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Dueño de una de las voces poéticas más poderosas de su generación, Alejandro Simón Partal (Estepona, 1983) se estrena ahora en la novela con 'La ... parcela', la historia de amor entre un profesor universitario y un refugiado sirio. El desnivel originado por el origen de sus protagonistas le permite reflexionar sobre el deseo y la intimidad, dos de los temas centrales de su obra, y materializar «una necesidad interior y un clamor exterior».
–En plena era de la inmediatez, 'La parcela' desafía esa prisa que nos zarandea de un lado para otro.
–Me alegra de que te haya producido esa impresión. Es lo que pretendía: contar una historia en la que la velocidad del tiempo no fuera el alimento esencial. La urgencia manda en muchas novelas y series de televisión, como si la trama tuviera que imponerse a todo lo demás. Creo que en 'La parcela' suceden cosas, es una novela clásica en ese sentido, pero he intentado que lo narrado estuviera por encima de esa precipitación.
–¿Por eso has recurrido al tono lírico, poético?
–No era premeditado. Quería que la narración tuviera sentido y altura literaria. He intentado separar la poesía de la narrativa. De hecho, creo que la poesía no es un género literario sino una forma de vida. Pero las imágenes contundentes, las que me interesan, siempre tienen una vocación poética porque la vocación poética es la vocación de la autenticidad. Ahora se prioriza la originalidad, pero prefiero la autenticidad porque mira hacia dentro mientras la originalidad está demasiado pendiente de las afueras, de lo que ocurre más allá de uno. Quizá ese tono poético del que hablas viene de ahí.
–Hay otro elemento común con tu poesía: la atención a los cuidados, aunque sea en gestos simples como servir vino y pan al otro. En un momento, el narrador relata cómo se agacha para atar los cordones del zapato de otro y escribe: «Había llegado a esa dignidad sin proponérmela».
–No soy un gran cinéfilo, pero me parece que a veces el cine llega a sitios donde la literatura no alcanza y siempre me han enamorado esas escenas de pequeños gestos. Son los detalles que hacen que una novela o una película me habite, lo que nos recuerda nuestra humanidad. Somos seres humanos que tienen como condición básica relacionarse con otros seres humanos. Me gusta que hayas resaltado la imagen de los cordones porque para mí es importante. Son los gestos que luego recordamos.
–El otro día vi cómo un abuelo recogía a su hijo del colegio y le acariciaba la nuca. Pensé que nadie nunca le tocará la nuca de la misma manera.
–Este verano, en el hospital, vi cómo una hija le ponía los zapatos a su madre: cómo le ataba los cordones, cómo sus manos intentaban desprender toda la comodidad posible... Son los gestos que hacen que la vida, como decía Brines, sea una bella verdad.
–En la novela hay dos personajes con contextos socieconómicos diferentes, casi opuestos, pero sus emociones los sitúan en el mismo plano.
–Porque el sufrimiento y el amor nos igualan. Hay dos personajes principales: uno vive en la miseria y otro viene de clase acomodada. Quería contar que nos adaptamos a las circunstancias más penosas con independencia de nuestro origen. Me gusta lo que decía Goethe: saberse amado da más fuerza que saberse fuerte.
–Pero, aunque las emociones equiparen a quienes tienen situaciones económicas diferentes, las herramientas para hacer frente a esas emociones, para digerirlas e incluso satisfacerlas, sí dependen de ese estatus.
–Desde luego que la situación económica produce desigualdades, pero me parecía interesante resaltar que la resistencia no es una actitud sino un acto reflejo del cuerpo: nadie decide resistir, sino que el cuerpo encuentra la forma de mantenerse en la vida. No he querido hacer una novela política, económica o social, aunque todo eso esté en la historia; quería demostrar que nuestro destino no está tanto en nuestra mano como en lo que nos rodea. No hago romanticismo de la miseria ni escondo el desnivel de una relación formada por un refugiado y una persona acomodada, pero quiero entender cómo el camino decide y no tanto cómo nosotros decidimos el camino, aunque vivamos en función de nuestras bonanzas.
–¿Por qué nos fascina la novedad? En los escaparates de las librerías los títulos apenas duran ya unos días.
–La industria considera que las novedades mantienen vivas a las personas, aunque creo que sucede al revés: sólo cuando pasa el tiempo nos damos cuenta de qué queda de todo aquello que nos arrastraba en la vorágine. Es importante mantenerse escéptico porque la novedad no genera conocimiento.
