El juego-ciencia es, junto a las matemáticas y a la música, un terreno fértil en el que aparecen con frecuencia genios y talentos extraordinarios. El autismo moderado podría ser una de las causas de esta relación
MANUEL AZUAGA HERRERA
Domingo, 11 de septiembre 2022, 00:05
En 1900 el ajedrecista estadounidense Henry Pillsbury ofreció en La Habana una exhibición de partidas simultáneas a la ciega contra 16 rivales. José Raúl Capablanca tenía por entonces 11 años y fue testigo directo de la proeza. Mucho tiempo después, el cubano confesó que aquella fascinante demostración de Pillsbury fue lo que encendió la chispa de su interés por el noble juego. A Pillsbury lo llamaban el hombre memoria. Era capaz de recitar una lista de treinta palabras con tan solo un minuto de concentrada lectura, jugar con los ojos vendados contra veinte tableros y, a continuación, tras más de cuatro horas de esfuerzo mental, repetir en voz alta, y sin fallo, la lista de palabras que, quién sabe cómo, había memorizado. Lo podía hacer tal y como estaban escritas o en el orden inverso, según quisieran los espectadores. El público, completamente enajenado, enloquecía bajo los efectos de su propia incredulidad. Pillsbury era un genio. Como antes lo había sido Paul Morphy, también estadounidense. Con 16 años, Morphy no solo era un jugador casi imbatible, también era un experto en música, matemáticas y literatura. Hablaba fluidamente cuatro idiomas (inglés, español, alemán y francés) y dominaba el griego y el latín.
Los casos de Pillsbury y de Morphy no son anecdóticos. Quiero decir que la historia del ajedrez está llena de protagonistas con habilidades excepcionales. Me vienen al toque algunos nombres: Steinitz, Bobby Fischer, la prodigio alemana Jutta Hempel, Arturito Pomar o el viejo Najdorf. Hoy en día tenemos otros muchos ejemplos, capitaneados por el noruego Magnus Carlsen, número uno del mundo, conocido como el Mozart de las sesenta y cuatro casillas. La pregunta, por tanto, es obligada: ¿qué tiene el ajedrez para favorecer con tanta frecuencia unas destrezas mentales tan asombrosas? O, formulando la pregunta del revés, ¿por qué aparecen tantos genios en el ajedrez, así como sucede en la música y las matemáticas? Quizás, intuyo, exista un factor clave: las tres disciplinas son infinitas para la comprensión humana y, por ello, permiten llevar nuestras capacidades a un punto de máxima ebullición creativa.
Añadamos a esta reflexión dos grandes interrogantes. ¿Qué ocurre en el cerebro de los genios? Y la pregunta clásica: ¿el genio nace o se hace? La respuesta a estas cuestiones es un estímulo, sin duda, pero es a la vez un misterio para la comunidad científica. Sabemos que el ajedrez ofrece un entorno inigualable para el estudio de algunos procesos cognitivos como la percepción o la memoria. Y es por esa veta que se sigue investigando. Sin embargo, hasta la fecha, no tenemos certezas acerca del origen o las posibles causas que expliquen la aparición de la genialidad, dentro o fuera del tablero.
El peruano Julio Granda aprendió a jugar al ajedrez antes que a leer y escribir, sólo observando
A finales del siglo XIX se pensaba que la inteligencia se heredaba. El británico Francis Galton, primo hermano de Charles Darwin, fue el padre de la eugenesia, una corriente de pensamiento que postulaba la necesidad de mejorar los rasgos hereditarios de los seres humanos. Para Galton, la población mundial debía seguir una selección natural, igual que ocurría en el reino animal. Así, la procreación debía ser tarea exclusiva de las personas fuertes, saludables e inteligentes. Estos planteamientos eugenésicos tuvieron mucha aceptación en Estados Unidos y Europa. En Alemania, décadas más tarde, contribuyeron a justificar el ideario nazi.
