Estamos bebiendo cerveza en la Plaza de la Basura. Caen las primeras gotas de lluvia, como si alguien hubiera abierto las compuertas del cielo. Septiembre es uno de mis meses favoritos, dice; y prosigue hablando de otros lugares que están lejos de esta plaza y ... de esta ciudad. Los dos viajamos durante unos minutos sin movernos del sitio siguiendo la senda de sus palabras que cruzan la península hasta llegar a Galicia. Nos detenemos en Finisterre y allí, junto al faro, pasamos un rato contemplando el fin de la Tierra. ¿Qué hay más allá? Luego volvemos a la plaza y pregunto por qué la llama con ese nombre tan pestilente. Me responde que mire alrededor. Le obedezco y no hay ni media palabra más que añadir. Se interesa en saber si continúo sin oler la mierda y contesto que desgraciadamente no huelo los malos olores desde hace diez años, los buenos afortunadamente sí. Sonríe como todo el mundo cuando explico la misteriosa relación que mantengo con el sentido del olfato. Serías un mal detective, afirma. Me consuela pensar que no hay mal que por bien no venga.
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Pide otra ronda y hacemos un baremo del alcohol que bebemos al cabo del día. Los dos somos buenos bebedores y no recordamos la última borrachera. Suena el móvil, descorre la cremallera del bolso de mano, saca primero un paquete y luego contesta al teléfono. No debe ser nada importante porque cuelga enseguida sin hacer el menor comentario. Un cartón de tabaco, dice señalando el papel que lo envuelve como si descifrara un enigma. Los vicios son la sal de la tierra, ¿cómo vamos a despreciarlos? Nos quedamos callados un instante con cara de satisfacción, como si soltásemos el humo del cigarrillo que él acaba de encender y yo apagué hace veintidós años. No hablamos del pasado, ni de los amigos comunes, ni del negocio que montamos juntos un lejano día del año 1989. Le pregunto si está escribiendo algo y responde con la misma pregunta. Llegamos a la conclusión de que la jardinería nos quita tiempo, pero al caer la tarde nos servimos una copa y escribimos líneas maravillosas en el aire.
Nos conocimos hace cuarenta años, qué vamos a contar que no sepamos. La curiosidad mató al gato y nosotros hemos tenidos más de nueve vidas. Atrás quedan largas noches e innumerables confidencias. Muchas aventuras almacenadas en el baúl de los recuerdos. Hay otro detalle que nos une, los dos nos llamamos igual aunque casi nadie nos reconoce por el nombre de pila. Una nueva llamada de teléfono lo reclama. Nos despedimos en el cruce de vías que hay un poco más abajo de la Plaza de la Basura. Me planteo poner ese título a la próxima novela, creo que desprende aroma. Lo pensaré al atardecer mientras saboreo una copa de cava contemplando el horizonte.
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