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Alberto Gómez
Viernes, 1 de noviembre 2019, 00:39
Cuando llegó a Madrid, dando carpetazo forzado a su infancia marítima y rural, feliz sobre todo, Atocha le pareció «una carbonera». Tenía quince años cuando le arrebataron la luz y los colores de los paisajes andaluces, la contemplación del mar que tantos versos inspiró ... tiempo después. Rafael Alberti ignoraba entonces que aquel desalojo sería el primero de los muchos exilios, también interiores, que sufriría durante más de medio siglo. La visita al Museo del Prado calmó pronto la nostalgia gaditana. Allí descubrió a Velázquez y Goya, a Rubens y Tiziano, los azules, verdes y blancos que creyó perdidos. Convirtió su afición pictórica en oficio y consiguió exponer en el Salón de Otoño y el Ateneo, pero en 1920, cuando la muerte de su padre asestó el primer gran zarpazo, la necesidad de expresarse traspasó el lienzo. Comenzó a escribir poemas que agruparía luego en 'Marinero en tierra', por el que ganó el Premio Nacional de Literatura.
Adscrito al vanguardismo de la época, curado de la afección pulmonar que lo obligó a instalarse en la sierra, como en un nuevo entrenamiento para el brutal exilio que aguardaba una década después, Alberti inició una intensa relación con la pintora Maruja Mallo, dueña de una personalidad poderosa y un talento aplaudido por colegas como Salvador Dalí o Gregorio Prieto pero a quien el poeta negó hasta poco antes de su muerte. En un artículo titulado 'De las hojas que faltan', publicado en 1985, Alberti reconoció aquella primera pasión, interrumpida por la colisión de caracteres y el noviazgo con María Teresa León, con quien acabaría casándose. En uno de los poemas dedicados en silencio a Mallo escribió: «Dime por qué las lluvias pudren las hojas y las maderas. / Aclárame estas dudas que tengo sobre los paisajes. / Despiértame».
Un homenaje a Góngora en Sevilla con motivo del tercer centenario de su muerte reunió en 1927 a autores como Lorca, Cernuda, Dámaso Alonso, Gerardo Diego y el propio Alberti. De aquel encuentro, en realidad más cercano a la juerga que a una sesuda cita entre intelectuales, nació una de las generaciones literarias más brillantes de la historia. El poeta gaditano escribió entonces 'Cal y canto' y 'Sobre los ángeles', que descorchó su etapa surrealista, resultado de una profunda crisis existencial: «Sólo sabíamos que una recta, si quiere, puede ser curva o quebrada / y que las estrellas errantes son niños que ignoran la aritmética». Afiliado al Partido Comunista, participó en las revueltas estudiantiles contra la dictadura de Primo de Rivera y apoyó la proclamación de la Segunda República. La poesía se convirtió entonces para él en una herramienta para sacudir conciencias, una forma de cambiar el mundo a menudo cruda, despojada de adornos, transparente como un espejo situado frente a su ideología: «Vuelvo a cagarme por última vez en todos vuestros muertos, / en este mismo instante en que las armaduras se desploman en la casa del rey».
Cuando estalló la Guerra Civil, Alberti y León se encontraban en Ibiza. El autor andaluz ya había viajado por América como conferenciante político y estaba claramente marcado por su compromiso con la causa republicana. Escondidos en una cueva de la isla, ambos escritores, porque León, pese al desconocimiento general, levantó a la sombra de su marido una importante obra doblemente castigada durante el franquismo por pertenecer a una mujer comunista declarada, escaparon con la ayuda de unos pescadores de la zona. En marzo de 1939, cuando se adivinó la victoria falangista, comenzó el exilio. Tuvieron a su hija Aitana, faro de luz en medio de la oscuridad nostálgica que cubrió aquellos años. Pasaron por París, Roma y Buenos Aires, entre otros destinos. Sus colegas murieron o fueron asesinados, como Lorca, a quien dedicó una sentida elegía: «Que yo saldré a esperarte, amortecido, / hecho junco, a las altas soledades».
