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En televisión aparecen dos libreros. Uno joven y otro mayor. A ambos les preguntan si van a vender el libro 'El odio' de Luisgé Martín. ... El joven dice que no. El mayor, que sí. Estamos atravesando un período en el que los mayores creen más en la libertad que los jóvenes. Y eso me parece, sencillamente, peligroso.
La escena resume bien el clima enrarecido que nos rodea: una distopía tibia, casi doméstica y frugal. 'El odio' trata de diseccionar al asesino José Bretón, un despojo humano condenado en 2011 por drogar y quemar a sus dos hijos pequeños. La madre, Ruth Ortiz, pidió que no se publicara. La Fiscalía de Menores intervino, pero el juez no aplicó medidas cautelares. Ha sido la editorial, Anagrama, la que ha decidido aplazar indefinidamente su distribución. El libro ya no se puede vender. Ni leer. O sí, pero con miedo.
Yo ya he leído el libro y lo he llevado en un avión tapado con otra sobrecubierta, como si enseñarlo fuese una provocación, como si estuviéramos en los años 60, como si la lectura, por sí sola, necesitara anonimato, porque hay mucho loco suelto. Puede que el autor o la editorial se equivocaran al no avisar a la víctima (algo que se reconoce en el propio libro), pero reducir el debate a eso es no querer ver. Lo que está en juego es el derecho a narrar: la colisión entre el dolor y el terreno movedizo de la creación. De momento, ha ganado el silencio. Y es muy posible que el propio asesino esté en su celda disfrutando de esa celebridad tan especial que promueve la censura.
Por eso, ante la evidencia de que muchos de quienes se han lanzado contra el libro ni siquiera lo han leído, conviene decirlo claro: 'El odio' no defiende al asesino, ni lo blanquea. Está escrito en primera persona por el autor, que ensaya una exploración del mal desde su núcleo más radical: el que odia. Hay pasajes incómodos, fragmentos que provocan un desequilibrio moral, como si el relato se inclinara hacia el abismo, porque cada uno de nosotros también se inclina a veces a él. La gente que asesina no es tan diferente a nosotros como nos creemos.
A las librerías que han sido las primeras en anunciar que no venderán el libro, apuntándose el tanto, quizá convenga que revisen su stock porque la historia de la literatura está plagada de crímenes, exterminios y vejaciones. La literatura se alimenta de lo peor de la condición humana. Y tengo la impresión de que quienes promueven un boicot no ya al libro, sino a todo el catálogo de Anagrama, no son lectores de esa editorial. Ni siquiera lectores, a secas.
Mientras tanto, las cadenas privadas de televisión, oliendo sangre fresca, se entregan a la crónica negra. Se reconstruyen escenas, se dramatizan voces, se explota el dolor. Ahí sí hay morbo, pero no hay fiscalía. No hay cautela. No hay miedo. Es más fácil censurar un libro que un programa de televisión. La palabra escrita permanece y los libros no tienen tanta audiencia como un reportaje de sucesos. Por eso se castiga más.
En el centro de esta censura está el autor: silenciado, señalado, bajo sospecha. ¿Cómo lo vive quien escribe un libro así y ve cómo se convierte en un apestado? Tal vez deberíamos preguntárnoslo. La literatura no tiene que ser cómoda. La literatura no es Disneylandia (esto se lo leí al periodista David Jiménez), y jamás debe confundirse con el entretenimiento. Tampoco existen las respuestas absolutas. Pero sí una sospecha: cuando se castiga a un libro por atreverse a mirar el horror, los lobos no desaparecen. Solo se esconden mejor entre nosotros.
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