«¡Y esos niños en hilera llevando… mi padre se detuvo y yo seguí: … el sol de la tarde en sus velitas de cera!». Esa fue la primera moneda que gané por recordar un verso; una moneda de 25 céntimos (de peseta, que el euro ... tardaría muchísimos años en llegar). Las monedas tenían un agujerito central y las ensartaba para hacer una pulsera con los versos que supe memorizar. El libro 'Poesía para niños', del que los aprendía, me lo regalaron por mi comunión, que entonces se hacía a los siete años.
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Es difícil definir qué es poesía. Todas las definiciones son pobres e incompletas ¿Una búsqueda de la belleza a través de la palabra? ¿Una expresión de la vida, un ponerse en claro, un aclarase la vida? Un gran poeta hace pensar en lo que ya sabías y no sabías decir, te hace caer en la cuenta. Por eso, de alguna manera, los minoritarios lectores de poesía se convierten en poetas.
El título del primer libro de mi padre, 'Manera de silencio', es una definición. La poesía está, dice, escondida en el pecho, nos suena por dentro, hay que buscarla sin luz entre las cosas, es una manera de silencio. Nada se puede hacer para que venga. Esa es la clave: la poesía te convoca, viene cuando quiere. No se puede uno sentar a escribir un poema de cinco a ocho, ¡ojalá! La poesía como género supremo, como don en cierta forma que se tiene o no se tiene. El poema es donde la palabra alcanza su máxima combustión.
Le gustaba repetir que se empieza a ser escritor cuando se aprende que no existen sinónimos: cada palabra es irremplazable, única. Escalofrío ante las palabras que descifran la vida, que es indescifrable. La poesía como estado de excepción, cuestión personal pero transferible.
Como hija de un poeta, supe pronto que para ser poeta había que ser, además, otra cosa. Los poetas tenían oficios muy variados. Siempre digo que ahora intervendrían los Servicios Sociales si dos niñas de siete años permanecieran despiertas hasta las dos o las tres de la madrugada oyendo recitar a los amigos de su padre. Pues sí, esas fuimos Susana Aldecoa y yo. ¡Grandes Ignacio Aldecoa y Josefina, que vertebraron mi infancia! Escritores a los que antes de verlos en los libros de texto ya los había visto en mi casa.
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Tío Eladio, mi tío electo Eladio Cabañero, era albañil, o lo había sido hasta que un maestro de Tomelloso, al que había hecho una tapia, le enseñó a leer. Y se leyó la biblioteca entera del maestro, y se fue a trabajar a Madrid en la Biblioteca Nacional, y le dieron el Premio Nacional de Literatura. Quizá nunca fue analfabeto alguien capaz de escribir un poema al vino desahuciado (un vino que se usa para curar los barriles y no se bebe) un poema que empezaba: «Le han quitado el derecho que tenía / este vino a cruzar por nuestra pena; / sin color, turbio y sordo, ya resuena / en el crisol de la destilería». Está claro que Eladio ya era poeta cuando a los nueve años ensarmentaba las viñas de su abuelo, viendo los trenes pasar, desde el sol y la anchura de la Mancha.
En algunas antologías, en estudios sobre mi padre, he leído que fue un bohemio. Desde luego, lo que yo entiendo por tal, no lo fue. No tuvo la mayoría de esa generación costumbres burguesas, eso sí. Trasnochar, «amar la noche y su peligro hermoso», beber, fumar… Pero no tener deudas, hacer con seriedad su trabajo, también. Bohemio era Guillermo Osorio. Era una especie de irlandés menudo, pacífico y colorado. Muy colorado. No sabía yo entonces que era alcohólico ni que escribió poemas y relatos bajo los efectos del delirium tremens. Un ser mágico como el título de su libro 'El bazar de la niebla'. Guillermo le hizo una tarde a mi madre una de las preguntas más raras que te pueden hacer en la vida: :Paula, ¿tú sabes conducir tanques?».
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Y es que Guillermo Osorio combatió, movilizado por su ejército republicano, conduciendo un tanque. Aquello le dejó unas secuelas terribles de claustrofobia y el impulso de andar y andar sin rumbo. Alguna vez apareció en Segovia, otras durmiendo como un mendigo en la Casa de Campo de Madrid, tapado con periódicos y cartones. Le salvó su mujer, nuestra loca Adelaida que había sido falangista y también era poeta. Porque eso era también algo que aprendimos de forma natural: se podían sentar a la misma mesa, incluso ser pareja, republicanos, nacionales, falangistas… Guillermo pertenecía al grupo del Café Varela que tanto se cita y del que casi nadie sabe nada.
Otro poeta, Federico Muelas, conquense como Osorio, era además poeta boticario (no quería llamarse farmacéutico, reclamaba boticario). Era altísimo, o eso me parecía a mí con ocho o nueve años. Recuerdo vivamente nuestras sombras proyectadas en la Ciudad Encantada. Federico hablaba muchísimo y el resto del grupo de adultos ya había desconectado hacía mucho rato de su explicación, profusa y entusiasmada, de aquellas piedras. Me fascinaba verle pintar belenes sin levantar el bolígrafo del papel. No conservo ninguno, solo en mi memoria. Le hacía recitarme muchas veces un villancico suyo, 'Villancico que llaman de los boticarios': «Dime ¿qué le llevarás? / Pastillas de la tos… / ¡Poca cosa para un Dios!». Muelas formaba parte del grupo 'Alforjas para la poesía', con el que viajamos a veces mi madre y yo si el recital era cerca de Madrid.
