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Domingo, 15 de agosto 2021, 00:32
SUR renueva su apuesta por el microrrelato, y le reserva un espacio este verano tanto en las páginas del periódico cada fin de semana como en la web, el sábado como el domingo. El certamen recibe el nombre de I Premio Pablo Aranda en ... memoria del genial escritor malagueño y columnista de este periódico, fallecido el año pasado. El ganador recibirá un premio de 1.500 euros y además habrá dos menciones especiales dotadas con 500 euros cada una. Los originales se pueden mandar microrrelatos@diariosur.es.
Antonio Monfort Gasulla
Veo una botella clavada en la arena. Limpia. Vacía. Presente y ausente a la vez. El mar intenta arrastrarla igual que mis recuerdos. Pero la botella aguanta, y mi memoria también. Cierro los ojos y la veo a ella. Las gotas de agua mezclándose con la arena sobre sus pies y el tintineo de su risa, en un idioma con gramática de olas de mar y vocabulario de miles de besos bajo las estrellas. Los abro de nuevo y veo a mi lado una anciana juguetona que garabatea con sus dedos algo sobre la arena. Su piel está tostada no solo por los años, sino por los mil soles de los mil lugares que ha recorrido. Me mira y mi ánimo aún se ilumina. Soy el hombre afortunado que vivió una vida con ella.
Paloma Casado Marco
Si Remedios supiera que esta tarde va a morir quizás rogaría a Dios por su alma o acabaría el anisete que guarda para las ocasiones y, con total seguridad, abriría la jaula a sus periquitos. Pero ajena a toda sospecha, se sienta en el mirador por si ve venir al joven. Lo conoció esta mañana cuando buzoneaba propaganda en el portal y se ofreció a llevarle las bolsas de la compra. ¡Con lo difícil que es encontrar a alguien que escuche a una vieja! Sin embargo, a él parecía interesarle todo lo que le contaba mientras subían las escaleras. Fue tan amable que prometió volver para arreglarle el grifo del lavabo. Ahora lo ve cruzar la calle cargado con un bolsón donde –piensa– guardará sus herramientas y se levanta para poner la cafetera en el fuego. Antes de que suba el café suena el timbre de la puerta.
Juan Manuel Pérez Torres
Desde mi ventana vi cómo el juez de guardia levantaba, en el salón de su casa, el cadáver de su único hijo, que tanto amaba. Quizá un infarto o puede que una injusta enfermedad, quién sabe. Lo cierto es que, tras aquella circunstancia tan traumática, su innata e indulgente resiliencia fue para ella como un faro en medio de la tormenta y se gobernaba ajena a las mareas octogenarias. Yo la observaba vivir como indolente cuando el azar le puso delante un polluelo caído del nido, que recogió y que fue su refugio las siguientes semanas. Hoy, cuando ya revolotean vistosos el amarillo y el rojo en el cuerpecito del jilguero, sale por primera vez al balcón, rejuvenecida, buscando aire fresco o esperanzas nuevas y, mirando sin mirar hacia su cielo, levanta los flácidos brazos y abriendo sus arrugadas manos deja que el pajarillo vuele al geranio en mi ventana.
Inocencio Javier Hernández Pérez
Invierno, año 1500. Una mujer es violada en una aldea islandesa por trece hombres. Se turnan, los que no alcanzan a mojar se masturban, a ambos lados de la mujer, como clanes enfrentados por las tripas de un ciervo. La mujer se arrastra hacia al río. Repta, como los primeros animales que salieron del agua. Se lava. El alma se escurre entre los dedos. Ha perdido un ojo y tiene un par de costillas rotas. El corte en el abdomen tiene mala pinta.
La mujer sin nombre tuvo hijos y sus hijos tuvieron más hijos.
Invierno, año 2021. La señora Elvira sale de la ducha. Pareciera que no ha pasado el tiempo, pero ha vuelto a suceder. Su marido llegó pedo del partido.
