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La cabeza de Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974) funciona, como poco, a un par de velocidades por encima de la media. Conversador generoso, pensador expansivo y analista quirúrgico de la realidad, el profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga (UMA) nada contra la ... corriente del pesimismo en 'Desde las ruinas del futuro. Teoría política de la pandemia' (Taurus), el ensayo donde reivindica la vigencia de la modernidad, de la democracia liberal y del sistema capitalista frente a quienes manejan la crisis actual como un «pasatiempo para moralistas e iluminados».
-En su nuevo libro sostiene que la pandemia es la consecuencia de un «déficit de modernidad», si el virus se ha propagado de la mano de las herramientas de la globalización. ¿Nos hemos topado de pronto con que globalidad y modernidad no son precisamente lo mismo?
-No, claro. La globalidad o la globalización es un rasgo fundamental de la modernidad, pero también es cierto que comienza antes que ella. La posibilidad de que el mundo se globalice de facto depende de la tecnología, no sólo de la curiosidad humana o de las ganas de viajar y de conectar. En ese sentido, la modernidad sí coincide con el gran impulso de la globalización en los siglos XVI, XVII y XVIII, de la navegación marítima y después de sucesivas invenciones que incrementan el sentido de globalidad del mundo hasta que llegamos a Internet, que es la apoteosis de lo global. Es un impulso intrínseco al ser humano que se incrementa con la modernidad. ¿Aumenta eso las posibilidades de que suframos pandemias? Parece evidente que facilita la propagación de ellos virus, lo que pasa es que pandemias ha habido siempre, si por siempre entendemos el momento a partir del cual los seres humanos se agrupan en grandes poblaciones, de tal manera que la constitución de las sociedades humanas está ligada a la propagación de los patógenos. Eso es inevitable. Cuando hablo de un déficit de modernidad me refiero al foco asiático de la pandemia, donde hay una convivencia de prácticas culturales tradicionales con formas modernas de transporte y de conexión. Si el virus hubiera tenido su procedencia en la industria animal, en cualquier país desarrollado o incluso en la propia China, podríamos hacer una interpretación diferente de la pandemia, pero en el momento en que estamos hablado de un mercado en el que animales que se sacan de la selva prácticamente a rastras son consumidos poco después en la casa de un señor, eso tiene mucho de atávico. Por eso me resisto a establecer una vinculación directa entre el virus y la modernidad. Me parece que la modernidad explica la propagación, pero no el origen del virus. En ese sentido, creo que no se trata de renunciar a la globalización, sino de que hay instrumentos más adecuados para gobernarla.
-Pero, a pesar de su origen en un mercado de animales salvajes de una región china, esta crisis parece reformar más que perjudicar el papel de China en el tablero geopolítico internacional.
-Sí, desde luego es la impresión que tenemos todos. Pero de alguna manera el ascenso chino es inevitable en el momento en el que una potencia de 1.500 millones de personas decide aplicar con rigor políticas modernizadoras a partir del año 80, más o menos. Es algo que ya hizo Japón en el siglo XIX, con el matiz de que estamos hablando de un régimen de partido único que facilita la adopción de medidas estructurales impopulares y lo que haga falta, cosa de la que se ha beneficiado a la hora de controlar el virus. Allí no se andan con chiquitas. Si una potencia de ese calibre se dedica a modernizarse con rigor y con un gobierno muy poblado, y de eso se habla poco, por expertos, el crecimiento acelerado durante los últimos 40 años es lógico e inevitable. La cuestión es si ese desarrollo se encontrará con la famosa trampa de la clase media, que se da cuanto una sociedad empieza a consumir sus propios productos y cuando empieza a haber reivindicaciones asociadas al pluralismo social, vinculadas a grupos de interés que tienen que ver con protecciones sociales, mejores salarios, cuestiones medioambientales... El típico entramado de sucesos que ha acompañado al desarrollo de la democracia en el resto del mundo. No sabemos si China sufrirá las consecuencias de este parón o si habrá una vía China de desarrollo. Sí que parece que desde el punto de vista reputacional y de eficacia, esta crisis, de momento, beneficia a China. Naturalmente ese juicio sólo puede hacerse de manera realista, dura. Como poder, de esta crisis China sale reforzada. Si hacemos un análisis de los valores que están detrás de esas sociedades, seguramente, todos seguiremos quedándonos con nuestras sociedades europeas, pese a todos sus defectos. En cualquier caso, creo que también deberíamos admitir una cierta impotencia, unos límites a la capacidad humana. Porque aquí se da una paradoja: las pandemias que logramos prevenir con éxito no las celebramos. Ni siquiera las vemos. Si cada siglo tenemos una gran pandemia, esto no deja de ser inevitable, dada la extraordinaria cantidad de virus existentes y de patrones potenciales. Digamos que debemos equilibrar la crítica por la relativa incapacidad y también reconocer la dificultad de un objeto al que nos hemos enfrentado con cierta rapidez.
