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Su hilo de voz al otro lado del teléfono, desde Ciudad de México, suena cálido y amable, con ecos de mujer tímida pero aguerrida. La vida de Paloma Altolaguirre encierra algunas de las mejores anécdotas de la Generación del 27, pero ella sortea cualquier atisbo de grandilocuencia para recordar que Concha Méndez y Manuel Altolaguirre, por encima de enormes poetas y editores, fueron sus padres. Por su casa en el exilio, tras el zarpazo inicial del franquismo, pasaron autores como Luis Cernuda o María Zambrano. Historia viva.
–¿Qué recuerdo tiene de Málaga?
–Únicamente de las veces que he estado de adulta, pero no tengo recuerdos de infancia. Salí de España cuando acabó la Guerra Civil. Cumplí cuatro años a bordo del barco que nos llevaba a México, aunque nos bajamos antes, en Santiago de Cuba, porque enfermé. No teníamos un centavo. Unas personas nos ayudaron para que pudiéramos tomar un autobús para ir a La Habana porque ni siquiera teníamos para eso. Mis padres hablaban todo el tiempo de Málaga. Creo que hubiéramos vivido allí si no hubiese estallado la guerra.
–¿Qué le contaban?
–Recuerdo que mi madre conservaba una foto de su boda, con el hermano de mi padre y su mujer. Mi padre hablaba mucho de su imprenta y de sus amigos malagueños.
–Aquella imprenta alumbró a toda una generación de poetas.
–De todo eso me fui enterando poco a poco. Yo era muy joven cuando murió mi padre. Después, con el tiempo, supe más acerca de estos poetas y de la revista que imprimían allá. Málaga era algo maravilloso para ellos, pero mi familia hablaba de cosas cotidianas, como todo el mundo.
–Pero esa cotidianidad estuvo plagada de experiencias tan extraordinarias como vivir con Cernuda.
–Para mí era uno más de la familia. Nunca pensé en su grandeza como poeta cuando vivíamos juntos. También murió pronto. Ese grupo, tan unido, se acabó demasiado pronto.
–Sus padres se separaron, algo inusual en aquella época.
–Se separaron cuando yo tenía nueve años. Ya no volvieron a vivir juntos, pero una separación no quiere decir que las personas dejen de sentir cariño. Hablaban todos los días. En realidad creo que eran amigos. Eso es lo que pasaba. Y la amistad es lo más importante, lo que dura. Yo vivía con mi madre y con Luis (Cernuda), pero a mi padre lo veía todos los días. Mi madre decía que un matrimonio era una conversación que se acaba cuando uno de los dos muere.
–¿Cómo recuerda a su madre?
–Era una persona muy comprensiva. Parecía adelantada a su tiempo para todo, pero sobre todo para comprender a los demás.
–¿Ella pensaba que su obra perduraría en el tiempo?
–Creo que sí. Me producía pena que la gente viniera a casa para preguntarle por mi padre o por Cernuda pero nunca para preguntarle por ella misma, siendo una poeta tan poderosa. Pero mi madre sabía quién era y eso es lo más importante. Hay que saber quiénes somos, aunque los demás piensen otra cosa de nosotros.
–Imagino que era una sociedad machista. ¿Lo percibía así?
–Sí, claro. Eso va cambiando, pero entonces había mucho machismo. Mi madre nunca dijo nada sobre ese papel secundario que le tocó vivir en aquella época. Nunca la escuché quejarse, hablaba de cosas cotidianas.
–Usted conoció a Emilio Prados...
–Sí, lo quería mucho. Fue testigo en mi boda, como Cernuda, Moreno Villa y otros. Muchos de ellos habían sido testigos en la boda de mis padres.
–Tuvo una boda muy malagueña, entonces.
–(Risas). Sí, aunque me casé en un departamento muy chiquito. Allí estuvimos todos y lo pasamos muy bien.
–¿Qué piensa o siente cuando lee ahora los poemas de sus padres?
–Fíjese, creo que los poemas me han hecho conocer más a mis padres. Los conozco por su vida conmigo y con mi familia, claro, pero cuando leo sus poemas siento que es cuando realmente los conozco y sé qué cosas les preocupaban. Tengo muy presentes sus poemas porque he conseguido entender a mis padres a través de lo que escribieron. Y no solo a mis padres, sino a otros poetas.
