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Manuel Azuaga Herrera
Sábado, 15 de febrero 2025, 21:58
Imaginen a un muchacho de infancia rota que, a los 13 años, pierde a su madre en un accidente. Al padre, fantasma ausente, hace tiempo que lo había perdido, por incomparecencia. El muchacho se llama Óscar Castro, nacido en abril de 1953. Es delgado, guapo, medio mulato de Medellín, paisa. Imaginen que, quizás como refugio, el joven se vuelca en la lectura, la poesía, el tango de Osvaldo Pugliese, la noche y el ajedrez. Y que en esto de mover los trebejos Óscar encuentra una emoción, el sentido mágico de las cosas. Así es que el muchacho se hace hombre y juega en bares y plazas con amigos, vagabundos y prostitutas. Gracias al afán de Castro, a su encanto natural y a su don de gentes, el lumpen se olvida de su dolor para arremolinarse, acaso por un momento, alrededor de un tablero. «El ajedrez es verdaderamente democrático», dice Óscar, muchos años más tarde. «Lo puede jugar desde un humilde zapatero a cualquier persona con preparación universitaria. Esto nos une a todos en un amor a un juego que es sumamente bello». Tan bello y triste como el propio relato de Óscar Castro, el bohemio irrepetible del ajedrez.
Desde bien temprano, la progresión de Óscar dentro del tablero fue formidable. De formación autodidacta, se dejaba ver por el Club Maracaibo. En 1969, se convirtió en campeón juvenil de Colombia, lo que le permitió disputar el mundial sub-20 en Estocolmo. Me cuentan que su hermana Olinda le compró ropa de abrigo para que no pasara frío en Europa. En el grupo preliminar del torneo, Óscar logró el primer puesto y clasificó para la final. En esta fase quedó el último de los doce participantes, pero lo cierto es que jugó sin complejos todos los duelos, incluido el que le enfrentó al soviético Anatoli Kárpov, tiempo después campeón del mundo.
Castro fue cinco veces campeón de Colombia. Representó a su país ocho veces en distintas olimpiadas. Nunca obtuvo el título de gran maestro, pero jugaba tan fuerte como cualquiera de ellos. En 1976, año de cosecha para Castro, venció a Bent Larsen, Efim Geller y al excampeón mundial Tigran Petrosian. Contra Petrosian, precisamente, arranca una anécdota que quería contarles.
Ocurrió en Biel, Suiza, durante la novena ronda del Torneo Interzonal clasificatorio para el Torneo de Candidatos. En mi opinión, Petrosian subestimó a Castro, al que pensaba barrer del tablero. Pero ese día el bello mulato desplegó las piezas como poseído por la diosa Caissa, como cuando jugaba en bares de mala muerte. El soviético, al ver que pintaban bastos, le ofreció al colombiano firmar las tablas. Lo hizo hasta tres veces. Pero Castro se mantuvo firme y se llevó el punto. Tras la victoria, Óscar recibió un telegrama de felicitación con 100 dólares de premio. Lo había enviado otro ajedrecista soviético, Víktor Korchnói. «Yo estaba bastante extrañado», reconoció Castro. «Pero, a los dos días, Korchnói pidió en Ámsterdam asilo político y entonces lo comprendí todo. Aquello fue un escándalo mundial».
Meses antes de que Korchnói se convirtiera en el primer apátrida del ajedrez soviético, la argentina Marcia Schvartz, en la actualidad una de las artistas más reconocidas de la vanguardia internacional, se había exiliado en Barcelona. En aquel 1976, Marcia militaba en la Juventud Peronista y la situación se había vuelto muy peligrosa. «El día del golpe militar de Videla era mi cumpleaños», me cuenta.
Ya en Barcelona, Schvartz compartió piso con una amiga argentina en la calle de Avinyó del Barrio Gótico. En esos días (y en aquellas noches) conoció a Óscar. «Era muy loco», narra ella con cariño. «Le gustó mucho cuando le dije que yo era la mujer más triste de La Rambla». Hace una pausa: «Fue el amor de mi vida».