Elvira llamará a su hermana, como siempre.
El invierno lo inventaron los hombres, susurra su hermana.
Una mujer es violada en el mundo cada quince segundos.
Begoña Sáez Sáez
Los hombres de mi familia eran buenos y las mujeres mandaban, porque tenían una inteligencia natural superior; ellas, decidían cuándo ir al médico y con solo mirarme, mi madre sabía que yo tenía fiebre y entonces comenzaban a dolerme las anginas; ellas, no eran enfermeras, pero curaban esas heridas feas en las rodillas; ellas, se acostaban las últimas; ellas, no usaban colonia, nadie se la regalaba y por supuesto que no cabía en su imaginación concederse ese capricho. ¡Bendito olor a lejía cuando tu madre te lavaba la cara diciéndote que cerraras fuerte los ojos para que no te picaran! Ellos, nunca rezaban, porque para eso ya estaban sus mujeres, pero sí se emocionaban y, entonces, ellas disimulaban mirando para otra parte. Ellos, no las mimaban, porque nadie les enseñó. Y ni ellos ni ellas lloraban, porque perdían fuerza para atajar sus problemas, agarrándose al coraje de vivir.
Elena Bethancourt Rodríguez
Cada vez que La Muerte venía a llevarse a mi hermana, mi madre la sobornaba con algo que la Parca no tuviese: una caricia, un poema de amor, una canción con su prodigiosa voz. Divertida, aceptaba nuestras ofrendas y nos dejaba en paz hasta la próxima vez.
Con el tiempo se volvió más exigente. Yo misma tuve que darle mi salud de hierro, mi padre la vista y mi abuela la memoria. Cuando se obsesionó con la voz de mamá, intentamos negociar. Se la daríamos, pero solo a cambio de que no volviese a por mi hermana nunca más. Aceptó. Cogió la voz, se la puso y se fue cantando de nuestras vidas.
Jugamos a ser felices durante años hasta que una noche alguien con la misma voz que mi madre me requirió.
Antonio Domínguez Lache
Su rutina durante los últimos años era la misma. Al despertar dos tostadas, un café y un pastel de autoconfianza. Peinaba su cabello descuidado, rociaba su barba con una colonia barata y disfrutaba frente al espejo al contar sus cicatrices.
El aislamiento lo hacía sentir irritable, descontrolado. Siempre le inquietaba su futuro. Concretamente sentía que no servía para nada y que no tenía suerte en la vida. La sociedad desarrolló en él una capacidad para sentirse amenazado y preocuparse en exceso. La inseguridad del mañana había llenado su cabeza de fobias y temores. La vida, cada día más dura, lo obligaba a tomar decisiones impostergables.
Sentía que la sociedad no lo comprendía. No tenía amigos cercanos y no se comunicaba con su familia. Su vida era acompañada por la necesidad de aislarse. Temía constantemente perder el control sobre sí mismo. Consideraba su soledad un don.
Carmen González- Román
Tocaba repasar los álbumes de fotos. Ya había ordenado las carpetas, liberado espacio del escritorio y redistribuido los libros que llevaban meses sin encontrar ubicación. El orden, dicen, contribuye al bienestar mental.
Luchando contra la amarillenta huella del tiempo, los personajes del álbum familiar surgían fantasmagóricos de los cada vez más irreconocibles escenarios cotidianos, o posaban hieráticos ante los ingenuos decorados de un estudio. Aquellas fotos de superficie brillante y perfil dentado poseían un olor inconfundible, cada vez más rancio y penetrante, pero tremendamente evocador. El efluvio de lo que otrora fuese el líquido para el revelado se le antojaba el agua de colonia que solían usar antaño los domingos tras el baño. Fantaseaba con la posibilidad de reconocer a cada pariente aproximando su nariz a aquellas viejas fotografías, y se sentía reconfortada con un aroma cada vez más disipado, pero suficiente, para avivar el recuerdo.
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