En una sola mañana descubrimos los andares ligeros del pequeño Yllan y la destreza con el yute de su abuelo Salvador; intuimos el rostro con personalidad de Antonia Herrera y el contorno suave de Mónica, «la de la farmacia»; y nos cuentan los recuerdos que ... Emilia, Paca y otras señoras del lugar han revelado a la fresca. Porque resulta que Genalguacil no es solo el lugar donde cada mes de agosto de año par se citan los artistas, Genalguacil es arte en sí mismo. Sus gentes, sus palabras y hasta su silencio inspiran estos días la creación contemporánea en la decimoséptima edición de los Encuentros de Arte, la que celebra los 30 años del proyecto que salvó de la despoblación a este pequeño núcleo del Valle del Genal.
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Hoy son casi 500 vecinos, todo un ejemplo de resistencia en la Málaga rural más profunda; pero en el primer museo habitado del mundo, al mediodía de agosto, hay más obras de arte en las calles que personas. El lápiz de Javier Calleja cuelga de una pared, la Pantera Rosa de Pepe Rodríguez sorprende en una esquina, de un balcón asoma uno de los 'balones embarcados' (de cerámica) de Miguel Ángel Moreno Carretero y corre un hilo de agua de la fuente de los burros que diseñó en bronce Juan Ramón Gimeno. El sol aprieta y la vida a estas horas se hace de puertas para adentro, en los bares y en los estudios de los seis artistas seleccionados para esta edición. Y todos, hasta el 15 de agosto, están abiertos. «Esto engancha, ya verás», avisa una pareja de Sevilla fiel a estos encuentros impulsados por el Ayuntamiento, con la coordinación de Arturo Comas.
La ruta empieza en el colegio, un centro escolar que en 2011 estaba a punto de desaparecer por falta de niños y que hoy cuenta con 26 alumnos. En el salón de actos, Delia Boyano trabaja una pieza de cuero con forma de hoja. Es una parte de los calzados-esculturas que diseña para tres genalguacileños de diferentes edades: el niño Yllan, la mujer Gloria y el abuelo Salvador.
Delia Boyano, artista de performance, los ha observado y ha compartido con ellos charlas y paseos, convencida de que el entorno influye en el ritmo, en el movimiento y hasta en las pisadas. Al fin y al cabo, el pie es lo primero que cada día toca tierra. Su reto es traducir esa relación íntima con el territorio en un objeto hecho a medida que Yllan, Gloria y Salvador calzarán durante una acción en vivo que ella dirigirá.
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Cuenta que Salvador sigue trenzando el yute como le enseñó su padre y que a Gloria le gusta pasear por el río y sus piedras. Ambos elementos están sobre su mesa de trabajo, junto al cuero, la madera, las hojas y el corcho recogido en los alcornocales de los alrededores. Todo eso se transforma poco a poco en atípicos zapatos con el asesoramiento de Álvaro Gross, un artesano local que desde Genalguacil confecciona exclusivos calzados a medida. El 15 de agosto andarán por las calles empedradas del pueblo en la inauguración de los encuentros.
Lo que durante el curso escolar es el escenario del salón de actos, es hoy la tarima donde Francisco Correia apoya sus materiales. Es un chico de ciudad, un lisboeta afincado en Bruselas, un joven acostumbrado al ruido y a las prisas de las grandes urbes. «Pero aquí comprendo la mejor parte de vivir fuera de la ciudad», dice mientras mira las vistas de la sierra que hay desde su estudio temporal. Su proyecto, de hecho, consiste en traer a este paraíso rural un símbolo de la vida urbana, un macro edificio en formato micro. Francisco Correia crea narrativas a través de la miniatura, en este caso, de un bloque de oficinas en alquiler en Genalguacil.
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En una gran lona que se colgará en uno de los accesos al pueblo se detallan sus características: «Espacios de co-working. Aparcamiento subterráneo. Gimnasio. 8 plantas. 0,1056 metros cuadrados». Y esto último es lo único real. A través de lo absurdo, de la absoluta descontextualización de este elemento, Francisco Correia invita a reflexionar sobre la vida moderna, marcada por las exigencias del trabajo, los excesos del capitalismo y la gentrificación. Y mientras construye su obra, se permite experimentar todo lo contrario: charlas con los vecinos, calles sin coches y un horizonte de casas blancas.
Con ellas, con las vecinas, ha hablado durante horas Mateo Chica. «Estoy dentro, llamar», se lee en la puerta de la antigua herrería que estos días le sirve de estudio. Le gusta trabajar a oscuras aunque no lo necesite, manías de artista. Así no se cuela la luz, ni tampoco el calor. Y se agradece. Unas chicas del pueblo que suben a la piscina municipal ven que esta puerta normalmente cerrada se abre y entran para escuchar a Mateo explicar su propuesta. Se titula 'Oí crujir la varilla. Esta historia nunca la habéis escuchado', y se basa en los recuerdos de las mujeres mayores de Genalguacil.