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Alforjas estaba capitaneado, nunca mejor dicho, por Conrado Blanco. Era Conrado un empresario, dueño del teatro Lara, entusiasta en general y en particular de la gastronomía y la poesía. Tan monárquico, de Don Juan, que cuando le llamaba por teléfono a Estoril se ponía de pie y daba un taconazo. Era, según mi padre, la persona más generosa que conoció en su vida. Alforjas llevaba a los poetas a dar recitales a Soria, a Burgos y más allá de Castilla. Alguna vez fuimos en su coche; llevaba en el maletero un jamón perfectamente instalado en su jamonero. En las paradas (pactadas previamente porque no existían los móviles) recuerdo al grupo de poetas comiendo jamón en las cunetas.
A este grupo también pertenecía Gerardo Diego, Don Gerardo. Tímido hasta unos extremos que le resultaría, pienso, difícil dar clase a adolescentes. Parpadeaba constantemente y daba las gracias con su voz atildada por absolutamente todo. Cuando lo conocí –no tendría setenta años–, me pareció muy viejecito. Años después me impresionó ver su foto en el libro de texto de Literatura.
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La 'brillante' carrera militar de mi padre hizo que tuviera dos etapas en el servicio militar: una en las Milicias Universitarias, de alférez, y otra en la que le vinieron a arrestar para que terminara, degradado a soldado raso. Ahí fue fundamental el poeta Luis López Anglada, que era coronel y le salvó del calabozo innumerables veces. Anglada le buscó un enchufe que consistía en explicar a los soldados el Museo del Prado. Así descubrió su incapacidad para la enseñanza, con los soldados empujándose, riéndose, tocando los culos femeninos de los cuadros de Rubens… una España llena de analfabetos, chicos obligados a salir de sus pueblos para cumplir el servicio militar en el Madrid de los 50. Fue su única experiencia pedagógica: nunca quiso impartir ningún curso, aunque se lo propusieron muchas veces.
Una de las personas a las que más quiso mi padre fue Manolito El Pollero (Manuel Fernández Sánz), poeta de un solo libro, dueño de una pollería. Personaje original, divertido, ingenioso y tierno. Me recuerdo en su casa, en la cocina subida en una banqueta para llegar al poyete, limpiando níscalos. Cocinaba muy bien. Pasamos en su casa muchas Nocheviejas. Solía decir a sus amigos escritores: «Señores, aquí el único que vive de la pluma soy yo: Manolito El Pollero». Mi padre llevó su féretro en su entierro en Asturias.
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Además de leer a los amigos, mi padre y yo hemos compartido, disentido y discutido sobre muchos escritores. Yo hice a mi padre lector de Baroja, y él a mí de Borges. Lo agradecimos los dos. La única pregunta periodística que le hice una vez fue: ¿Qué poema te hubiera gustado escribir? «Cualquier soneto de Quevedo y 'Límites', de Borges», contestó.
Creo que el tema del tiempo es el que ha llenado la obra de mi padre, el tiempo disfrazado de «muerte» o de «mar». El mar como algo eterno. Algunos estudiosos de la obra de Alcántara han creído que es la obra de un místico, de una persona de gran religiosidad. Yo no lo creo, pero las interpretaciones son libres. Mi padre se reía mucho: «Si llego a saber que esto era una metalepsis y aquello una anáfora, seguro que no me sale».
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«Málaga naufragaba y emergía» ha tenido muchas interpretaciones, pero la real es la visión del mar entre las bocacalles cuando de niño iba a los Baños del Carmen en tranvía: por una calle se veía, por otra no. Más tarde, cuando venía a Málaga desde Madrid conduciendo por la antigua Carretera de los Montes recordó la imagen de la niñez y el tranvía. De ahí el «naufragaba y emergía». Se recalca muchas veces la escasa producción poética de mi padre, cosa que a él no le preocupaba nada. Decía que la poesía no se mide al peso, que si no, San Juan de la Cruz sería 200 gramos.
El poeta Alcántara de los años sesenta tuvo que convertirse en el articulista Alcántara para ganarse «el pan y el aperitivo».
Yo creo que nunca abandonó la poesía y que salpicó de versos sus artículos. Cuando en prosa se dice que «el mar flota en el mar y pasa por la orilla como pasan los días por los muertos», ¿no está haciendo poesía? No lo sé, no soy crítica literaria. He hecho este prólogo por lo que tiene de osadía, sí, pero también de homenaje, y porque «no sabiendo los oficios los haremos con respeto». Y sobre todo, por tener la ocasión de dar las gracias a Vocento. Gracias por su lealtad, por no abandonar a mi padre, ni material ni emocionalmente, en sus últimos meses de vida. Por no sustituirle rápidamente, por hacerle creer que solo estaba de baja médica y que iba a volver a escribir. Por hacerlo hasta que llegó el día menos pensado, ese en el que pensaba siempre: Gracias.
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