-Eso enlaza con la llamada que hace en su libro a no caer en «la trampa del pesimismo», en pensar «si algo ha fallado es que ha fallado todo», por usar sus propias palabras.
-Exactamente y esta reflexión la derivo de ciertas consideraciones que pueden hacerse sobre el propio progreso humano. Hay una forma moderna de pesimismo que resulta demasiado exigente cuando se enfrenta a la realidad. Si dos o tres siglos después de la aparición de la filosofía ilustrada y el programa moderno las cosas no son perfectas, entonces ya la Ilustración es un fracaso. Esto me parece injusto, deposita unas expectativas demasiado grandes en cuanto a lo que la razón humana puede edificar. Hay que tener en cuenta que hace unos 60 años se aplicaban 'electroshocks' a las personas con enfermedad mentales, que hace 30 se fumaba en los aviones... Es decir, el progreso es necesariamente lento y lo que hay que hacer es proyectar una mirada matizada, algo muy difícil en el marco de la discusión pública contemporánea, sobre aquello que ha salido mal y aquello que sin embargo ha salido bien en el mundo moderno, porque realmente, me parece que tampoco hay una alternativa viable al camino de la modernidad.
-¿No?
-Creo que no, porque está basada en el decrecimiento y en acabar con el capitalismo y está por ver que eso tuviera apoyo popular. Evidentemente si volviéramos a vivir todos en la aldea habría cosas que no sucederían.
-¿No cree que muchas de las exigencias de esta crisis acaban coincidiendo con la deriva del sistema capitalista, desde el aislamiento de los trabajadores hasta la tentación de olvidar el sentimiento comunitario en la búsqueda de un 'sálvese quién pueda'?
-Que hay desequilibrios en la globalización y en los estados democráticos me parece tan indiscutible como inevitable y lo único que se puede hacer es trabajar para corregirlos. Pero me parece que esa visión tiene un problema o al menos le plantearía un 'pero': la caída del muro de Berlín cambia las reglas del juego global y nos encontramos con que una gran cantidad de países que anteriormente se encontraban sumidos en el subdesarrollo económico por la aplicación en ellos de políticas socialistas de planificación económica que no iban a ninguna parte se incorporan a la competencia global y lo hacen lógicamente al principio con sus armas, que son una mano de obra barata y la capacidad para convertirse en el taller industrial del mundo. Eso ha provocado que cientos de millones de personas hayan salido de la pobreza y que haya emergido una clase media en Asia, parte de África y buena parte de Latinoamérica. A cambio de eso, los europeos y los anglosajones vivimos un poquito peor.
-Quizá no sólo los europeos y los anglosajones. La brecha entre ricos y pobres no deja de crecer en todo el mundo.
-Pero el balance global no creo que sea tan insatisfactorio. Si hubiera una vía no capitalista al desarrollo, ya la habríamos encontrado y el fracaso del comunismo dice mucho de su inexistencia. Esperar que bajo un contexto educativo y social diferente los seres humanos verán reducidas sus necesidades vitales de energía, de comida y de otros aspectos me parece un poco ingenuo a estas alturas, ¿no? Creo que las lecciones del siglo XX deberían ser asimiladas y el fracaso del colectivismo me parece poco discutible. Cómo hemos de corregir los desequilibrios del capitalismo es una cuestión distinta y hay distintos modelos en el debate público, pero, como también estamos viendo en esta crisis, los países que menor daño económico van a sufrir son aquéllos que tienen un mayor margen fiscal para ayudar a los sectores que se encuentran en una situación crítica. Y para tener margen fiscal, además de hacer las cosas bien, hay que tener potencia económica. Entonces, renunciar a ese crecimiento no me parece tan sencillo. Otra cosa es que el crecimiento deba ser sostenible y equitativo. Pero no veo una gran alternativa al capitalismo liberal, ni quiera después de esta pandemia.
-Esa alternativa la han buscado no pocos ciudadanos en los movimientos populistas. En su libro defiende, pese a todo, que el nacionalpopulismo «no se ha salido de momento con la suya».