–¿Te preocupa que haya toda una generación educándose en una ficción basada en flashes, en destellos hiperluminosos pero fugaces? ¿No corremos el riesgo de desatender los detalles, lo que da verosimilitud a una historia?
–Creo que se está sanando. Tengo esperanza en las generaciones más jóvenes, en que se den cuenta de la estafa que esconde todo eso. Muchos ya saben que sólo genera insatisfacción, pero me preocupa la frustración que veo en muchos alumnos por no conseguir el éxito que se vende en esos flashes, la comparativa con quienes hacen alarde de la abundancia. Por eso en la novela he intentado volver a las parcelas de intimidad donde crecen nuestros secretos, porque los seres humanos también estamos formados de secretos y no tiene por qué producir perversidad, aunque sé que los secretos tienen mala fama ahora que parece que todo tiene que ser compartido, incluso los insultos. Perdemos todos los días oportunidades estupendas de quedarnos callados, de encontrar caminos que no sospechábamos. Es un espacio arrebatado por el consumo al que hemos sido arrastrados, pero sólo conduce al desamparo y la frustración.
–¿Por qué contenemos nuestros instintos, el deseo?
–Porque no siempre nos llevan a la satisfacción. A veces vivimos positivamente en el miedo. No siempre los deseos nos llevan por el buen camino.
–¿No será también por cierta presión social? En un poema, Chantal Maillard escribe: «El orden nos exime de ser libres».
–Deberíamos cuestionar qué parte del instinto responde a nuestro centro, a nuestro corazón, y qué parte está adherida a estímulos corrosivos que llegan desde fuera.
–¿Pero cómo distinguimos qué parte del deseo es instintiva y qué parte es aprendida y por lo tanto puede estar contaminada de prejuicios, estereotipos y toda esa montaña de basura que acumulamos desde pequeños?
–Trabajando la inocencia a diario. Es lo que hemos perdido: creemos que la inocencia fue extirpada y que es irrecuperable. Es una de nuestras grandes derrotas, porque la inocencia debería ser un propósito. Hay que trabajarla. La pasividad infantil es necesaria y me interesa mucho más que la ignorancia de este tiempo escéptico. Cuando huyamos del empoderamiento innecesario quizá nos escuchemos a nosotros mismos. Cuanto más quietos estamos, más nos damos cuenta del ruido que tenemos dentro. En esa búsqueda tal vez encontremos la respuesta.
–Pero es complicado entrenar la inocencia cuando estamos expuestos de forma continua a estímulos creados para corromperla.
–Por eso digo que es un trabajo diario. La bondad a menudo se entiende como falta de carácter, cuando es uno de los principales valores éticos. Hemos aprendido a vivir en la competitividad. Desde el colegio nos enseñan a competir: mi sobrina tiene siete años y ya recibe negativos y positivos. Eso vaticina el desastre social que vendrá, si ya desde niños establecemos positivos y negativos. Secretamente sabemos lo que es nocivo y lo que no.
–¿Sí?, ¿crees que en secreto sabemos que somos ratones corriendo en la rueda de la producción y la competitividad?
–No me cabe duda. Una de las mayores trampas que detecto en la literatura, aunque decirlo me cueste, es la justificación política de todo. Dicen: «Es un acto político». Yo quiero hablar de cosas concretas, de dolor, de alegría, de perversidad... Todos conocemos nuestra parte turbia, la parte chunga como decía Tabletom. Deberíamos ser honestos con lo que hacemos: no podemos escribir una obra de teatro política y alquilar nuestro piso en Airbnb. Es una contradicción. Ocurre también con la poesía: hay personas que viven como enfermos de la trascendencia. Es difícil estar al margen de esa droga que nos dan a diario para tener nuestro espacio de poder.
–¿Hasta qué punto le ha producido pudor desnudarse tanto en la novela?
–Parece algo romántico, pero cuando uno escribe, como decía Juan Ramón Jiménez, desaparece. Corredor Matheos recuerda en su último libro cómo el torero Juan Belmonte firmó una corrida extraordinaria en Sevilla y declaró a una revista de Boston: «Cuando salió el toro me olvidé del público, de los otros toreros, de mí mismo y sólo ejecuté». Me he sentido así, pero estaba tranquilo porque es una ficción, aunque parta de la experiencia propia. Todo lo autobiográfico tiene parte de ficción, porque reinventamos lo que ha ocurrido para seguir viviendo, y toda ficción tiene parte de experiencia propia. No he sentido que contaba mi vida.
