Ni siquiera ha cumplido 26 años, pero su nombre suena desde hace casi una década en el circuito de recitales y antologías de poesía en Málaga. Jorge Villalobos (Marbella, 1995), ganador del Premio Hiperión en 2018 por 'El desgarro', el libro que le sirvió de ... catársis tras la muerte de su madre, explora ahora tonos más sociales en su obra, una vez exorcizados casi todos sus fantasmas. Cita a SUR en El último mono, donde antes de comenzar la entrevista se cerciora de que lo que tiene entre manos es un descafeinado.
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–¿Descafeinado por algo?
–No, no. Porque llevo ya dos o tres cafés y si no...
–Tienes 25 años, pero estás considerado casi un poeta veterano.
–En general me consideran mayor. El otro día, hablando con Manuel Borrás, me dijo: «Se me olvida que tienes 25 años». Casi 26.
–En la biografía de tu perfil de Instagram has escrito: «Poético hasta para pedir la hora».
–Es una forma de remarcar que cada hecho cotidiano tiene intensidad poética. Pedir la hora, en cierto modo, significa pedir el tiempo, como si el tiempo se pudiera pedir. Es poético. Me gusta fijarme en las cosas sencillas porque son pozos sin fondo de intensidad.
–Pero esa intensidad constante, ¿no pasa factura?
–Decía Luis Rosales que nunca el ser humano vuelve del dolor siendo el mismo. Cuando lees un poema de amor de Cernuda o 'Daniel', el libro de Chantal Maillard y Piedad Bonett (sobre el suicidio de sus hijos), ya no ves la vida igual.
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–Pero, a efectos pragmáticos, los momentos de distensión también son necesarios. ¿No crees que hace falta reivindicar la frivolidad bien entendida?
–El hecho de estar tumbado en la playa, roncando, puede ser filosófico. Es la forma en que la vida agradece a la vida sin darle importancia. Sería insostenible que le diéramos a cada momento la importancia que tiene. Incluso, irónicamente, lo vaciaría de sentido.
–Te permites el lujo de perder el tiempo, entonces.
–Claro. Albert Camus decía que el suicidio era el asunto filosófico más importante del siglo XX. Para mí, en una sociedad tan competitiva, procrastinar es el acto filosófico más importante del siglo XXI. Cuando alcanzas la meta, lo que hay es un vacío enorme al que caes. Para saborear la vida necesitas no hacer nada.
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–Es un alivio para quienes procrastinamos con frecuencia.
–Yo procrastino mucho, aunque no lo parezca.
–¿Y por qué no lo parece?
–Porque hago muchas cosas desde pequeño (risas). Si echo la vista atrás, parece que no he parado nunca. Empecé a nadar con tres años, a los cinco ya quería competir, me federé muy joven, entrenaba siete horas al día... Pero no había nada que me gustara más que evadirme. Y con doce o trece años me dediqué a leer teoría literaria. Es irónico que lo diga, porque parece que hago lo contrario, pero defiendo que debemos procrastinar. La productividad tendría que ser no hacer nada.
–Pero eso, en una sociedad que equipara la utilidad con la rentabilidad, parece complicado.
–El ser humano no nace para ser útil, sino para ser consciente. Y eso sólo requiere ser. Cuando estamos trabajando, cuando hacemos muchas cosas, no somos conscientes del ser. Por eso decimos: «Se me ha pasado el tiempo volando». No es que el tiempo vaya más rápido, es que no eres consciente porque estás trabajando.
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–Vienes de lo que llamas «una poética del dolor». Sufriste situaciones complicadas que, si me lo permites, no te correspondían por edad...
–Sí, totalmente.
–Eso ha marcado tu obra, ¿pero en qué medida ha marcado también tu carácter?
–Cuando perdí a mi madre y sufrí un Guillain-Barré (una enfermedad poco común del sistema nervioso que causa debilidad muscular y parálisis), en cierto sentido me perdí a mí mismo...
–¿Cuándo te ocurrió?
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–Con trece años. Pasé de prepararme para los Europeos en un Centro de Alto Rendimiento, de estar mazado, con una forma física más propia de un actor de una película de Marvel, a no poder moverme y casi morir. Estuve meses sin poder hablar ni coger un peine. Tuve que reaprender todos los movimientos. ¿Que cómo marcó todo eso mi carácter? Entendí que nadie nace con un contrato bajo el brazo ni controla las condiciones generales de su vida. Creo que ahí nació el primer sentido poético.
–Pero en esta mercantilización de las emociones que nos arrastra, hay cierta tendencia a buscar sentido al dolor. Tú que lo has sufrido, y además desde joven, ¿realmente lo tiene?
–Hay un verso de Campos Reina: «Porque sé lo que significa el dolor me dejo invadir por la vida». Para mí, el dolor no tiene sentido. Y si lo tiene, es para aprender a dejarte invadir por la vida. El dolor no debe servir para construir murallas, sino para derribarlas. Lo bueno de que el dolor derribe, como derriban las guerras, es que luego deja campo abierto.
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–He leído que defines algunos de tus poemas como «eco-friendly». ¿El poeta no tiene, casi por definición, que sacudirse la corrección política?
