Nunca le cautivó la solemnidad, la pompa en la que quedaron atrapados muchos de sus colegas. A Claudio Rodríguez le seducía más una conversación de ... bar, una partida de mus en la taberna, que el onanismo de los círculos literarios. La poesía no era para él una medalla ni una excusa para la impostura, sino un modo de expresión natural, caprichoso: por eso apenas publicó cinco libros en toda su vida. Los versos surgían, aunque luego hubiera que modelarlos con paciencia de artesano. Escribir consistía en encontrar sin buscar. No hay disfraces en su obra, como tampoco había máscaras en su forma de estar en el mundo, austera por necesidad primero y por convicción después, cuando ya era un autor premiado. Tampoco el reconocimiento de su trabajo, ni siquiera para alguien que había empezado desde abajo, desde el fondo del pozo de la pobreza hasta asomar la cabeza muchos años después, hizo temblar sus cimientos: «Los cuarteles, los foros y los claustros, / diplomas y patentes, halos, galas, / las más burdas mentiras».
Nacido en Zamora en 1934 como el primero de cuatro hermanos, pronto convivió con los trabajadores del campo, de quienes aprendió palabras y un estoicismo que lo acompañaría siempre. La muerte de su padre, cuando Claudio sólo tenía trece años, abrió una herida permanente, el sentimiento de orfandad, pero también supuso un desgarro económico por el que adquirió responsabilidades que por edad no le correspondían. La familia se quedó arruinada y el poeta, que por entonces ya había leído a clásicos españoles y franceses como Rimbaud por influencia de su padre, lector humilde, tuvo que dedicarse al trato con jornaleros y la administración de fincas. Los libros y poco más tarde la escritura le sirvieron como refugio de aquella realidad áspera. Se hizo ayudante de un profesor de latín y francés, estudió métrica y coqueteó con el misticismo por su vertiente contemplativa. Porque a Claudio Rodríguez le gustaba andar y pensar tanto como beber («Bendito sea lo que fue maldito. / Sigo brindando hasta que se abra el día / por esta noche que es la verdadera»). En aquellos paseos dio forma a los poemas de 'Don de la ebriedad', por el que ganó el premio Adonais con dieciocho años.
Ese primer libro despertó la admiración de Vicente Aleixandre, con quien mantuvo una relación casi filial y a quien dedicó 'Conjuros', su siguiente poemario. Su afiliación al Partido Comunista duró veinte minutos por una discusión con el hermano de Jorge Semprún, pero Rodríguez, rebelado contra el franquismo, siempre mantuvo ideas progresistas. Su activismo le valió una paliza, una detención y vigilancia continuada, de modo que hizo el servicio militar sin protestar, licenciado ya en Filología Románica con una tesis sobre el elemento mágico en las canciones infantiles de corro castellanas, elección que constata su interés por lo mundano, lejos del afán grandilocuente de otros intelectuales. Con veinticinco años ya era un hombre casado (con Clara Miranda, que siempre rechazó el trato de viuda: «No soy la viuda de Claudio, soy su mujer») y una incipiente carrera literaria. Pero el ambiente asfixiante de España propició que trabajara como lector de español en Nottingham y Cambridge durante casi una década. Allí descubrió a los románticos ingleses y escribió 'Alianza y condena'.
'Herida en cuatro tiempos'
Incluso rodeado de otros escritores como Aleixandre o Francisco Brines, a quienes consideraba verdaderos amigos, el poeta deseaba seguir rodeado de gente sencilla, de sus viejos compañeros de colegio y de su maestro. En 1976, cuando las cosas por fin comenzaban a ir bien, un suceso conmocionó a la familia: Mari Carmen, la hermana más querida de Claudio, fue asesinada en un crimen machista, por entonces considerado «pasional». Aquello cambió la escritura de 'El vuelo de la celebración', el libro en el que estaba trabajando, abierto por un poema extraordinario, 'Herida en cuatro tiempos', surgido de la tragedia. De la incredulidad inicial, la desesperanza que le provoca saberse parte de una sociedad también compuesta por personas capaces de arrasar otras vidas («No volveré a dormir en este daño, en esta / ruina, / arropado entre escombros, sin embozo, / sin amor ni familia: / entre la escoria viva»), Rodríguez avanza hacia la necesidad de ajustar cuentas: «Y que tu asesinato / espere mi venganza, y que nos salve. / Porque tú eres la almendra / dentro del ataúd. Siempre madura». Su madre, con quien mantuvo una relación complicada y a quien dedicó otro emocionante poema («Yo te doy lo único / que puedo darte ahora: si no amor / sí reconciliación») murió meses después.
El carrusel de premios de las dos siguientes décadas (Nacional de Poesía, Reina Sofía y Príncipe de Asturias, entre muchos otros) y su ingreso en la Real Academia Española para ocupar la vacante dejada por Gerardo Diego tampoco amenazaron su anclaje a la tierra. Porque por encima de pérdidas y aplausos, Claudio Rodríguez, fallecido por un cáncer de colon en 1999, siempre fue consciente de que «la vida no es poesía, pero la poesía es vida, y si no, no es nada».
Ajeno
Largo se le hace el día a quien no ama
y él lo sabe. Y él oye ese tañido
corto y duro del cuerpo, su cascada
canción, siempre sonando a lejanía.
Cierra su puerta y queda bien cerrada;
sale y, por un momento, sus rodillas
se le van hacia el suelo. Pero el alba,
con peligrosa generosidad,
le refresca y le yergue. Está muy clara
su calle, y la pasea con pie oscuro,
y cojea enseguida porque anda
sólo con su fatiga. Y dice aire:
palabras muertas con su boca viva.
Prisionero por no querer, abraza
su propia soledad. Y está seguro,
más seguro que nadie porque nada
poseerá; y él bien sabe que nunca
vivirá aquí, en la tierra. A quien no ama,
¿cómo podemos conocer o cómo
perdonar? Día largo y aún más larga
la noche. Mentirá al sacar la llave.
Entrará. Y nunca habitará su casa.
Cáscaras
El nombre de las cosas que es mentira
y es caridad, el traje
que cubre el cuerpo amado
para que no muramos por la calle
ante él, las cuatro copas
que nos alegran al entrar en esos
edificios donde hay sangre y hay llanto,
hay vino y carcajadas,
el precinto y los cascos,
la cautela del sobre que protege
traición o amor, dinero o trampa,
la inmensa cicatriz que oculta la honda herida,
son nuestro ruin amparo.
Los sindicatos, las cooperativas,
los montepíos, los concursos,
ese prieto vendaje
de la costumbre que nos tapa el ojo
para que no ceguemos,
la vana golosina de un día y otro día
templándonos la boca
para que el diente no busque la pulpa
fatal, son un engaño
venenoso y piadoso. Centinelas
vigilan. Nunca, nunca
darán la contraseña que conduce
a la terrible munición, a la verdad que mata.
Adiós
Cualquier cosa valiera por mi vida
esta tarde. Cualquier cosa pequeña
si alguna hay. Martirio me es el ruido
sereno, sin escrúpulos, sin vuelta
de tu zapato bajo. ¿Qué victorias
busca el que ama? ¿Por qué son tan derechas
estas calles? Ni miro atrás ni puedo
perderte ya de vista. Esta es la tierra
del escarmiento: hasta los amigos
dan mala información. Mi boca besa
lo que muere, y lo acepta. Y la piel misma
del labio es la del viento. Adiós. Es útil
norma este suceso, dicen. Queda
tú con las cosas nuestras, tú, que puedes,
que yo me iré donde la noche quiera.
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