–En la novela, como en su poesía, también aparece la enfermedad, en este caso como aprendizaje. A veces vivimos como si la muerte no formara parte de esto, como si tuviéramos la eternidad por delante.
–Es uno de los temas de los que he podido escribir estos años, por suerte o por desgracia. He querido poner límites, explicarme por qué se produce la enfermedad. Tengo presente el ejemplo de Piedad Bonnett, lo bien que trató el suicidio de su hijo. Vivir bajo la sombra de la muerte nos lleva a la libertad, y en ese sentido la enfermedad nos hace llegar a una hondura y una autenticidad que no experimentaríamos de otra forma. Es fácil de decir y muy jodido de padecer: mi padre hubiera preferido no estar enfermo, pero viéndolo desde fuera te das cuenta de a qué niveles vitales llegan las personas. Pablo d'Ors decía que entendía la enfermedad como camino y no como castigo y la muerte no como arrebato sino como entrega. La filosofía nos tiene que ayudar a entender que la muerte forma parte de la vida. Y viviríamos sin angustias infantiloides, de una forma más apaciguada.
–Eso, en plena pandemia, es extrapolable a lo colectivo.
–Quiero creer que el sufrimiento hace que nos encontremos con caminos nuevos y nos lleva por senderos más humanos y luminosos, pero creo que todavía no podemos saberlo. Aún no tenemos la perspectiva suficiente, aunque esté de moda opinar a la ligera sobre si somos mejores o peores por la pandemia. Ha sigo algo tan extraordinariamente grave que necesitamos tiempo para obtener respuestas.
–No sé hasta qué punto esa necesidad de encontrar sentido a la desgracia responde al utilitarismo, como si todo tuviera que servirnos para algo.
–Asocio el utilitarismo con el rendimiento. Y no creo que busquemos rentabilidad, sino tranquilidad. Necesitamos certidumbre.
–¿Pero por qué no somos capaces de aceptar que suceden cosas que no sirven para nada, ante las que simplemente podemos dejar que nos duelan?
–Supongo que para hacer que las situaciones sean más asimilables. Es lo que nos diferencia de otros animales: conseguir que la experiencia ayude a que lo injusto no sea la última palabra. Entiendo por dónde vas y lo comparto en parte, soy amante de ese abandonarse y no dar tanta trascendencia a todo, pero si lo hacemos es porque intentamos encontrar sentido a lo que estamos viviendo, una justificación para tener esperanza. Que la belleza y el sosiego prevalezcan.
–La sexualidad está muy presente en la novela, una sexualidad «desobediente».
–Ahí he intentado huir del buenismo. Quería enfatizar cómo dos personas pueden quererse mucho y a la vez traicionarse, adentrarme en ese volcán que somos los seres humanos: todos conocemos parejas que se han amado y se han hecho un daño estrepitoso. El amor simplifica la vida: no estamos bien en una ciudad, por bonita que sea, si no hay tres o cuatro personas a las que queremos. Me interesa indagar en cómo el amor y el sexo nos pueden llevar a los placeres más intensos pero también a los desgarros más perturbadores. A veces me pregunto si no sería incluso mejor vivir sin sexualidad, quizá sería la sanación del mundo. Me fascina cómo el amor puede tener esos extremos. Quería contar esa forma de amar y hacerlo desde la visión de dos hombres.
–¿Por qué de dos hombres?
–¿Y por qué no? Era la forma en que tenía que ser contada. Pensé que la intensidad de esta historia de amor requería dos hombres.
–¿Lo tuviste siempre claro?
–La espina dorsal siempre la tuve clara. Y creo que es el momento oportuno en esta realidad de abusos, crueldad y persecuciones que estamos viviendo. No lo hice de forma premeditada, pero obedece a una necesidad interior y a un clamor exterior. No podría escribir una historia romántica heterosexual ahora mismo porque el tiempo que vivo y mi vida misma no me impulsan a ello. Y la ficción, como decíamos, parte de la experiencia.
–¿Cuándo descubriste el programa de prendas delicadas de la lavadora? En la novela equipara ese momento cotidiano con alcanzar la madurez.
–(Risas). Cuando empecé a vivir solo y a pagar la luz, pero sobre todo cuando empecé a tener conciencia de nuestra responsabilidad para que el mundo se mantenga sano. En el confinamiento jamás puse una lavadora de sesenta grados, por ejemplo. Prefería infectarme que cometer ese abuso, me parece una excentricidad innecesaria. Vivimos en una vida pulcra y cómoda. Ahora he descubierto un programa de ocho minutos y me parece que está bien así. No trabajamos en la mina.
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