-No me parece. Es verdad que en Reino Unido se han quedado con el Brexit de regalo, que quizá ha sido el éxito nacionalpopulista más duradero e importante. También es cierto que han aumentado su apoyo electoral en muchos países, pero no me parece que el nacionalpopulismo se haya convertido en la norma mundial, incluso en Estados Unidos se ha producido la derrota de Trump, aunque una de las primeras medidas de Biden ha sido la campaña para comprar productos norteamericanos, por lo que parte de esta agenda nacionalpopulista está asimilada por el conjunto del cuerpo político. Es verdad que la intoxicación populista de las democracias liberales es un peligro que tenemos que afrontar y que no se da sólo a cargo de partidos nominalmente populistas, sino que partidos que no se consideran populistas pueden adoptar esas tácticas, pero es algo también difícilmente evitable a partir de la crisis de 2008, que produjo un impacto anímico y sociológico casi mayor que el económico que trajo consigo. Esa es una tarea que sigue pendiente y que no termina con que Donald Trump haya salido de la Casa Blanca. Habrá que ver, por ejemplo, en qué medida la conversión digital del espacio público no es un factor que incrementa la posibilidad de que las democracias liberales se vean socavadas por prácticas populistas o nacionalistas. Quizá en ese sentido también nos habíamos mal acostumbrado a un viaje histórico relativamente suave desde la segunda guerra mundial, al menos en lo que a Europa se refiere y, claro, ahí también creo que debemos ser justos con nuestro tiempo: la comparación de un siglo XXI catastrófico exige establecer un término de comparación equiparable y el siglo XX no me parece mejor que el XXI, la verdad. Me quedo con el XXI, a pesar de lo accidentado que está siendo. Ahí creo que somos víctimas de una percepción distorsionada, por presentista, que sería bueno corregir, aunque claro que es complicado.
-Al hilo de esa visión presentista, su libro ofrece una suerte de enmienda a la totalidad de los discursos apocalípticos que ha traído la pandemia.
-Esos discursos cobraron fuerza durante la primera fase de la pandemia, cuando el mundo globalizado decidió, literalmente, detenerse para tratar de frenar la propagación del virus, cosa que también hay que destacar, porque en las pandemias del pasado, con algunas excepciones, los gobiernos asumían que los virus tenían que hacer su trabajo y que poco se podía hacer al respecto. Las estrategias de inmunidad de grupo 'a la sueca', por decirlo de algún modo, eran las acciones más comunes. En aquellos momentos los discursos apocalípticos florecieron en la esfera pública, haciendo una interpretación creo que precipitada y se sugería además que el hecho de que el mundo se parara era una prueba de que había otra manera de hacer las cosas. Esto último me parece un poco trivial: que el mundo se detenga provisionalmente no significa que un mundo detenido sea una alternativa a un mundo acelerado en el largo plazo. De hecho, el decurso posterior de la pandemia así lo ha demostrado con este modelo como una especie de acordeón, que se abre y se cierra. Es hacer trampas sugerir que la pandemia demuestra que hay que vivir de otra manera. En algunas cosas, quizá, pero la pandemia no demuestra que haya que acabar por completo con el sistema vigente, entre otras cosas porque las vacunas son un éxito de esta sociedad occidental.
-En esa búsqueda de significados a esta crisis cita en su libro las aportaciones de autores como Antonio Diéguez o Dan Garner. El primero recuerda que estábamos tan pendientes de los algoritmos que nos olvidamos de la biología, mientras que el segundo plantea la paradoja de que nunca fuimos más longevos y nunca estuvimos tan asustados en esta parte del globo. ¿Cree que la pandemia ha fortalecido la percepción del otro como una amenaza potencial?
-Hay varias cuestiones. Se habla mucho de la sociedad del riesgo, a partir de la teoría de Ulrich Beck que además tuvo la 'suerte' de publicar su libro justo antes del accidente nuclear de Chernobyl y parecía que tenía razón en todo y aunque él pone el foco en los riesgos tecno-científicos. Por una parte, un virus no parece ser necesariamente eso, y por otra, esta idea del riesgo nos ha hecho perder de vista el que nuestra sociedad quizá no se caracteriza tanto por la producción descontrolada de riesgos como por la capacidad de controlar razonablemente bien los riesgos que ella misma produce. Por eso creo que es un hecho, constatable con los datos en la mano, que la Humanidad está en un momento bastante aceptable, desde el punto de vista de la situación global, con todos sus desequilibrios e injusticias que podamos incluir.
-Y a modo de cierre, en su libro avanza: «En lugar de realizar anuncios sobre lo que sucederá, he preferido debatir sobre lo que sería deseable que sucediese». ¿Qué sería deseable?
-Creo que esto es una clara llama a la profesionalización mundial en la prevención de las epidemias. Las lecciones que nos deja esta pandemia son básicamente dos: nuestra incapacidad para controlar todos los acontecimientos y la necesidad de reorganizar de manera sostenible nuestras relaciones con el mundo no humano y dentro de esas relaciones están también los patógenos. Por eso creo que sería interesante aprovechar la oportunidad que proporciona el trauma, la cercanía del episodio, porque después pasa el tiempo, nos vamos olvidando, nos dedicamos a celebrar la vida, las prioridades cambian, puede olvidarse todo esto y sería una pena no aprovechar esta oportunidad.
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