Todos los libros de Roberto Juarroz tienen el mismo título: 'Poesía vertical'. Nunca sintió la necesidad de nombrar de otra forma sus más de mil ... páginas de poemas, distribuidas en catorce entregas que apenas diferenciaba con un número. No era una estridencia, sino la convicción inquebrantable de que, frente al discurso horizontal de la prosa, la poesía ha de ser vertical. Pero esa verticalidad, en Juarroz, trascendía el aspecto formal para llegar hasta la raíz, convencido de que los poetas deben ser mineros de la palabra; su trabajo no es amontonar, sino penetrar («Algún día encontraré una palabra / que penetre en tu vientre y lo fecunde»), cavar hasta la profundidad de una realidad agazapada por la rutina, escondida entre los quehaceres diarios. Por eso en sus poemas tampoco hay referencias geográficas o históricas, no digamos ya biográficas. El autor argentino prescindió de todo aquello que consideraba anecdótico o decorativo, cualquier detalle que quedara a merced del viento cambiante de las modas.
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Esa austeridad provoca que muchos de sus versos adquieran condición de sentencias y un tono metafísico que caracteriza toda su obra: «El hombre es siempre el constructor de una cárcel. / Y no se conoce a un hombre / hasta saber qué cárcel ha construido». Poco importan la métrica y la rima, en sus poemas aniquiladas por la determinación de avanzar hacia el fondo de las cosas, un fondo que para él no era la muerte o la vida, sino «otra cosa / que alguna vez sale a la orilla». Su afán por suprimir lo accesorio le hace preguntarse «cómo romper la palabra en tantos pedazos como las torneaduras del viento». La poesía de Juarroz habla de la propia poesía, pero no desde una posición ensimismada. Es la búsqueda del sentido, de ahí que llamara 'Poesía = Poesía' a la revista que dirigió en los años cincuenta y sesenta.
No hay muchos datos conocidos de la vida de Juarroz, más allá de que nació en Coronel Dorrego, al sur de Buenos Aires, en 1925, descendiente de emigrantes vascos. En una carta enviada al poeta estadounidense William Stanley Merwin, traductor de su obra, Juarroz confiesa que le incomoda la petición de información biográfica: «Le confieso que nunca me he sentido muy inclinado hacia mi biografía. Por un lado, no le he asignado importancia y por el otro me parece un accidente, una mezcla de azar y destino, que podría ser de otra manera, sin mayor valor o interés para los demás y sólo rescatable hacia adentro de mi vida y en la transfiguración de mis poemas. La vida me importa enormemente para vivirla, pero no tanto para recordarla y menos todavía para describirla. Todo es seguramente más complejo que esto, pero no puedo evitar cierta alergia ante mi propia biografía».
Se sabe que trabajó como bibliotecario y que tenía dos hermanos mayores y cierta tendencia al aislamiento: «La soledad me llama con todos los nombres, / menos con el mío. / Quizás algún día / pueda yo llamar a la soledad con mi nombre. / Y entonces, seguramente, habrá de responderme». La muerte del padre por cáncer de pulmón cuando Roberto aún era adolescente ensanchó aquella introspección y condujo a la familia a apuros económicos. Abandonó pronto la fe en dios pese a su educación religiosa: «Ya he dejado de orar. / Voy a buscar ahora las espaldas de dios». Se casó, tuvo hija y se separó. Detestó la política, que consideraba enemiga de la poesía, y sufrió varios exilios forzosos. En la Universidad conoció a la escritora Laura Cerrato, su última pareja, con quien viajó por Europa. A finales de los años setenta, en Temperley, sufrió un infarto, aunque en alguna ocasión aseguró que se sentía «como si tuviera diez años».
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Su amistad con Antonio Porchia, maestro del aforismo y autor de un único libro titulado 'Voces', influyó en su definitiva apuesta por la concesión. También admiró a autores como Huidobro, Mallarmé, Rilke o Pizarnik. A esta última, tras su suicidio en 1972, le dedicó un emocionante poema en el quinto volumen de su 'Poesía vertical'. Cada vez más conceptual, Juarroz acabó entregado a la filosofía, bajo ecos de pensadores como Martin Heidegger, sin perder de vista su oficio de poeta, esa labor de minero que cava con palabras para tratar de descifrar el sentido de las cosas.
Murió en 1995, cuando tenía 69 años, reconocido por las editoriales que años antes le habían dado la espalda. Poco le zarandeó el éxito, ajeno a la superficialidad de los clanes y premios literarios, empeñado siempre en «abrir algo / entre la palabra y el silencio».
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