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Domingo, 25 de agosto 2024, 00:25
A la señorita Milagros le tengo un afecto especial. Ella fue la primera maestra que tuve cuando entré en el colegio, me enseñó a leer y sobre todo a escribir. Pasaba lista a diario y valoraba mucho la asistencia. La escuela estaba en el llano y nosotros vivíamos desperdigados en el valle y llegar a clase era difícil, sobre todo en los días en que la lluvia o la nieve cortaban los caminos.Hoy es su funeral y he venido para presentarle mi respeto. Me he acercado hasta el féretro y veo en su cara un gesto de satisfacción. No sé si estamos todos, eso lo sabré pronto, porque ella ha comenzado a pasar lista.
Los vestidos abajo, sosteniendo entre sus pliegues el peso de los pijamas; las fotografías arriba, refugiadas en el vientre de las toallas buenas. He embutido diez años de mi vida en una maleta. Ahora el armario es una boca mellada, desprovista de molares y faldas. Solo el viejo arcón, oculto en la madeja de sombras del vestidor, permanece impasible ante la avalancha de cambios que sacude los pilares de esta casa. Él volverá pronto. Atravesará la puerta arrastrando los pies, con un hatillo de nostalgia agarrado al pecho. Contará los libros que faltan en las estanterías y una sonrisa triunfal iluminará su rostro al recordar los inconvenientes de toda mudanza. Revisará cada recoveco desnudo. Pero no se acercará al arcón, ni lo moverá hacia un lado, ni encontrará el hueco en la pared, ni escuchará mi respiración, tan cerca y a la vez tan lejos.
Mientras el padre la reta burlón con el trofeo imaginario entre sus dedos, ella se queja y lloriquea. Intenta arrebatar una y otra vez de su mano huesuda la naricilla que parece haberle arrancado. Patalea para que no se la zampe o la lance lejos o se la dé de comer al gato. Gimotea para que tampoco la eche a volar y, haciendo magia, desaparezca en el aire.Así cada día desde hace mucho. Y, en cada ocasión, ella continúa jugando a lo que él propone. No piensa confesarle que no la engaña. Que ya no es una niña. Que ya han pasado cuarenta años, salvo en su cabeza.
Un globo que en el parque llamaba la atención tenía pintada la cara de una persona. El globo, al perder altura, se posaba en la boca abierta de algún sorprendido espectador a quien procedía a extraerle el aire que necesitaba para elevarse nuevamente. Él caía al suelo sin vida y el globo reflejaba alegría en sus ojos. Se acercó, lo puyé con un palito, explotó y un aire pesado, gris ceniciento y pútrido acompañó su retumbo sollozo silbante y todo quedó en silencio.
En la misma habitación donde el abuelo agoniza, la madre le dice al hijo:
—No quedes con nadie para este fin de semana. El médico ha dicho que no pasará del sábado.
Procedente de la cama del abuelo, a los dos les llega una voz temblorosa pero muy clara:
—Miraré de no morirme antes del lunes.
Una cosa que me pasa desde que estoy parada es que cualquier cosa que veo la disecciono en términos laborales. Los sitios, las personas. Pienso en qué hacen, si podría yo hacerlo, cuánto cobran, dónde lo hacen, qué horario tienen. Indefectiblemente me imagino haciendo eso. Pero cualquier cosa. Limpiador, reponedor, tornero fresador, la persona que calcula mi prestación, quien la haya dejado en el buzón... Todo se convierte en una pregunta sobre mi orden laboral. Como quien trata de colocar un cromo en el cuaderno, lo pones encima a ver si. Huelga decir que no encajo nunca, aunque sería más acertado apreciar que no existo, que mi no trabajar es una ausencia del mundo, que sigue. Lo que está claro es que cada día se desdibuja otro trozo de lo que soy o sé hacer. Calculo que en unos meses seré nada, sabiendo hacer nada, preparada para acometer nada.
—Ocurrió en la oficina. No me dijo nada más.Esa lámpara con luz tenue me apuntaba directamente a los ojos mientras contaba mi relato. A pesar del calor que irradiaba, yo cada vez sentía más frío. ¿Cómo no iba a sentirlo? ¡Me había desprovisto de toda mi ropa! Tras mi afirmación, negó con la cabeza y se puso los guantes. Sin apenas darme tiempo a reaccionar, puso sus manos en mi cuello y apretó fuertemente. Jamás había sentido un dolor tan intenso.
Grité y él se echó a reír con una fuerte carcajada:
—¡No seas exagerada! Has tenido contracturas peores. Cuéntame más, ¿entonces fue con uno de su trabajo? Sin duda, tengo al fisio más cotilla del universo
Adoración se casó a ver si con el tiempo se enamoraba de una vez. Había oído que lo del amor era algo felicísimo y que todas las personas, principalmente las mujeres, lo experimentarían en algún momento de su vida. Y que en ocasiones duraba para siempre. No solo lo había oído, también lo había leído en las novelas y lo había visto en el cine. Y ella quería sentir eso.
Se casó, pero el amor no solo no apareció, sino que la cosa iba cada vez peor entre ellos. Le entró mucha zozobra y decidió divorciarse. Después, se fue a vivir a un solar que tenía su padre al otro lado de la autovía y empezó a plantar pensamientos. Cientos y cientos de pensamientos con flores de todos los colores. En verano leía la Odisea. Y no volvió a pensar en el amor.
«Aún recuerdo la caja de cigarrillos Winston sobre la mesa. Uno de ellos, entre tus dedos… Tu mirada brillante y tu media sonrisa de parte de madre, perenne y carismática por excelencia. Veinticuatro años han pasado desde tu fuga a un lugar mejor. Ni un solo minuto, sin embargo, ha pasado desde la última vez que te recordé». Comenzaba así Sara sus primeras líneas para una novela en la que juraba, no plasmaría rasgos, sentimientos y vivencias de autor. La jornada de escritura, que no la de idear, había finalizado. Aquella tumba con su apellido la evadía hacia un lugar de la infancia al que, con su paquete de cigarrillos, y pensando cómo justificar el pecado del escritor reincidente, se dirigía con un lento caminar.
Le gustaron las fotos que ella subió a Instagram. La contactó. Cerró trato.Al día siguiente se presentó en el departamento de ella. Retratos de cuerpos fraccionados revestían las paredes, y un espejo duplicaba las imágenes. Pagó antes de echarse sobre un sillón especial. Se relajó y cerró los ojos. Punzantes recuerdos ocuparon su mente por dos horas. Abrió los ojos llorosos y apartó la espalda del respaldo. Se miró el antebrazo izquierdo: la cabeza de su amado perro quedó tatuada para siempre.
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