Por entonces, Castro llevaba un tiempo en España. Jugaba para el club Olot, donde formaba equipo, entre otros ilustres, con el siete veces campeón nacional Antonio Medina, un tipo que podía presumir de haber derrotado a Alekhine y a Bobby Fischer. «Era un equipazo», rememora el gran maestro Juan Manuel Bellón, leyenda viva de las sesenta y cuatro casillas.
De vez en cuando, Marcia acompañaba a Óscar a algunos torneos. «Pero a pocos, porque se ponía nervioso», recuerda con nostalgia. «Cuando se sentaba delante del tablero, entraba en su mundo». Además, Marcia no sabía jugar, ni al ajedrez ni a nada, algo que aprendió desde bien pequeña, en casa, un hogar literario y culto donde el juego no estaba bien visto. Óscar, por contra, le decía: «Bruja, tú hubieras sido una buena ajedrecista».
Marcia y Óscar estuvieron juntos ocho años, con los vaivenes propios del amor y su ritmo de tango de Pugliese. Con sus ausencias. Ausencias que eran continuas porque Óscar viajaba de aquí para allá, daba igual la distancia, para participar en torneos y capturar al paso la vida. Con frecuencia, ganaba el premio del primer clasificado, lo que le daba un motivo para volver con aire triunfante. «Me subió el ELO», decía con sarcasmo, como queriéndole quitar con ello cualquier importancia.
«Pero Óscar tenía un mambo serio con la plata. Cuando no la perdía, la tiraba. Se la gastaba al instante», recuerda Marcia. Aquellos que trataron con Castro coinciden en subrayar ese mismo rasgo. El gran maestro Bellón lo explica con gracia: «Cuando ganaba un premio en un torneo, la gente se amontonaba a su alrededor, amigos acreedores a los que antes les había pedido dinero prestado. A mí me pidió alguna vez, pero no me importaba. Óscar era muy generoso, siempre pagaba. Y casi queríamos que ganara los torneos para que lo hiciera». El escritor y traductor Antonio Gude guarda historias parecidas sobre Castro. «Era un tipo increíble, genial y, sobre todo, elegante. Era un príncipe, incluso si estaba en la miseria».
Hablo con el colombiano Isauro Bustos, gran aficionado al ajedrez, porque él escribió 'Óscar Castro: entre la genialidad y el caos', una cuidada semblanza sobre su amigo Óscar, a quien conoció gracias a la literatura. En 1986, Isauro era uno de los rivales de Castro en unas simultáneas celebradas en la Facultad de Ingeniería de Bogotá. Cuando la exhibición terminó, Óscar se acercó a Isauro, interesado por el libro que éste llevaba. 'Los Siete Locos', del argentino Roberto Arlt. «Después nos dimos cuenta», me revela Isauro, «que el protagonista de la novela era muy parecido a Óscar».
El escritor José Zuleta, Premio Nacional de Literatura en Colombia, también disfrutó del lado más humano de Óscar. «Fuimos muy amigos. Una amistad tan intermitente como su presencia», confiesa. Se vieron por primera vez en Cali, a mediados de los 70, en un torneo de ajedrez que alargaron más allá del tablero. «Rematamos en un bar del centro», recuerda Zuleta, quien fue testigo directo del halo genuino, ajumado y noctámbulo de Castro. Con él cerró la noche en un antro prohibido, de los de santo y seña, donde bebieron y hablaron de libros y ajedrez. Todo esto y mucho más lo contó Zuleta en un hermoso obituario que publicó en memoria de su amigo Óscar, semanas después de su muerte.
