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La cita es en una cafetería a tiro de piedra de la plaza Manuel Alcántara. Pero quien busque nostalgia no la encontrará en la profesora Lola Alcántara. La explicación es mucho más práctica ya que la hija del poeta y periodista vive a apenas unos metros de la rotonda que cada día le da vueltas al nombre del escritor. El quinto aniversario está a ese mismo salto de piedra –el próximo miércoles 17 de abril–, excusa para revisitar el legado del poeta de la mar chica y el púgil del artículo diario, pero también de ese Manolo de puertas adentro, un hombre capaz de compatibilizar la bohemia con la disciplina y que mimaba sus máquinas de escribir como si fueran especies en extinción. Que lo eran.
Su legado lo preserva y lo difunde la Fundación que lleva su nombre y que, tras el confinamiento, se «arrinconó» mudando su sede al piso del paseo marítimo de Rincón de la Victoria que durante décadas fue el refugio del autor de 'Manera de silencio' y 'Este verano en Málaga'.
Entre esas paredes con vistas al Mediterráneo sigue habitando el poeta y periodista. Allí, no solo está la biblioteca y las pertenencias que acompañaron a Alcántara hasta su muerte en 2019, sino también los fondos y archivos que ya atesoraba la Fundación, además de las 136 cajas de libros, documentos y objetos de su residencia de la calle Edgar Neville en la capital, muy cerca del Bernabéu. «Mi padre no tiraba nada y su casa de Madrid estaba forrada de libros, hasta los tenía en el cuarto de baño», cuenta Lola con esa misma chispa y genio que ha heredado de su padre, «el maestro de la paradoja penetrante y de la frase biselada, de la ironía piadosa y de la cita rápida», como lo retrató Ignacio Camacho. Una a una, ella está abriendo esas cajas de pandora para ordenar y desbrozar un legado inmenso del que ya le advirtió el propio Manolo. «Me dijo que me iba a quedar la tarea de viuda burra de descartar sus libros sin ser ni su viuda ni burra», recuerda sin evitar la carcajada.
En ello anda ahora la vicepresidenta de la Fundación Alcántara que confiesa que su padre no era partidario de que sus volúmenes dedicados –muchos de ellos– danzaran por librerías de viejo o mesas de rastros. Especialmente, su colección de poesía, que cultivó con alevosía y nocturnidad en veladas entre amigos después de recitales, tertulias o cenas. Los hay de todo, desde lo que llevan la firma de Gerardo Diego a ediciones que se compraba porque venían de regalo con algún periódico. «No era un coleccionista, sino que los libros de poesía son los que más le gustaban y leía, así que hemos hablado con el Ayuntamiento de Rincón de la Victoria para cederlos a la biblioteca municipal que lleva su nombre», desvela Lola Alcántara, a la que se le ilumina la cara cuando piensa que el ganador del Premio Nacional de Poesía por 'Ciudad de entonces' estaría encantado con el destino de esos versos: «Lo que más ilusión le hizo fue inaugurar esa antigua casa de peón caminero cerca de la playa, donde se dan cita lo que más le gustaba en el mundo: los libros y el mar».
De lo que no fue muy partidario Manuel Alcántara fue de mausoleos a mayor gloria del titular. «Como a cualquier escritor le gustaba figurar en antologías y creo que le hizo daño no estar significado políticamente, porque, con esa manía de afiliarse a los bandos, para unos era de izquierdas y para otros de derechas, pero no seré yo quien propugne un monumento a mi padre que dijo mil veces que cuantos representados en una estatua hubieran preferido su precio en cigalas», asegura la profesora de la UMA, que sostiene que el poeta murió en paz y agradecido con su tierra. «Málaga no le debe nada a mi padre», dice rotunda la hija del autor que, además de la biblioteca de Rincón, enumera el instituto de secundaria con su nombre en la capital, la decena de calles y plazas que lo reivindican por toda la provincia, o los premios de poesía y periodismo con su marca. Hace unos días entró en un restaurante y se encontró un poema de su padre colgado en la pared. «Lo único que quiero es que la Fundación Alcántara siga viva y no se vaya al traste», admite.