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Se dice que en este lugar ellas tienen un sentido especial para percibir la tierra y sacarle el máximo provecho con técnicas ancestrales que casi rozan la brujería. 'Instinto Terres' lo ha bautizado Mateo. Se transmite de madre a hija, pero con discreción, para evitar habladurías. Por eso, aunque ya no hay peligro y la automatización del cultivo las ha apartado del campo, son reticentes a hablar. Pero a la fresca en la plaza del pueblo o después la iglesia, Antonia Herrera, Emilia, Salvadora, las dos Gertrudis, Pepa, Paca y las dos María se sueltan y revelan sus secretos. El mayor lo desvela Mateo Chica tras veinte minutos de exposición: «Todo es una bella mentira poética».
El artista madrileño trabaja con el embuste y construye un relato de Genalguacil que remite al realismo mágico con la metodología de la investigación imaginativa: sobre pequeños hechos reales, crea un nuevo universo inventado.
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Las palabras, lo que se dice en el pueblo, también inspiran a su compañero de estudio LUCE (Lucas Oliete). El valenciano llega tarde a la cita, ha ido al herrero de Estepona con el que está fundiendo los hierros de su proyecto. Pero no importa, aquí la vida lleva otra cadencia. De hecho, admite que esta residencia le está dando en lo personal la oportunidad de «reducir la velocidad». Artista del mundo del grafiti, el valenciano interviene espacios residuales o abandonados para darles nuevas interpretaciones. En este caso no hay ruinas ni lugares escondidos: aquí sus murales son las fachadas de un blanco impoluto de una esquina de Genalguacil. Allí colocará expresiones y palabras forjadas en hierro que hablan de sus gentes. El Genal, rojo bermejo, saluda al pasar, pausa, de uno a otro… 'Lo vivido, compartido', como denomina a su iniciativa.
De camino al último estudio, ubicado en una nave de la antigua cooperativa de castañas, paramos en la galería donde Sebastian Hedgecoe muestra sus fotos. A pocos metros de allí Dio Rubio nos enseña los retratos de sus vecinos que expone en el Hogar del Pensionista y más adelante nos asomamos a la tienda del canastero Francisco Rubio. Sus lámparas de esparto están por todo el pueblo. Hasta una decena de artistas y artesanos han fijado en los últimos años su residencia y su taller en este rincón del Valle del Genal, la base creativa que alimenta a Genalguacil durante todo el año. Y es solo un indicio de un movimiento cultural que lo ha cambiado todo: en el primer semestre del año, lo que para ellos es la temporada baja, han visitado el municipio 42.539 personas. A finales de 2024 serán 100.000 las que hayan cruzado la sierra por esa hermosa y complicada carretera de curvas –que han convertido en su logo– para ver qué esconde ese pequeño pueblo blanco que cada año aparece en las listas de los mejores proyectos en el entorno rural.
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Pero no solo están de paso: después de 50 años perdiendo población, desde 2019 se incrementa un tímido 4% anual, lo suficiente para mantenerse vivos. Un porcentaje aupado por historias como la de María José González, que con el grado medio de Farmacia decidió volver a su pueblo hace año y medio para invertir junto a su madre en el restaurante El Refugio que se había quedado libre. Hoy, un día entre semana de agosto, lo tiene lleno. Allí atiende las mesas Alina Mühlig, una joven alemana que se instaló hace tres años con su familia –pareja, hija y madre– en Genalguacil buscando una vida en la naturaleza.
Las gentes de este lugar se merecen un monumento. Sobre todo aquellas que nunca los tienen: solo el 15% de las instalaciones de homenaje que existen en el mundo están dedicadas a mujeres. Y en esas está la vasca Hodei Herreros, otra de las artistas seleccionadas. La encontramos en su estudio moldeando una madera reblandecida tras horas en vapor. Con ella traza a gran escala el perfil del rostro de tres vecinas de tres generaciones, heroínas anónimas a su manera: la niña Alicia, la mujer Mónica y la señora Antonia Herrera. Las colocará 'De cara a la pared', el título de su obra, como símbolo del castigo al que la Historia ha sometido históricamente a la mujer. Pero aquí no pasarán inadvertidas: resaltarán en un tono salmón sobre los muros blancos de Genalguacil y jugarán con las sombras. Mientras los hacía se dio cuenta de que los recortes sobrantes de los moldes, con una forma ondulada, le recordaban al paisaje montañoso que rodea al taller, y decidió reutilizarlos a modo de diorama para crear otra pieza que expondrá en el museo del pueblo. En el campo nada se desaprovecha.
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Con ese paisaje de fondo, en la terraza de la antigua cooperativa, trabaja con acero inoxidable Timsam Harding. El ruido que hacen sus herramientas contrasta con el propósito de su obra: el silencio. Pero en esto también hay niveles. Cuenta que una vez que acampó con su furgoneta en Genalguacil le despertó el motor de un tractor que iba al campo. Después se activaron las chicharras y escuchó las campanadas de la Iglesia. Vale, no hay claxon, coches derrapando ni ese murmullo constante de la ciudad, pero sí hay un tipo de ruido. El artista malagueño lo convierte en arte con una estructura de metal que vibrará con los sonidos del pueblo que reproducirá un 'subwoofer'. 'Sin silencio' es una pieza para el museo del pueblo concebida para ser tocada y sentida, arte interactivo que encaja en la identidad de este lugar. Genalguacil, como advertían, te toca y se siente.
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