pero no me asusta la idea de la muerte en absoluto, quizá porque tengo un poco la sensación de que lo que tenía que hacer, ya lo he hecho.
–Hablando de memoria. Siempre se dice que vivimos en un país desmemoriado. ¿Lo comparte?
–Si tuviéramos más memoria, no repetiríamos tanto los errores en los que estamos cayendo continuamente como sociedad, como país. Me parece que estamos viviendo un momento muy complicado y donde parece que las nuevas generaciones de la clase dirigente no tienen memoria. Y no solo eso, yo creo que algunos ni siquiera ha leído en su vida un libro de historia. No me gusta nada la situación actual de este país con tanta bronca. Ciñéndome únicamente al mundo de la cultura, pienso que sí, que a veces hay demasiada desmemoria sobre mi oficio. Por ejemplo, me sabe muy mal mencionar nombres de grandísimos actores que han sido mis maestros y darme cuenta de que las nuevas generaciones ni siquiera les conocen. No sé si es un problema de memoria o es simplemente un problema de falta de interés. Pero sí, la desmemoria es un pecado que lleva su castigo, a veces sin que uno se de cuenta.
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