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Desde hace meses no hago otra cosa que pasear. Salgo de casa por la mañana y estoy dando vueltas por la calle hasta que llega la noche. Oigo fragmentos de conversaciones de cientos de desconocidos que pasan de largo y se pierden. Ando con paso ... firme y decidido como si fuera a algún sitio, pero no es así, tan solo camino sin rumbo fijo. De vez en cuando alguien me llama la atención y miro unos ojos que probablemente no vuelva a ver nunca más. Me gustaría acercarme a esa persona, presentarnos, pasear juntos y quedar para el día siguiente. No lo hago y sigo el camino. Me pregunto cuántas relaciones se evaporan por indecisión y timidez. Tampoco nadie se dirige a mí salvo para entregarme publicidad, pedir limosna o preguntar una dirección. Casi todos los días realizo el mismo itinerario y me cruzo con rostros que de tanto verlos resultan familiares. Sin embargo nos mantenemos distantes, como si compartir la soledad en silencio fuera el único lazo que nos une. Hay una sola excepción, un hombre de alrededor de sesenta años que siempre que nos cruzamos sonríe y da los buenos días. No sé nada de él, simplemente nos saludamos; aunque estoy seguro que si cualquier día uno de los dos necesita ayuda, el otro no dudará en ofrecerla.

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