Microrrelatos SUR IV Premio Pablo Aranda: textos del 26 de agosto

Envía tus microrrelatos a microrrelatos.su@diariosur.es. No existe límite de edad ni ninguna temática obligatoria, sólo hay que cumplir un requisito: no superar las 150 palabras

Lunes, 26 de agosto 2024, 00:15

  1. Luciano Montero Viejo

    La tía Virtudes

La tía Virtudes era una santa, eso no lo discutía nadie. Un ser bondadoso y apacible hasta decir basta. Pero una cosa es ser una santa en sentido figurado y otra cosa es que en las fotos su cabeza apareciese siempre rodeada de un halo, como los santos de verdad. Las fotos de la tía Virtudes parecían cuadros de Fray Angélico. Los más descreídos de la familia siempre encontraban un pretexto: que si un efecto de contraluz, que si el crepúsculo...

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Cuando nos congregamos en torno a su lecho de muerte, hasta se habían cruzado apuestas. Al exhalar su último aliento, todos contuvimos el nuestro.

Cuando empezó a elevarse sobre la cama entre acordes de pífanos y coros de serafines, hubo quien se desmayó y otros caímos de rodillas. Con excepción del tío Gerardo, el ludópata de la familia, que tirando de mi manga susurró discretamente: «Toma, tus doscientos euros».

  1. Mónica Sánchez Fernández

    Retorno al reguetón

La asociación de padres del colegio de la Inmaculada Concepción aconsejó a sus socios –progenitores de preadolescentes hormonados– que prohibieran a sus hijos escuchar temas como 'La gatita', de la Bellakath, y que los animasen a conocer la cultura clásica. El señor y la señora P. cumplieron con el cometido y formaron en el mundo grecorromano al pequeño Aníbal con los textos de Hesíodo, Apolodoro y Aristófanes. El día que el niño exhortó a otros pequeños a cortar con una hoz el pene del padre opresor, a frotarse impúdicamente en el muslo de una señora para eyacular sobre él, o a camuflarse en una vaquita de madera para fornicar alegremente con un toro bien parecido, la asociación de padres recomendó a los socios que se olvidasen de los griegos, que retornaran al reguetón y que bailasen en familia 'La gatita', hasta el suelo y sin miedo.

  1. Paola Andrea Rinetti

    Horas

Tomó agua. Dio un mordisco a la oxidada manzana y la arrojó al cesto. El café frío de la mañana que reposaba frente a ella la inquietaba, al igual que el titileo del cursor de la computadora que no había avanzado durante la noche. No sabía qué haría con su protagonista, allí de pie, puñal en mano, en la escena final de la novela. ¿Se quitaría la vida? ¿Atacaría a su rival?

El cansancio la vencía. Apoyó la espalda en el respaldo de la silla y su mentón fue descendiendo, en concordancia con los párpados. Una puntada en el esternón la despertó. El pecho le estalló y la sangre bañó la pantalla. Cayó con el rostro terso sobre el teclado, las pupilas dilatadas, víctima del arma que ella misma le había dado a su protagonista quien, cansado de la espera, había decidido él mismo darle un final a la historia.

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  1. Carolina Cosme Ruiz

    Sabor de madre

Se acercó dudosa a la máquina expendedora y pulsó el botón de inicio. Tardó un poco en seleccionar el primer rasgo: «ojos marrones». Quería que se pareciera más a ella. Exhaló el miedo y fue navegando entre cientos de opciones: frente estrecha, nariz griega, cabello castaño…

Ahora lucía una melena rubia esplendorosa, pero todo el mundo sabía que su color natural era el castaño. No podía pasarse de lista. Continuó con el peso, la estatura y la personalidad. El sexo lo tenía muy claro: «niña». La criatura salió a la media hora por un compartimento metálico con el chupete puesto. Se acabó eso de ir al parque y que todas esas madres la miraran con pena. Sabía que el efecto duraba solo un mes, pero siempre podía cambiar de parque y elegir «rubio dorado» alguna vez. ¿Por qué no?

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  1. Antonio Guadix

    Captación

La oferta sigue estando ahí, la publican cada cierto tiempo. Las empresas de trabajo temporal no se esfuerzan en ser sutiles, utilizan siempre los mismos títulos para sus anuncios; promotor comercial, teleoperador en ventas, relaciones públicas… Una vez fui a una entrevista para uno de estos puestos y antes de que nos hicieran la primera pregunta ya nos habían dejado claro que lo más seguro era que la pasáramos. Siendo honesto, sólo hubo una primera pregunta, muy genérica y del estilo «¿por qué quieres este trabajo?». Dudo que el conductor nos escuchara siquiera responderla. Los días siguientes corresponden al periodo de formación, un equivalente a la prueba de un mes de Spotify pero para las grandes acomplejadas. En mi caso trabajé en una oficina claustrofóbica del centro, cerca de Larios. Ponían reguetón antiguo en bucle para disimular nuestro perpetuo enredo. Todos éramos jóvenes.

  1. David Vivancos Allepuz

    Historia de la Literatura universal, volumen 12

Mojé la pluma en el tintero, dispuesto a escribir la gran novela rusa del siglo IX. Acometí la narración con tanta energía, con tanta intensidad, que al poco me di cuenta de que de mi máquina de escribir lo que estaba saliendo era la gran novela americana del siglo XX. Tres minutos después, cuatro a lo sumo, supe que acababa de guardar en mi portátil, ya corregido y todo, el que iba a ser el gran microrrelato español del siglo XXI.

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  1. Javier Mata González

    El hijo pródigo

Érase una vez un relato muy pequeño, inexperto y atrevido, al que se le hizo de noche en el bosque. Era una noche oscura y el viento siseaba amenazador entre los árboles. Estaba asustado porque jamás había estado tan lejos fuera del hogar a merced de los lectores, culpándose, en su fuero interno, por ser tan poco precavido y haber salido solo, con apenas unas reglas gramaticales básicas y sin escritor ni nada. Lo que ignoraba es que yo estaba al tanto y sabía de sus cuitas y que, además, un escritor sensato y comprometido, como es mi caso, no abandona a sus relatos por pequeños, torpes e insignificantes que sean; nunca se sabe cuándo, ni cuánto, pueden engrandecerse por una súbita inspiración o una frase certera.

  1. Ana Rodríguez Álvarez

    Tierra

Sentada en un portal, da vueltas en sus manos a una planta de azalea. La gira despacio, despacio. No repara en las flores rojas que asoman, sino en el recipiente que las contiene. Una maceta de plástico negro. Barata. Ordinaria. La contempla absorta mientras la inclina formando un ángulo agudo. Tres, cuatro, siete vueltas. De repente, clava sus dedos en la tierra y, llevándoselos a la boca, se traga un puñado de aquella masa oscura.

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«Yo también quiero florecer» –piensa.

Al retirar la mano, una pequeña partícula se le queda pegada al labio, atrapada entre las comisuras. Espera.

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