Francis Galton escribió 'El genio hereditario', donde dejó clara su teoría sobre la base genética de la inteligencia. En esta misma obra habló de «la supersticiosa y poco inteligente raza española». En 1894, Galton publicó un artículo en el que reflexionaba acerca de un estudio del psicólogo francés Alfred Binet, el primero en crear una escala de medida de la inteligencia. El estudio de Binet se llamaba 'Psicología de los grandes calculistas y jugadores de ajedrez'. Unos años antes, el maestro Alphonse Goetz jugó a la ciega en el Café de la Régence de París contra ocho rivales a la vez. Binet fue testigo de la proeza. Quedó tan impresionado que volcó su afán al estudio psicológico de lo que vio. La hipótesis de Binet atribuía a estos ajedrecistas una mayor capacidad de memoria visual concreta. Es decir, Binet pensó que los ajedrecistas podían jugar a la ciega porque iban componiendo mentalmente las distintas posiciones en el cerebro, como en un «espejo interno», conforme se iban ejecutando los movimientos en el tablero. Binet entró en contacto experimental con jugadores como Tarrasch o Rosenthal y entonces comprobó que ocurría todo lo contrario: el gran maestro no dependía de la memoria concreta sino de la abstracta, por lo que no era tan importante recordar cada una de las jugadas. Binet concluyó que para jugar (bien) a la ciega hacía falta una combinación de experiencia, imaginación y memoria.
El estadounidense Henry Pillsbury era capaz de jugar a la ciega contra veinte rivales a la vez
El gran maestro Ernesto Fernández Romero es un especialista en esta modalidad de ajedrez. En 2018 ofreció en Málaga una exhibición de partidas a la ciega con un ritmo endiablado: ¡tres minutos para cada bando! Ernesto, convertido en una especie de guerrero del antifaz, ganó doce de los quince duelos que disputó con los ojos tapados. Su última demostración a la ciega fue en junio de este mismo año, cuando se enfrentó a un recluso del centro penitenciario de Archidona, al que venció con una maniobra de caballo y torre. En las dos ocasiones tuve el honor de acompañarlo. Mientras escribo estas líneas le escribo un WhatsApp y le cuento cuáles fueron las conclusiones de Binet. «¿Cómo lo haces en tu caso?», le pregunto. Al instante, recibo la respuesta de Ernesto: «Es una mezcla de las dos técnicas. Al principio, en la apertura, muevo las piezas en mi cabeza como en un mural o un espejo interno, tal y como observó Binet, y así voy reproduciendo las jugadas. Pero cuando llego al medio juego, cambio de sistema y empiezo a reconocer la posición, no tanto ya cada jugada. Por eso me resulta mucho más fácil jugar contra alguien que lo hace de acuerdo a patrones conocidos que son propios de la teoría del ajedrez. Y al contrario. Cuando mi rival juega sin ninguna lógica ajedrecística, entonces la cosa se complica».
El caso de Julio Granda
El peruano Julio Granda aprendió a jugar al ajedrez antes de leer y escribir, por pura observación. Su padre se enfrentaba cada tarde a sus dos hermanos mayores mientras el pequeño Julio contemplaba la escena, en silencio, alimentando de forma natural un talento que derivó en prodigio. Hijo de una humilde familia de campesinos, Granda ha leído un único libro de ajedrez en su vida, 'Mosaico ajedrecístico', de Kárpov. Este rasgo iletrado lo convierte en un caso realmente extraordinario en la historia del noble juego. «El ajedrez es mi lenguaje materno», confiesa.
