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Vestido de negro, perfectamente operado (porque algo se ha tenido que hacer), con un moreno de terral y con su taza de té, Sting tomó el escenario de Starlite con una camiseta estrecha que tenía las mangas recortadas y pantalones pitillo, una vestimenta truculenta cuando ... se tienen más de cincuenta años. Nada más llegar, «muy feliz de estar aquí por segunda vez», soltó la misma advertencia que lleva lanzando en sus últimas citas: «He estado enfermo dos semanas y ya no quiero cancelar más conciertos. Por eso, este será un concierto diferente, más íntimo, más tranquilo y más fácil para mi voz», dijo, pronunciando un español probablemente mejor que el de cualquiera de la mayoría británica que gobernaba una audiencia que llenó, sin agotar, el recinto de la cantera de Nagüeles el pasado martes, pocos minutos después de las diez de la noche.
Tiene 67 años y, pese a que en 2017 alardeó de no ponerse enfermo jamás gracias a que practicaba sexo tántrico «todos los días» con su mujer con la que lleva tres décadas, ha retomado su gira europea después de una dura infección de garganta. Este tour está motivado por el lanzamiento de su último disco, 'My Songs'. El decimocuarto álbum de estudio firmado a solas por el británico es en realidad una relectura de sus canciones de toda la vida; el recurso lícito de seguir viviendo de las rentas con la plausible intención de traernos sus éxitos renovados. Y si algo hubo en este concierto fue eso, éxito: canciones que no sabes si te ponen o te quitan años, modificadas de una manera leve y que funciona como una bomba de melancolía: un entretenimiento ideal para las clases altas.
Empezó tibio pero tirando su repertorio por los aires desde el minuto uno, alternando sin miramientos canciones propias con las firmadas por The Police, que para algo las ha escrito él. Con una guitarra acústica, entonó para empezar 'Roxanne', coreada por el público desde el principio, y siguió con 'Every little thing she does is magic' para cambiar la guitarra por un bajo trilladísimo en mitad de la canción, y seguir con 'Message in a bottle'. Le acompañaban batería, dos guitarras, un teclista traído de Jamaica (fomentando aquel ramalazo British - reagge que también se reflejó en Simply Red), dos voces y un rubio, «que es el más joven de la banda porque tiene quince años y medio», que tocaba la armónica.
En realidad, podría haberse ahorrado la aclaración porque en el concierto hubo marcha. A la cuarta canción llegó la primera de Sting, 'If I ever lose my faith in you' casi encadenada con 'Englishman in New York', cantada por el público como si fuera su autobiografía. En 'Brand new day' hay un momento dedicado al supuesto lucimiento de la armónica («¡Cuidado, va a intentar hacer la parte de Stevie Wonder!») que nos parece como un número de circo. 'Shape of my heart' fue cantada a dúo con uno de sus excelentes coristas y 'Walking on the moon' consiguió el milagro de que la gente se pusiera de pie, incluyendo un señor en silla de ruedas que estaba a nuestro lado; en mitad suena 'Get Up, Stand Up' de Bob Marley y todo el mundo parece porreta. Luego tocó ese tema con estribillo de hooligan africano llamado 'Desert rose'. Terminó 'Every breath you take' y, sin hacerse mucho de rogar, entonó un par de bises, primero rockero con 'Next to you' y luego más íntimo con 'Fragile', cerrando un repertorio cargado de 'hits' y en el que a duras penas era posible encontrar alguna canción que tuviera menos de treinta años.
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