Rossetti, ayer en La Malagueta. francisco hinojosa

Ana Rossetti: «La culpa por dejar a los hijos en casa es moderna, burguesa: un rollo muy grande»

La poeta, en Málaga por un ciclo de La Térmica, detecta una atención «desmedida» a los niños y considera que «sin dudas no hay inteligencia»

Miércoles, 21 de octubre 2020, 00:56

A Ana Rossetti le divierten los juegos de espejos. En sus libros aparecen voces diferentes, como si quisiera que nadie terminara de destejer del todo la maraña de su poesía. Pero en las distancias cortas habla sin tapujos, incluso cuando se trata de asuntos tentaculares ... como la religión y la educación. La autora gaditana participó ayer en el ciclo de La Térmica 'Avatares de la fe', coordinado por el poeta Alejandro Simón Partal en el centro cultural La Malagueta. El encuentro entre Rossetti y Simón Partal puede verse en la página de YouTube de La Térmica.

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–¿Le ha ayudado la fe?

–A todos nos ayuda. La fe trasciende la religión. Es sinónimo de confianza. Y sin confianza en los demás, esto sería un horror.

–¿Es la fe más mundana de lo que creemos?

–Desde el punto de vista antropológico, es una herramienta básica, aunque cada vez seamos más desconfiados unos de otros. Muchos de los problemas que tiene la sociedad parten de haber perdido la fe en los demás; ahora, por ejemplo, te piden hasta la documentación para echar un papel en un buzón.

–Y en plena pandemia, ¿en qué situación queda esa fe?

–Hay que ponerse en manos de los que saben, de quienes están al mando.

–Pero la fe puede ser ciega...

–Una fe ciega no es del todo fe.

–¿La confianza debe tener siempre un componente crítico?

–Y de precaución. A veces confundimos la fe con la obsesión o con la sumisión. Recuerdo que, cuando era pequeña, había un cartel que decía que la fe consiste en soportar dudas. Sin dudas no hay inteligencia.

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–¿Y dios qué pinta en todo esto?

–Puede formar parte de la fe o no. La fe existía desde antes incluso de que inventáramos las religiones como ahora las entendemos.

–¿Qué lugar ocupa dios en su vida?

–Eso no lo sé ni yo.

–¿Es más importante confiar en uno mismo o en los demás?

–Primero hay que tener confianza en uno mismo. Si sólo tienes fe en los demás, pueden manipularte, utilizarte para lo que sea. Mucha gente ha mantenido su fe pese a haber sido cuestionada o perseguida. Los grandes reformadores y revolucionarios han tenido fe.

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–¿Y cómo se desprende alguien de una formación franquista?

–Crecí en la España franquista, pero no me daba cuenta. Era una niña. No me he desprendido de nada. Sería una tontería desprenderse de la formación, que es parte de la estructura mental y cultural; lo que hay que hacer es transformarla.

–¿Y en qué la transforma?

–En poesía.

–¿Hace falta tener fe para dedicarse a la poesía?

–Mucha. Pero si envié poemas a un concurso era porque tenía fe en lo que había hecho. Cada vez que publicas un libro, te presentas a un premio o te plantas en una editorial con un libro es porque confías en eso que has creado.

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–¿Y la necesidad de expresión?

–Yo no tenía necesidad de expresión, tenía necesidad económica. Me hacía falta el dinero. Creía firmemente que la literatura podía salvarme. Y gané. Pero imagina la cantidad de gente que se presentó y no ganó. Para que una sea feliz, otros tienen que frustrase.

–¿Cómo accede una niña de los años cincuenta a la poesía?

–Descubría poesía en cosas que no me las presentaban como poesía, como las retahílas de palabras que cantábamos... Me metí en el sentido del ritmo. Siempre me gustaron las palabras. Podía pasarme horas con el cancionero del Cid. Descubrí a San Juan de la Cruz con ocho años. En casa siempre había libros.

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–¿Y cómo gestiona un poema de San Juan de la Cruz alguien con ocho años?

–Me fascinaban las palabras, no el sentido. No lo comprendía, obviamente. Como la misa en latín. Hay un error común en la enseñanza de la literatura: te obligan a explicar qué estaba pensando el poeta. Y eso es imposible saberlo. Ni siquiera el poeta sabe cómo llega a esa conclusión. Mucha gente no sabe si una palabra es bonita o fea. Conocen su significado, pero no su forma. Y una palabra puede ser bonita y tener un significado horrible.

–¿Está la poesía mal enseñada?

–Sí. En clase no enseñan a disfrutar de las palabras, sino a descubrir el truco.

–Y en magia nunca hay que descubrir los trucos.

–Más vale que no.

–He leído esta semana que sólo el once por ciento de los escritores que aparecen en los libros de texto de Secundaria son mujeres.

