El pasado mes de febrero hubiese cumplido los 86, pero se fue en plena madurez creativa, a los 66, el 21 de mayo de 2000.
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Rafael Pérez Estrada, el mago del lujo verbal, del brillo expresivo y del ingenio, nos dejó en sus libros finales —'Diario de un tiempo difícil', 'El levitador y su vértigo'— muestras explícitas de un mirar hacia adentro que, en realidad, siempre había estado presente, de forma más o menos velada, a lo largo de su trayectoria: «La literatura es enemiga de lo explicativo», «Hondo, al final de la llaga está el poema», «Solo sé que, si abro el poema, deberá sangrar».
La radical singularidad de su obra hace que estemos ante un autor difícilmente encuadrable en los moldes convencionales, hasta el punto de que uno de los recurrentes juicios críticos sobre su escritura es el de la dificultad de deslindar en ella los tradicionales géneros literarios. Se funden, por voluntad estilística del autor, elementos líricos, narrativos y dramáticos que nos sitúan ante una concepción integradora, una escritura que ha sido puesta en relación –por su temática, su estilo, o su enfoque– con Sade, Aubrey Beardsley, Kafka, Valle-Inclán, Gómez de la Serna o Jean Genet. No hay que olvidar una clara conexión con William Blake. Para el poeta visionario inglés «el mundo de la imaginación es infinito y eterno, en tanto que el mundo de la generación es finito y temporal». Este es el territorio en que se mueve el escritor malagueño. El predominio de la imaginación sobre la razón propicia la transgresión de la norma y el triunfo de una estética que no se atiene a reglas marcadas y que, como decía su amigo Pablo García Baena, nos lleva «de sorpresa en sorpresa hasta la flor vivaz de lo inusitado. Porque esta es la virtud o el pecado grato que de Rafael esperan sus devotos lectores: el asombro».
Rafael Pérez Estrada (Málaga, 1934-2000) fue autor de una amplia y sorprendente obra tanto literaria como plástica. Su primer libro, 'Valle de los Galanes', es de 1968, desde entonces, y a lo largo de poco más de treinta años, publicó, entre libros y cuadernos, en torno a setenta títulos –con frecuencia en ediciones de escasa difusión–, de diversos géneros (poesía, narrativa, teatro, aforismos) siempre, como dije, con el expreso propósito de borrar los límites entre ellos: llegar a un tipo de escritura que fundiera en una solución formal poliédrica los distintos registros textuales.
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La suya es una obra en la que todo está presidido por el valor que el propio autor daba a la imaginación como motor creativo. Escribió Manuel Alvar que era «difícil encontrar un poeta con la vehemente imaginación de Rafael Pérez Estrada. Ni con su sensibilidad. Ni con su sentido de la ironía. Ni con la voluntad de aunar mundos opuestos. Asomarse a su literatura es vivir una tensión insólita». Entre los títulos de esa extensa y singular trayectoria están 'La bañera', 'Edipo aceptado, los sueños' (Premio de Teatro Federico García Lorca), 'Fetario de homínidos celestes', 'Luciferi Fanum', 'Conspiraciones y conjuras' y 'Bestiario de Livermoore' (ambos finalistas del Premio Nacional de Poesía), 'Libro de los espejos y las sombras', 'Inventario de gemas crueles', 'Tratado de las nubes', 'La sombra del Obelisco', 'Pequeño teatro', 'El muchacho amarillo', etc.
La característica de afirmación de un punto de vista personalísimo, junto con otras como la forma esencialmente ornamental en que se utiliza el lenguaje, la búsqueda de lo extraordinario, la plasticidad en las imágenes, la concepción dinámica del relato con frecuente aparición de elementos inesperados, los cambios súbitos en la línea del discurso, la ironía y el humor, o la alternancia del claroscuro van levantando una especie de retablo barroco en el que encontramos esta joya: «Todo lo que pertenece a lo imaginal es perfectamente barroco. La imaginación es totalmente barroca».
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Rafael fue una persona en permanente estado de gracia creativa, tanto en lo literario como en lo plástico, y es propio de autores como él ofrecer una obra que constituye un mundo personal y extenso en el que tal vez estén de más los intentos de trazar límites internos aunque, como él mismo señaló, a partir de mediados de la década de los ochenta, con el 'Libro de horas', el barroquismo verbal extraordinario de su etapa primera adquiere un carácter conceptista, de una mayor depuración expresiva, a la vez que su impresionante flujo creativo se va estructurando a través del entrecruzamiento de cuatro núcleos fundamentales en su escritura: lo imaginal, lo onírico, las crónicas de lo fantástico, las brevedades. Núcleos que no son excluyentes porque entre todos van urdiendo ese mundo en que lo racional e irracional, lo imaginario y lo real se aúnan para ofrecernos una especie de cosmogonía sorprendente.
Y acompaña a ese barroquismo, bien de expansión verbal o de concisión conceptista, otro valor también sustantivo: estamos ante un autor claramente impregnado del espíritu de lo dionisiaco. De él dijo el poeta y crítico Guillermo Carnero que era «un lujo que nuestra sociedad no puede permitirse». Puede que no esté mal, en este vigésimo aniversario de su muerte, reclamar el derecho a darnos el lujo de entrar en las páginas de ese mundo y compartir con Rafael el brillo, la fascinación y la hondura de su palabra, la verdad del arte que vive en su literatura.
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