La capacidad de Granda para comprender el juego parece mágica. En 2017 se convirtió en campeón del mundo sénior. ¿Cómo lo consigue? Se me ocurre pensar que su destreza podría tener una base sinestésica. Las personas con sinestesia perciben una misma sensación a través de distintos sentidos. Es una facultad que ocurre de muy distintas formas, según los sentidos que se cruzan e intervienen. Así, un caso frecuente consiste en ver colores cuando se leen palabras o números. Nabokov y Kandinsky fueron sinestésicos. Me pongo en contacto con Granda (hoy dedicado a labrar la tierra en su Perú natal) y le planteo la posibilidad. «Es difícil de responder. En mi caso, ante una posición compleja, sí es cierto que a veces siento que una jugada es la mejor. Ni siquiera sé por qué ha venido a mi mente, digamos que sucede a priori. Entonces analizas la jugada y descubres que, en efecto, es la mejor», explica Julio. Y añade: «En ocasiones, es algo armónico y poético, quizás sea algo parecido a la sinestesia. Pero no siempre sucede, esa es la verdad».
El psicólogo Rafael Román Caballero, investigador de la Universidad de Granada y del Centro de Investigación Mente, Cerebro y Comportamiento (CIMCYC), explica: «En realidad, las estructuras cerebrales están predispuestas para desarrollarse ante cualquier estímulo. Pero es condición necesaria la experiencia y, al mismo tiempo, considerar el marco cultural en el que se da. Así, la mera observación, como experiencia, es un factor clave, y explica que un chico de 6 años pueda tocar el piano o jugar al ajedrez, por imitación, tal y como ocurre en el aprendizaje del lenguaje». «La sinestesia», puntualiza Román Caballero, «tiene dos características fundamentales: es automática, es decir, se da siempre. Y es invariante, los estímulos en una modalidad sensorial activan regularmente una sensación compañera en otra modalidad que es siempre la misma. De este modo, si para un sinestésico los lunes son azules, nunca serán de otro color, será un proceso obligatorio». La aclaración del experto me hace cambiar de opinión. En principio, el talento natural de Granda para 'sentir el ajedrez' no encajaría con la sinestesia.
Otro caso interesante es el del alemán Louis Paulsen, uno de los más fuertes ajedrecistas en la segunda mitad del siglo XIX. Paulsen era capaz de jugar a la ciega contra nada menos que quince rivales, prodigio que despertó el interés del profesor de frenología Lorenzo Fowler. La frenología fue una corriente pseudocientífica que defendía que el tamaño del cráneo y las facciones de un sujeto determinaban su carácter e inteligencia. En otoño de 1857, Fowler midió el cráneo de Paulsen y comprobó que su tamaño era mayor que la media, lo que constituía «una gran ventaja». Sin embargo, en el examen clínico de Fowler se afirmaba que Paulsen no era «necesariamente inteligente para las pequeñas cosas, ni ágil o despierto en circunstancias ordinarias». Este punto es interesante y conecta de forma directa con el trastorno del espectro autista, específicamente con el síndrome de 'savant' o síndrome del sabio.
Vínculo con el autismo
En 2012, la doctora en psicología experimental Joanne Ruthsatz, junto al neurocientífico y genio precoz del violín Jourdan Urbach, publicó los resultados de su estudio sobre el perfil cognitivo de los niños prodigio. Las conclusiones fueron sorprendentes. En palabras de Ruthsatz, «el vínculo entre los niños prodigio y el autismo es fuerte. Nuestros hallazgos sugieren que los niños prodigio tienen rasgos en común con los niños autistas, pero algo les impide mostrar los déficits que asociamos con el trastorno. Este resultado plantea la posibilidad de un autismo moderado que realmente habilitaría el extraordinario talento de los niños prodigio».
Si esto fuese así, como muestra este estudio, la destreza sobrehumana de Pillsbury, Morphy, Carlsen, Capablanca, quizás también la de Granda, hundiría sus raíces en una afección moderada relacionada con el desarrollo del cerebro. Pero nada es seguro en el campo de la neurociencia. Y es que, como dijo Ramón y Cajal, las neuronas «son las misteriosas mariposas del alma, cuyo batir de alas quién sabe si esclarecerá algún día el secreto de la vida mental».
O como cantó Antonio Vega: «…Espacio y tiempo juegan al ajedrez».
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