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–¡Y menos! Las mujeres apenas aparecen. Como mucho, las nombran. Como una coletilla. Pero también ocurre con las compositoras, las científicas, las pintoras... Tenemos muy poca información sobre ellas. Yo tuve la suerte de que mi madre me regaló una colección de libros sobre heroínas, princesas, artistas... Y cuando digo princesas hablo de La Malinche, no de Disney. O de Isabel Clara Eugenia, que llegó a ser gobernadora de los Países Bajos. Eso me dio la visión de que las mujeres podían hacer cualquier cosa, estar en cualquier lugar.

–Qué suerte. No era lo habitual.

–Pero eran libros que estaban publicados. Aún los conservo. Salía hasta Carlota Corday, que mató a Marat. O Isabel Barreto, que condujo toda una expedición en las islas Salomón y era almirante con patente de Felipe II. ¡Y sin vestirse de tío!

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–Pero esa visión tan amplia tuvo que colisionar luego con la realidad.

–Vivía engañada, es cierto. Y la gente me miraba como a un bicho raro. Pero me formé en la convicción de que podía hacer lo que me diera la gana. Al principio ni siquiera entendía algunas reivindicaciones, hasta que me di cuenta de que no era el centro del mundo y que lo que me pasaba a mí no era lo que les pasaba a las demás. Siempre he pensado que ser mujer podía ser también una cosa fascinante.

–En su último libro, 'Maravillosas', habla de muchas de esas pioneras.

–Escribo sobre las mujeres que vivieron en Malasaña, donde ahora vivo yo. Por entonces el barrio se llamaba Maravillas. Había escritoras como Emilia Pardo Bazán, Rosalía de Castro, Gertrudis Gómez de Avellaneda o Carmen de Burgos, pero también políticas como Clara Campoamor y Concepción Arenal. Y las verduleras de la plaza de San Ildefonso, que en el siglo XIX hicieron una huelga general con la que consiguieron una bajada de precios y otra, en pleno cólera, para que no fumigaran sus productos. Había actrices como Loreto Prado, que hizo del sainete un género único, u Olga Ramos, que cambió la esencia del cuplé. Y la infanta Luisa Carlota, que tuvo mucho que ver con poner en el trono a Isabel II. O la princesa Rattazzi, sobrina de Napoleón, que estaba en contra de su tío y puso su pensión de viudedad a disposición de España en la crisis de 1898. He tenido unas vecinas maravillosas.

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–Es importante conocer la historia.

–Y saber que no importa la clase social, el lugar en que te haya colocado la vida, para hacer algo interesante.

–¿Cree que funciona el ascensor social?

–Muchas personas usan sus privilegios para hacer bien a los demás. A Carolina Coronado, que se carteaba con Lincoln, la desterraron de España por posicionarse contra la esclavitud.

–En sentido ascendente, me refería: cuando se viene de abajo.

–Habría que ver a qué llamamos ascender. Campoamor tuvo que ponerse a trabajar a los diez años y no estudió Derecho hasta los treinta. Trabajó de telefonista y traductora para ahorrar y pagar sus estudios. También había muchas niñas que ni siquiera podían coger los lápices por los sabañones, y cuando les preguntaban qué les haría felices respondían que comerse un filete o un flan.

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–¿Qué piensa de la culpa?

–Hay que tener cuidado con demonizar la culpa. Sin culpa, seríamos psicópatas.

–La ausencia total de culpa también es un problema, entonces.

–Claro. Ahora, como la culpa se asocia a los curas, ancha es Castilla. Y sin carga social, sin culpa, un tío puede tirarse a una niña de siete años y no sentirse mal. Si nos quitamos el sentido de culpa, podemos hacer lo que queramos. Es un freno necesario. Lo que hace falta es tener estado de conciencia. Si no lamentas tus errores, no puedes tomar decisiones diferentes en el futuro.

–No avanzas.

–Exacto.

–Me refería a la culpa que en muchas ocasiones, más que en los hombres, recae sobre las mujeres, por ejemplo cuando van a trabajar y dejan a los niños en casa.

–Esa culpa es moderna, burguesa: un rollo muy grande. Nunca he sentido culpa por dejar a los niños en casa. Las mujeres obreras han dejado toda la vida a los niños en casa y nunca ha pasado nada. ¿Crees que sentían culpa las mujeres que iban a trabajar al campo? No. Y te digo una cosa: la relación entre padres e hijos no es igual ahora que antes. Ahora los tienen programados. Y no lo critico, pero antes tenías niños y la vida y el trabajo seguían. Ahora el niño se convierte en el centro del mundo. Creen que eligen el momento perfecto para tenerlos y le prestan una atención nueva, desmedida.

–¿Somos una fábrica de narcisistas?

–Y de niños que tendrán complejo de emperador. Es algo cultural. Antes en casa vivían los abuelos, la tía soltera... Los afectos y los reproches estaban más repartidos, porque les daba cariño más gente y también les castigaba más gente.

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