Hay herencias que nos buscan la ruina, como si nosotros no fuésemos capaces de encontrarla por nuestros propios medios. La banda terrorista ha anunciado su decisión de disolverse, como un azucarillo amargo, después de 60 años y 853 asesinatos. Lástima que no se hayan arrepentido ... antes de cometerlos, pero ni el porvenir es nuestro, ni tampoco lo es el irreparable pasado. No hay detergentes políticos que puedan limpiar el rastro de la sangre porque su manantial sigue brotando. La cólera contra La Manada ha persuadido a muchos de que habitamos un país de locos. La prueba es que 1.800 psiquiatras y psicólogos de cabecera han protestado contra la sentencia. Más allá de la dimisión de Cristina Cifuentes, el sonoro escándalo de su retirada ha afectado al proyecto nacional del PP y a Mariano Rajoy, que era el proyectista. La solución, como siempre, está en el aplazamiento, mientras Iñigo Urkullu dice que ETA «nunca debió existir». Sin duda debió extinguirse antes de quitarles la vida a tantas personas, pero la historia del tiempo no registra capítulos de retroceso. Lo más escalofriante es que se considere que tanto dolor y tanto luto pudieron ser evitados y no se evitaron. El gran Vicente Aleixandre, que se refugió en él mismo, habló de «tigres del tamaño del odio» y esas fieras, muchos años después, nos siguen acometiendo. ¿Ha sido inútil el sufrimiento? ¿Basta con decir «no lo voy a hacer más»? ¿La sangre derramada sólo sirvió para manchar el pavimento? Nadie ignora que la justicia está emparentada con la venganza, pero habría que romper relaciones porque la reconciliación, que en otras épocas era imposible, ahora sigue siendo dificilísima porque los muertos tienen la última palabra. Aunque ya no puedan decir nada.

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(Artículo de Manuel Alcántara publicado en SUR el 4 de mayo de 2018)

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