Hoy, el recuerdo del maestro sigue vivo en el corazón de Zuleta. «Estoy escribiendo una novela sobre él», me dice. «Su lugar en la historia es muy importante porque es alguien que renunció al éxito. Alguien que vive a contrapelo del mundo, de los valores de la sociedad». Para ilustrar esta inspiración creativa, Zuleta cuenta una anécdota preciosa. «La revista Alfil Dama pidió a varios maestros que enviaran la mejor partida que hubieran jugado. Óscar envió una que había perdido. Fue el único que lo hizo. Le pregunté por qué había enviado esa partida. Y dijo: 'La mejor partida de un jugador puede ser una que perdió. Así de fácil'».
Durante muchos años, el sueño de Castro era viajar a Buenos Aires, pisar la tierra donde la música africana y europea se amancebaron con el pulso de lo gaucho, de los malevos y compadritos. «Después, cuando conoció la ciudad, a Óscar no le gustó nada», confiesa Marcia. «Eso sí, frecuentó todas las tanguerías de Buenos Aires». Era tan desmesurada la pasión de Óscar por el tango que al hijo que tuvo con Marcia le quiso poner Carlos, por Carlos Gardel. Y es que, para colmo, él y Marcia vivían en el Abasto, el barrio del zorzal criollo. Pero Marcia se negó: «Carlos era un nombre bonito, pero hubieran acabado por llamarle Charly, y eso ya no», explica entre risas. Al final, el chico se llamó Bruno. Y su padre lo llevó bien pequeñito para que Osvaldo Pugliese lo tocase en persona. Fue su bautismo tanguero.
Después la vida se aceleró y la pareja se separó. Óscar vivía en Bogotá y Marcia, junto a Bruno, en Buenos Aires. Sin embargo, nunca perdieron el contacto, sobre todo en los últimos años. En cierta ocasión, Óscar convenció a Marcia para que viajara a Colombia y llevara algunos cuadros suyos. El plan de Óscar era que hiciera plata con ellos, pero al comprador que él mismo había implicado le parecieron horribles y los cuadros acabaron en una galería de arte. Más tarde, uno de esos lienzos terminó colgado en un bar del barrio colonial de Bogotá, un lugar de músicos y poetas. Bruno, en una visita que hizo para estar con su padre, lo reconoció: «Ese cuadro es de mi madre».
Pasó el tiempo. Corría diciembre de 2014. Marcia sabía que Óscar se estaba apagando. Viajó a Bogotá con la idea de encontrarlo. Lo buscó en clubes y tanguerías, pero él sabía mejor que nadie cómo desaparecer en los bajos fondos de la ciudad. Marcia entró en el bar del barrio colonial. Nada más verla aparecer, el dueño supo quién era. «Quiero mi cuadro», dijo ella. «Ese cuadro es de Óscar», respondió el tipo. Al final, llegaron a un acuerdo. Marcia le hizo allí mismo un retrato al dueño del bar y, a cambio, se llevó lo que era suyo.
Pero Óscar no apareció. Marcia escribió un mensaje en el perfil de Facebook de Castro: «Estoy buscando a Óscar. ¿Alguien puede avisarle para que se comunique conmigo? Gracias». El aviso obtuvo la respuesta de Gerardo, un amigo de Óscar: «Tan pronto vea al maestro Castro, le comunicaré su mensaje». Marcia volvió a Buenos Aires sin haberlo encontrado. Tres meses y medio más tarde, en la madrugada del 12 de abril de 2015, Óscar Castro apareció muerto en la Avenida La Playa, en el centro de Medellín, la ciudad que lo vio nacer. «Yo presentía que se estaba muriendo. Por eso fui a buscarlo», reconoce Marcia.
Hoy, Óscar Castro descansa tranquilo bajo un guayacán. Su hermana Odina le lleva flores y lo sigue cuidando. El cuadro de Marcia se llama 'Plaza Cataluña'. Está en el Museo Reina Sofía, aún por colgar. Cuando lo hagan, podremos contemplarlo y recordar la memoria de un bohemio irrepetible.
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