Ante una Coca-Cola «de verdad» y un café de mentira –con sacarina–, la charla sigue abriendo algunas de las cajas de la amplia vida de Manuel Alcántara que supo beberse sus noventa y un años a tragos, como tituló José Luis Peñalva su libro de conversaciones con el poeta. Su infancia de niño del 40 en Lagunillas –en una casa que ahora tiene de porteros unos grafitis del Lengua y otros ilustres majaras pintados por Idígoras–, su vida junto a su mujer Paula –se definía como «Amadis de Paula», parafraseando la novela medieval–, la vecindad madrileña convertida en amistad con Ignacio Aldecoa y familia, su feliz etapa como cronista deportivo y de boxeo, las charlas con los amigos Garci y Di Stefano, o sus viajes de cuando fue «Marco Polo con las alforjas de la poesía» van surgiendo cada vez que abrimos las solapas de la memoria y nos asomamos al interior. Entonces Lola se para y sentencia: «Mi padre vivió muy bien, no se privó de nada, invitaba a todo el mundo y no le gustaba pagar a plazos. No he conocido a nadie más generoso ni al que le importará menos el dinero y siempre cumplió eso que decía: 'El ahorro es estupendo, si no es fruto de la privación'». Genio y figura.
Lola Alcántara
Profesora e hija del poeta
Lola Alcántara
Profesora e hija del poeta
El autor de 'El embarcadero' y 'Fondo perdido' apuró la cuenta hasta el final. «Tal vez diría que le sobraron los últimos meses cuando decidió que ya no saldría más de casa», concede la hija de Alcántara, aunque ni en aquellos momentos perdió el humor. Lola le compró ropa cómoda –léase deportiva «pero que no parecieran pijamas»–, aunque cuando Manolo vio el nuevo vestuario, exclamó con ironía: «Total, que al final me voy a morir como Fidel Castro, en chándal». Aquel autoconfinamiento coincidió con el punto y final a su columna en la contraportada de SUR en noviembre de 2018 y también con un cambio de hábitos. «Se murió fumando Ducados porque el BN le parecía ya muy flojo, aunque más que un fumador se convirtió en un encendedor porque los apagaba tras un par de caladas», juega Lola con las palabras y el humo.
«No hay que confundir vivir con durar», otra de las frases de Alcántara, aparece al hablar de esta última etapa que también dejó escenas de cine como cuando fue internado en la Clínica Rincón por un problema en la cadera. «Cada día venía un camarero de su restaurante preferido, El Rincón de Miguel, a traerle la comida y Manolo Rincón le puso una tele de 50 pulgadas en la habitación y los dos se ponían a fumar viendo el fútbol… parecían los protagonistas de una película de la mafia», rememora Lola con la sonrisa socarrona al recordar que su padre ocupaba una estancia de la clínica destinada a inseminaciones y fertilidad, «lo que le dio también mucho juego para reírse de su situación con los amigos».
Aunque Alcántara era poco mitómano, el boxeo fue su otra gran debilidad y, entre sus pertenencias, han aparecido fotos firmadas por el mismísimo Cassius Clay, los guantes de Carrasco o el batín del último combate del campeón español José Legrá. Una afición que la propia profesora de la UMA heredó de su padre a fuerza de acompañarlo al campo del gas y a las veladas. Tanto como para plantearse dedicarse al periodismo deportivo. «Pero cuando vi que tenía no sé cuántos ojos encima mirando lo que escribía mientras tecleaba, tuve claro que eso no era lo que quería», confiesa Lola Alcántara que, entre libros y documentos, también ha encontrado manuscritos, cartas e inéditos de su padre que tiene muy claro cuál será su destino. «Han aparecido versos debajo de un cajón o poemas que ha corregido y tenido tentativas de dejar concluido, pero si él no los quiso publicar y tuvo tiempo, no voy a salir yo ahora rescatándolos», zanja la cuestión.
Lola Alcántara
Profesora e hija del escritor
Puestos a hablar de su poesía, Lola se queda con la publicada. Y cuando se le pide alguna no cita precisamente 'Excusas a Lola', el emocionante poema que le escribió su padre y al que puso música y sentimiento flamenco Mayte Martín. «La que más me gusta es ese que termina con unos versos que definen toda su vida: 'Y morirme de repente / el día menos pensado. Ése en el que pienso siempre», recita de memoria su hija, que añade que su padre tenía «verdadera obsesión por la muerte, desde su primer libro con 25 años». Y cuando esa preocupación le alcanzó 66 años después, la recibió mirándole de tú a tú: «Mi padre se murió sin dejarse nada por hacer», atestigua Lola. Un final que el poeta ya vislumbró por escrito: «Cuando termine la muerte, / si dicen a levantarse, / a mí que no me despierten».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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