–La sociedad no es más que la suma de individuos. Debe existir un dolor colectivo. En ese contexto entiendo el intimismo ecológico. Uno es hijo de su tiempo. También tengo poemas canallas, como este de Catulo que viaja a la Costa gracias a un package holiday, con la ironía de la bisexualidad que reivindico, cantando a cuerpos de chicas jóvenes, no de chicos, con anécdotas de Roma que hoy escandalizarían. Hay que reírse de uno mismo y la sociedad debe reírse de sí misma para poder reírse de todo lo demás.
–¿Cuándo aprendiste a reírte de ti mismo?
–Con el Guillain-Barré. En el hospital perdí más de quince kilos. Y la gravedad no falla: cuando me puse de pie por primera vez, los pantalones se cayeron al suelo delante de todo mi equipo de natación. Y les dije: «Me puedo poner de pie pero no me puedo agachar, que alguien me los suba». Y ya nos reímos.
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–En la poesía abunda la impostura, y en ese terreno resulta imposible reírse de uno mismo porque lo que se proyecta no es real, sino ficticio... ¿Te ha costado adaptarte a los círculos literarios?
–Mucho. Valoro mi tiempo. De la impostura he aprendido algo esencial: cuanto más llano, mejor. La pose me cansa, me aburre. Y si me esforzase por aparentar determinadas cosas que no siento, la máscara me pesaría demasiado. Para ser un personaje, mejor hazlo de ti. Será lo más humilde y honesto. Me ha llevado tiempo comprenderlo. Cada persona es una isla y yo decido quién entra en la mía.
–¿Cuándo decidiste canalizar la muerte de tu madre en un libro?
–Empecé a escribir de ello cuando entendí qué tipo de poeta quería ser. Me dejé de artificios e inicié un largo camino de depuración, tanto en la escritura como en la vida. No hay nada que valore más que la integridad y la honestidad.
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–¿Y qué poeta quieres ser?
–Un hombro como amigo, un poeta con quien te sentarías a contarle qué te pasa. No quiero ser un poeta de púlpito, sino de palpito. Quiero ser un autor sencillo que diga lo que piensa, aunque me lleve palos por hacerlo.
–¿Palos por qué?
–Soy feliz en la derrota de la integridad, de dormir bien. Me gusta tener la conciencia tranquila. Digo lo que pienso, pero también pienso lo que digo. Y cuando hay cosas que no me gustan, lo digo. Ahora, por ejemplo, es políticamente correcto que todo sea bueno, que ni siquiera se escriban críticas constructivas, bien por oportunismo o bien por hipocresía.
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–Alguien que ha recibido varios premios tan joven, ¿cómo digiere las críticas negativas?
–Las comparto. Lo hice hace poco. Y le di las gracias a su autor porque fue honesto. Esa persona, aunque sea para decir algo negativo, ha dedicado tiempo a leer el libro. Pero he recibido muchas críticas veladas, por la espalda.
–Pero no te quejarás, en general, de cómo te han tratado.
He disfrutado de la generosidad en carne viva de personas como José Infante, Javier Fernández, Pablo García Baena o Antonio Jiménez Millán. Sólo tengo palabras de gratitud. ¿Por qué ensuciarlo con lo más mínimo?
–Una crítica tampoco ensucia...
–Es cierto. Corrijo: ¿Por qué cuando la mayoría de los hechos que nos ocurren son buenos, nos centramos en lo malo?
–Nadie puede gustar a todo el mundo.
–Si tuviera que resumir en una palabra mi experiencia en el mundo literario, sería gracias.
–¿Cómo se mantiene esa actitud sin caer en el coma diabético?
–(Piensa). Que no haya un chute de insulina, ¿no?
–Que no acabe convertido en un algodón de azúcar.
–Si eres honesto e íntegro, no vas a endulzar más de la cuenta.
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–Porque la realidad nunca es sólo dulce.
–Exacto. La realidad es injusta.
–¿Me permites una crítica, entonces?
–Sí, claro.
–No me gustó lo que escribiste sobre Louise Glück, la poeta que cambió de editorial tras el Nobel. Animaste a no leer sus libros.
–Me parece una buena poeta, pero ganó un millón de euros y abandonó una editorial que había apostado por ella durante 14 años por una deuda de mil euros.
–Pero había un incumplimiento contractual, y además fue una decisión de su agente.
–Jurídicamente, era subsanable. Ocurre con las sociedades: si el administrador de una sociedad la lía, responde la sociedad entera.
Jorge Villalobos nació ocho días antes de que su tía Celia fuese investida alcaldesa de Málaga. No es un tema que ponga sobre la mesa, pero tampoco lo esquiva: «Tenemos muchos piques en la familia, sobre todo con la tortilla de patatas. A veces hacemos concursos y no diré quién ganó la última vez a quién». Aunque apenas era un niño cuando fue nombrada ministra de Sanidad, reivindica su legado: «Aprobó la píldora del día después, entre otras cosas. Mucha gente no lo sabe». Admite que conoce «secretos políticos y culinarios» que no contará. Ella devuelve la lealtad subiendo sus poemas a Instagram.
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