Sábado, 24 de agosto 2024, 00:13
Dicen que el escándalo se produjo cuando el director de la orquesta golpeó el atril para dar comienzo a la pieza. Los violines entonaron una angustiosa melodía que acompañó el suave latido de los tambores. Las flautas sonaron a coro y, a veces, su sonido quedaba eclipsado por el lamento del arpa, que parecía propicio a desgarrar sus cuerdas.El público se levantó al terminar la obra, conmocionado por el prodigio, y los músicos de la orquesta, que contemplaban atónitos a sus instrumentos, por no resultar ya útiles para el éxito del concierto fueron, al punto, despedidos.
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Embebido en la lectura del microrrelato, un hombre tropieza en la calle y cae. El golpe le rompe la nariz, que sangra en abundancia sobre el suelo. Mientras espera a los servicios de emergencias, sigue absorto en la brevísima historia que leía por enésima vez. Entre el corrillo de curiosos distingue a un viejo amigo, que no lo reconoce. Un instante después ve a su madre cruzar el paso de peatones y la llama agitando con grandes aspavientos el pañuelo ensangrentado, pero ella lo mira con desdén y sigue su camino como si tal cosa. De pronto no comprende nada y, aturdido, se duerme, mientras en la puerta del quirófano la madre y el amigo se preguntan preocupados si cuando despierte el dichoso dinosaurio todavía estará allí.
El amor de Don Esteban Rodríguez del Pino y Doña Clara Gutiérrez Acebo ha fallecido el día 4 de julio de 2024 a los 9 años de edad. Los desconsolados padres de Esteban lloran la muerte de tan increíble pareja y lamentan la vuelta del hijo a casa. Sus amigos participan en tan sensible pérdida, aún incrédulos ante la ruptura. El hijo de ambos anda cabizbajo preocupado por el mañana. Los vecinos del pueblo, sorprendidos y con un poco de regocijo, comentan la noticia. Esteban aún se pregunta qué pasó. Clara se pregunta por qué últimamente pasaban tan pocas cosas.
Sufro a cada paso. Con el sudor de mi trabajo solo pretendo una existencia digna, pero lo único que obtengo es que me pisoteen y me arrastren por los suelos. Y cuando mi cuerpo envejece por una vida de esfuerzo y dedicación absoluta, se deshacen de mí arrojándome a un oscuro pozo maloliente y putrefacto.¡Odio ser un calcetín!
Estaba disgustado con el empleado que hacía publicidad en su juguetería para atraer a los niños, en la entrada. No es que realizara mal su trabajo: bailaba por horas dentro del disfraz púrpura, tolerando la infernal temperatura sofocante de la calle sin parar ni emitir quejas. El tema es que apestaba. En vez de convocar, espantaba a los clientes con su olor nauseabundo. Salió a decírselo, pero el tipo no dejó de bailar, esparciendo su peste. Optó por quitarle la cabeza del muñeco que lo apresaba. Quizá no lo escuchaba. Soltó un grito de horror al ver el cadáver descompuesto dentro del disfraz, que siguió bailando…
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Telefoneó, de uno en uno, a los cinco miembros del jurado, revelando el pseudónimo con que se presentaba al concurso. Él era un autor de éxito y contaba con todas las bendiciones de la editorial. La novela ganadora de aquel año se convirtió en un best-seller. Explicaba la historia de un autor de éxito que telefoneaba, de uno en uno, a los cinco miembros del jurado revelando el pseudónimo con que se presentaba al concurso. Naturalmente, contaba con todas las bendiciones de la editorial y le daban el primer premio.
El camión donde la trasladaron se hizo gigante de repente, como el resto de objetos que crecía a su lado sin que nadie pudiese evitarlo como si todo formara parte de un inabarcable decorado. Su piel transmutó al plástico y sus ojos se volvieron de cristal: quiso gritar reivindicando su humanidad, pero ya estaba muda y diminuta para entonces.
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Una gran mano la levantó en el aire y la sentó junto al resto de muñecas del escaparate. Un hombre gigantesco se interesó por la muñeca rubia, preguntó qué cosas hacía y cuánto costaba.
«Es rusa… Si le da cuerda se desvite sola».
El coste no era bajo, porque estaba nueva y nadie la había usado todavía. El hombre asintió y se la entregaron sin más preguntas. «Espero que le guste, ya sabe donde encontrarnos si necesita otra». Ella quiso llorar, pero las lágrimas no le saldrían. Ni siquiera al darle cuerda.
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Luis tenía familia, amigos y un perro. También poseía una tierra que cultivaba él mismo, y un pozo en el patio de su casa. Un pozo que no tenía fondo, donde echaba sus preocupaciones. Allí cabía todo lo que le podría haber quitado el sueño, la alegría o la vida. Así que Luis era feliz, hasta que unos albañiles llegaron y taparon el pozo. «Un pozo siempre es peligroso –le explicaron–, pero este más: sus nietos se meten en todos lados. Si se produjera un accidente, ¿cómo encontrarían a alguien si no hay fondo?». Desde entonces, Luis comenzó a notar el peso de las preocupaciones sobre sus hombros; cada día parecía más consumido, apenas podía ponerse derecho, su espalda se doblaba bajo la carga de la familia, el perro, la casa, las cosechas, las deudas, la sequía... Hasta que un día nadie lo volvió a ver. Había tocado fondo.
Trabajar en el restaurante Don Julián es un calvario. Todo el tiempo de pie, recibiendo empujones de los clientes más maleducados. También los hay que nos tratan con delicadeza, pero son la minoría. Hay momentos que son más llevaderos, sin embargo, otros son una verdadera tortura; especialmente cuando desfilan ante nosotras los platos de guisado de patatas o las sabrosas lentejas con chorizo del menú de mediodía. ¡Qué buena pinta, cómo me gustaría meter a mí también la cuchara! Pero no puede ser, ética profesional lo llaman. Menos mal que ya nos quedan pocas semanas en el local. Lo sabemos porque don Julián ha llamado hoy a un carpintero.
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–Las puertas del restaurante ya están feas y anticuadas, ¿puedes venir a tomar medidas para sustituirlas por unas más modernas?
Encima que nos llama viejas, nos manda a la puta calle, y ya veremos con qué finiquito nos despacha.
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