Conforme pasaban los años, con el país huérfano de la mayoría de autores del 27, Alberti fue adquiriendo condición de icono de la resistencia. En 1977, cuando regresó a España procedente de Verona, cientos de personas esperaban su llegada en Barajas al grito de «Se ve, se siente, Alberti está presente». Tendió la mano al bando ganador, que había tratado sin éxito de enmudecer su trabajo con una dura campaña de descrédito: «Me fui con el puño cerrado y vuelvo con la mano abierta en señal de concordia». Tras su coqueteo con la política activa, que lo llevó a la vicepresidencia de las primeras Cortes democráticas tras la dictadura junto a su amiga Dolores Ibárruri como diputados de mayor edad, el autor gaditano entró en una feliz espiral de trabajo, con recitales por todo el país junto a Nuria Espert, conferencias y viajes.
La memoria herida de María Teresa, enferma de Alzheimer, fallecida en 1988, ensombreció el resurgimiento de Alberti, que se casó con María Asunción Mateo, cuatro décadas más joven, dos años más tarde. Murió en 1999, casi un siglo después de haber nacido. Sus cenizas fueron esparcidas por la bahía arrebatada en su infancia, cumpliendo con su deseo: «Si mi voz muriera en tierra / llevadla al nivel del mar / y dejadla en la ribera».
Hace falta estar ciego,
tener como metidas en los ojos raspaduras de vidrio,
cal viva, arena hirviendo, para no ver la luz que salta
en nuestros actos,
que ilumina por dentro nuestra lengua,
nuestra diaria palabra.
Hace falta querer morir sin estela de gloria y alegría,
sin participación en los himnos futuros,
sin recuerdo en los hombres que juzguen el pasado
sombrío de la Tierra.
Hace falta querer ya en vida ser pasado, obstáculo sangriento,
cosa muerta, seco olvido.
Nos dicen: Sed alegres.
Que no escuchen los hombres rodar en vuestros cantos
ni el más leve ruido de una lágrima.
Está bien. Yo quisiera, diariamente lo quiero,
mas hay horas, hay días, hasta meses y años
en que se carga el alma de una justa tristeza
y por tantos motivos que luchan silenciosos
rompe a llorar, abiertas las llaves de los ríos.
Miro el otoño, escucho sus aguas melancólicas
de dobladas umbrías que pronto van a irse.
Me miro a mí, me escucho esta mañana
y perdido ese miedo
que me atenaza a veces hasta dejarme mudo,
me repito: Confiesa
grita valientemente que quisieras morirte.
Di también: Tienes frío.
Di también: Estás solo, aunque otros te acompañen.
¿Qué sería de ti si al cabo no volvieras?
Tus amigos, tu niña, tu mujer, todos esos
que parecen quererte de verdad, ¿qué dirían?
Sonreíd. Sed alegres. Cantad la vida nueva.
Pero yo sin vivirla, ¡cuántas veces la canto!
¡Cuántas veces animo ciegamente a los tristes,
diciéndoles: Sed fuertes, porque vuestra es el alba!
Perdonadme que hoy sienta pena y la diga.
No me culpéis. Ha sido
la vuelta del otoño.
Cuando tanto se sufre sin sueño y por la sangre
se escucha que transita solamente la rabia,
que en los tuétanos tiembla despabilado el odio
y en las médulas arde continua la venganza,
las palabras entonces no sirven: son palabras.
Balas. Balas.
Manifiestos, artículos, comentarios, discursos,
humaredas perdidas, neblinas estampadas.
¡qué dolor de papeles que ha de barrer el viento,
qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua!
Balas. Balas.
Ahora sufro lo pobre, lo mezquino, lo triste,
lo desgraciado y muerto que tiene una garganta
cuando desde el abismo de su idioma quisiera
gritar lo que no puede por imposible, y calla.
Balas. Balas.
Siento esta noche heridas de muerte las palabras.
Si yo nací campesino,
si yo nací marinero,
¿por qué me tenéis aquí, si este aquí yo no lo quiero?
El mejor día, ciudad
a quien jamás he querido,
el mejor día —¡silencio!—