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El otro día acudí puntual a Corn Ranch para volar al espacio con Jeff Bezos, su hermano Mark, la pionera de la carrera espacial Wally Funk y el joven Oliver Daemen, que el pasado marzo finalizó sus estudios de piloto privado en la escuela malagueña ' ... One Air'. El caso es que estaba casi a punto de subir en la nave New Shepard cuando me entró la necesidad urgente de ir al lavabo. Me disculpé por ausentarme un instante y fui corriendo como un cohete a sofocar la emergencia. Al volver continuaban todos en el mismo sitio pero con otra expresión en el rostro, como si acabaran de recibir una noticia maravillosa. Jeff exclamó: «¡Dios mío!, mis expectativas eran muy altas y han sido superadas con creces». Al oírlo pensé que estaba valorando el sentimiento de felicidad que le embargaba segundos antes del despegue. Acto seguido, añadió: «Sin duda la fuerza de gravitación cero me ha producido una gran sorpresa. Me sentía tan normal, sereno y en paz con el mundo, como si el ser humano hubiera evolucionado para vivir en este ambiente». Entonces descubrí que el rato que estuve en el lavabo fue superior al tiempo que duró el vuelo espacial. Ahora sé que las vacaciones de los multimillonarios duran una mierda.
No acabo de entender la invitación al viaje que hizo Jeff para luego dejarme tirado como una colilla. Quizá los hombres más ricos del planeta miran para otro lado. A Wally, Mark y Oliver los disculpo porque estaban tan excitados que no tenían ojos para nadie; pero Jeff se pasa la vida en lo más alto del universo y podría haberse dado cuenta de que no estaba a su lado. No hace falta intimar demasiado conmigo para saber que aprecio los viajes largos y lentos, pero de ahí a ignorarme por completo existe un abismo. Mientras ellos volaban por los aires, yo me sumergía en las profundidades. Volé hacia lo más hondo, como Ícaro. Nunca olvidaré esos diez minutos y diez segundos que estuve fuera de onda. Pensé en quienes buscan el viaje vertical, la atalaya diabólica. Pensé también que subir a lo más alto y regresar de inmediato apenas deja tiempo para disfrutar. Yo me hubiera quedado un rato más largo en todos los sitios que he sido feliz. Diez minutos y pico de gloria equivale a un cigarrillo; una caña de cerveza; la fugaz visión del astronauta reflejado en el espejo del cuarto de baño. La mayor parte del tiempo de demora la ocupé en volver a ajustar el traje espacial y regresar a la plataforma de lanzamiento. Después me dediqué a contemplar los abrazos y las celebraciones por ese nuevo destino turístico que consiste en travesar la frontera del espacio. Un ascensor al último piso del firmamento terrestre para ver el mundo sin rastro de vida.
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