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La ciudad avanza tan rápido que, si pestañeas, te la pierdes. Apenas Francia había renunciado a organizar la versión infantil del concurso de Eurovisión cuando, a las pocas horas y animado por una petición ciudadana, ya estaba el alcalde proponiendo a Málaga como la candidata ... ideal para albergar el concurso. «Málaga es una ciudad que enamora», ha dicho Francisco de la Torre, y no le falta razón; también es un territorio muy dado a la promiscuidad, al don de gentes, a sostener una personalidad inexacta y poliédrica que le permite absorberlo todo como una esponja, con anchas tragaderas, amiga también de la infancia. Hace tiempo, un infeliz periodista preguntó a Paris Hilton cómo era la vida siendo rica: «Es como si todos los días fueran tu cumpleaños», dijo, quedándose tan ancha. Pues vivir en Málaga es parecido. Siempre tenemos algo que celebrar, no importa si es propio o ajeno, la ciudad presenta tanta capacidad de importación y exhibición que se ha convertido ella misma en un evento.
Se abre por lo tanto la posibilidad de que el festival Eurovisión Junior se celebre en casa, aunque también han sido rápidas en postularse otras ciudades, como Barcelona o Valencia, imitadoras nuestras, al fin y al cabo. No por casualidad este año se cumplen dos décadas de la primera y última vez que España ganó este concurso con el inolvidable hit de María Isabel, 'Antes muerta que sencilla', que es un estribillo que de una manera perfecta podría unirse al lema y a los títulos de la ciudad. Quedaría así: «La primera en el peligro de la Libertad, la muy Noble, muy Leal, muy Hospitalaria, muy Benéfica, muy Ilustre y siempre Denodada Ciudad de Málaga, antes Muerta que Sencilla». Hay que poner por delante una verdad como una catedral de grande, y es que en esta ciudad puede pasar de todo.
No se sabe si Eurovisión Junior es exactamente lo que necesitamos en este momento, si va a ser un evento 'de calado' y si va a atraer alguna otra inversión millonaria. Pero tampoco nos engañemos: el festival Eurovisión Junior ofrece la misma aportación a la música que la que tendría un collar de macarrones al mundo de la alta joyería. Puede hacernos gracia, pero artísticamente es un mojón. Luego está el nunca desdeñable factor ético. Es un concurso internacional en el que compiten niños de 9 a 14 años. Las letras podrán ser muy bonitas, pero cantadas por individuos que ni siquiera han llegado a la edad penal resultan truculentas.
Muchos países abandonan alegando que es demasiada presión para los concursantes, que de mayores tendrán que sortear el estigma del juguete roto, el peligro de envejecer deambulando por clínicas de desintoxicación y acabar detenido por pertenencia a una banda criminal. Para los niños participantes, Eurovisión Junior puede convertirse en el principio de una espiral de autodestrucción. Me quedo sin dudarlo con el Eurovisión para adultos, el de toda la vida, más inocente en el fondo aunque menos en la forma, y con la diversión que provoca ver cómo se vuelcan con el concurso tantos hombres homosexuales y tantas amigas de hombres homosexuales. Con esa manera de reivindicar con la música el valor de la diferencia, que es una cosa que, entre niños, que son al mismo tiempo frágiles y crueles, puede devenir en tragedia.
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