–¿Qué aprendió de esas lecturas?
–He aprendido mucho de mis padres y de su obra, de sus poemas. Creo que eran personas fuera de serie, aunque supongo que todo el mundo lo pensará de sus padres (risas).
–Pero en su caso hay unanimidad.
–Gracias. He tenido muy buenos padres, la verdad. Soy afortunada. No sé qué hice yo en la vida para haberme encontrado con gente tan buena.
–¿Hay algún poema que le llame especialmente la atención?
–Muchos, no sabría decirle uno. (Piensa unos segundos). Bueno, hay uno de mi madre que dice: «Para que yo me sienta desterrada / desterrada de mí debo sentirme / y fuera de mi ser y aniquilada, / sin alma y sin amor de que servirme». Me lo sé entero, pero no lo voy a recitar ahora (risas).
–¿Cómo interpreta ese destierro interior del que hablaba su madre?
–Entiendo que quería decir que, a pesar de todo lo que pasa, uno es fuerte y sigue teniendo su mundo y su fortaleza para aguantar.
–¿Era su madre una mujer fuerte?
–Sí lo era, aunque también era una mujer muy sensible. Creo que parecía más fuerte de lo que era. Recuerdo a mi madre recorriendo las calles de La Habana, yendo de casa en casa, tratando de vender los libros que salían de la imprenta.
–¿Cómo llevaban sus padres estar tan lejos de casa, el exilio?
–No se quejaban, pero esta guerra los fastidió. Nos fastidió a todos. Fue tremendo que no pudieran ver a su familia. Mis abuelos paternos murieron mientras estábamos en el exilio y mi padre no los volvió a ver nunca.
–¿Cuándo comprendió la importancia de sus padres en la literatura?
–Ya de adulta. Es un motivo de orgullo y alegría. Si le digo la verdad, nunca doy entrevistas porque creo que lo hago muy mal (risas).
–Se lo agradecemos, pero la suya no es una vida cualquiera.
–He conocido a personas muy importantes, pero no me di cuenta hasta después. Cuando iba al cine con Luis Cernuda o con Emilio Prados no pensaba que estaba yendo con poetas importantes, sino con amigos.
–¿Cómo era vivir con Cernuda?
–Se despertaba muy temprano y desayunaba antes que nosotros, pero comíamos juntos siempre. Hablaba de cine y mi marido le decía: «No me cuentes el final» (risas). Luis llevaba a mis hijos al colegio. Un día mi madre se extrañó porque no había bajado y me pidió que subiera para ver si quería algo. Yo estaba en pijama, subí corriendo las escaleras y me lo encontré muerto. Salí de casa buscando un médico, sin bata ni nada. Había un hospital cerca donde trabajaba una prima de mi marido. Fíjese, mi marido se acababa de ir, pero como se le había estropeado el coche seguía ahí y fue él quien trajo a su prima y a otro médico. Fue un paro cardíaco, algo muy inesperado y triste. Mi madre se quedó toda la noche con él, velándolo, como se hacía entonces.
–Formaban una familia.
–Claro, porque nuestras familias estaban todas en España. Quien no tiene a nadie hace amigos.
–También conoció a muchas de las poetas e intelectuales del 27.
–Ernestina de Champourcín era muy amiga de mi madre. También María Zambrano y su hermana, que venían mucho a casa. A María me parecía muy interesante escucharla. Hay una carta preciosa en la que habla de la llegada de los barcos a Cuba, porque mi madre estaba siempre esperando que llegaran los barcos, que entonces paraban allá para ir a México, por si podía ayudar a alguien, otros exiliados españoles. Algunos se quedaban a vivir en casa. María le escribió: Recuerdo, Concha, cuando me decías: «Yo no creo en Dios, pero ¿cómo vamos a dejarlo solo? Tenemos que ayudarlo. Yo no creo que exista, pero hay que ayudarlo».
–¿Cuánto tiempo hace que no regresa a España?
–Estuve en Málaga por el centenario de mi padre. Ya casi no veo y creo que no volveré. Podría, aunque me preocupa caerme. Pero nunca se sabe, nunca hay que decir que no.
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