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Sheila Jordan recibe en la habitación de su hotel unas horas antes de su concierto en el Teatro Cervantes. Está algo «cansada», la tarde anterior ... aterrizó en Málaga directa de Nueva York, pero siempre es un buen momento para hablar de jazz. Es su misión. «Amo esta música y no quiero que muera». Por eso responde con una sonrisa cada pregunta a pesar del 'jet lag' y por eso no piensa bajarse del escenario aunque su carnet diga que en nueve días cumple 94 años. «Hasta que me vaya, seguiré girando y cantando a la gente, es todo lo que quiero hacer», dice con tranquilidad.
Está en calma con una vida que le ha dado mucho, pero que también le ha quitado otro tanto. «Podría hacerlo, pero no me arrepiento de nada», asegura. Todo lo que ha pasado forma parte de ella y lo vuelca en una música en la que entrega su alma. Sheila Jordan es un emblema del jazz vocal, una de las últimas supervivientes de la edad de oro del Nueva York de los años 50 y 60. «La guardiana de la llama», como se refirieron a ella minutos antes de que el Festival de Jazz de Málaga le reconociera este miércoles su compromiso con el Premio CIFU. Lo recogió emocionada y lo agradeció con un concierto divertido y tierno en el que mezcló 'standars' con fantásticas improvisaciones. Su aparente fragilidad y su menudo cuerpo contrastaba con la claridad de su voz y la potencia que todavía conserva su garganta. A su lado, un puñado de los mejores músicos de jazz de Málaga encabezados por el pianista José Carra.
Pero, pese a todo, ella huye de toda clase de divismo. Es una maestra del bebop, la primera mujer en firmar por Blue Note, «el oído del millón de dólares» para Charlie Parker, compañera de trabajo de Charles Mingus, Lennie Tristano, George Russell... «¿Una leyenda? No, soy vieja y sé que soy vieja, pero no me importa. No significa nada. Solo quiero mantener vivo el jazz, enseñar a la gente joven e inspirarles», insiste.
Hasta llegar aquí ha pasado por una infancia pobre, una adolescencia conflictiva, una juventud alocada y una madurez bañada en litros de alcohol, de los que se deshizo para siempre en 1978. Y en cada una de esas etapas, la música le «salvó» y le dio momentos de enorme felicidad. Nació en Detroit en una familia con pocos recursos, «sin comida, sin calor, sin agua ni baño en la casa». Su vía de escape era cantar «todo el rato», hasta el punto de que su abuelo la apodó 'little song' (cancioncita). Siendo adolescente, en la 'jukebox' de un bar, escuchó a Charlie Parker. «Cuatro notas, solo cuatro notas me bastaron para saber que esa era la música que quería hacer en mi vida». No podía sospechar que años después en Nueva York aquel tipo que tocaba el saxofón se convertiría en su «hermano mayor» y en su mejor amigo. Incluso se casó con el pianista de su orquesta, Duke Jordan, «solo para estar cerca de Parker», confiesa ahora entre risas. «Me acuerdo de él a cada minuto. Era maravilloso. Gracias a él encontré la manera de expresar mis emociones y mis sentimientos. Él salvó mi vida a través de su música. Es mi héroe», afirma.
Sentía una conexión especial con Bird, como llamaban a Parker, pero no era una cuestión romántica. En su loft de Manhattan, tenía un sofá reservado para que él durmiera cuando discutía con su mujer o cuando regresaba de esas fiestas en las que abusaba del alcohol y las drogas. Algunas se celebraban en la misma casa de Sheila Jordan, el centro neurálgico de míticas jam sessions. Ella estaba con Parker el día que no le dejaron entrar en el Birdland, el club de jazz que llevaba su nombre, porque no iba bien vestido. Unos meses después, con solo 34 años, moriría. La heroína hacía estragos en ese tiempo. Tampoco Duke Jordan, con quien tuvo una hija, se libró de esa adicción. «Los músicos pensaban que así podían tocar como lo hacía Bird», reflexiona la cantante. Han pasado ya más de 60 años desde que Charlie Parker se fue pero Sheila no duda un segundo al afirmar que él sigue siendo «el hombre más importante» de su vida.
Sheila Jordan entró en contacto con el jazz casi al mismo tiempo que con las comisarías de policías. Allí acababa una y otra vez por el simple hecho de ser una chica blanca con «amigos negros». Eran sus «hermanos», ese fue siempre su mundo, en Detroit y en Nueva York. Cuenta que una vez un agente cogió su arma y le dijo: «Tengo una niña de nueve años en casa y si la viera con tipos como estos, vaciaría la pistola en su cabeza». «Solo porque tienen la piel oscura. ¡Si los blancos toman el sol para ponerse morenos también! Es terrible». Había mucho racismo en EE UU y «todavía lo hay».
Para ella, esa es quizás una de las causas para que el jazz no tenga en América la consideración que merece. «Tenemos clubs de jazz a lo largo del mundo y de todo Estados Unidos. Pero no está aceptado del mismo modo que el pop, el rock, el r&b o el country. No lo entiendo», se lamenta. Recuerda que una vez tras un concierto una mujer le dijo que para cantar como lo hacía debía haber estudiado mucho en alguna escuela importante. «Y pensé: 'pero, ¿tú sabes dónde empezó esto?' Empezó con los esclavos africanos que fueron llevados a EE. UU. a trabajar en los campos de algodón». Ella nunca estudió música. Pero ella, como le dijo en su día el pianista Jonh Lewis, tenía «una licenciatura en la vida». Por eso la contrató como profesora de voz para el New York City College, una de las primeras escuelas dedicadas al jazz.
Se siente una «mensajera del jazz» y así le gustaría ser recordada. «Y como una buena persona, una cantante original y honesta», añade. «Creo que lo eres», dice de inmediato el pianista malagueño José Carra, su 'nieto' español, su músico de cabecera cada vez que gira por España. «Es un gran músico y un gran ser humano. Me gustaría que viviera más cerca de mí, que viniera conmigo a Nueva York», le responde. Una complicidad que horas después se trasladaba al escenario del Cervantes donde la sensibilidad de Jordan se unió a la energía de la generación más brillante del jazz malagueño. A la formación base de Carra al piano, Bori Albero al contrabajo y Juanma Nieto a la batería, se le unieron Tete Leal al saxofón alto, Enrique Oliver al saxo tenor, Javier Navas al vibráfono, Voro García a la trompeta. Los que recogen y agitan «la llama».
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