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Degolló a Platón y le concedieron el Premio Nacional de Poesía. Se rebeló contra las grandes palabras para ofrecer su silencio: «lo mejor de mí». Ha gritado de dolor desde los márgenes de sus libros y ha llorado la muerte de su hijo. Se ha zambullido en la oscuridad y ha estrechado su escritura hasta la escualidez. Chantal Maillard (Bruselas, 1951), una de las voces europeas actuales más poderosas y radicales, regresa a las librerías por partida doble con 'Cual menguando' (Tusquets), una entrega inclasificable donde funde poesía y teatro y que presenta hoy a las 19.30 horas en el Centro Andaluz de las Letras, y el ensayo '¿Es posible un mundo sin violencia?' (Vaso Roto), ), cuya presentación tendrá lugar en La Invisible el miércoles 26 de septiembre.
–Cual, el ente protagonista del libro, apareció por primera vez en 'Hilos', escrito en pleno duelo. Ahora celebra el solsticio y ha encontrado un compañero de juegos. ¿Cómo ha evolucionado y para qué le ha servido a usted como escritora?
–Cual ha seguido a mi lado todo este tiempo. En un primer momento, me ayudó a salir del punto de no retorno al que me estaba aproximando, tanto en mi vida como en mi escritura. Al final de 'Hilos' la disminución de gestos, de palabras, había ido creciendo. Fue necesario tomar aire. Cual me permitió hacerlo, me hizo ver que era posible seguir viviendo con mayor despojamiento. Es un ser carente de todo deseo, sin necesidades. No tiene ideas. Vive pendiente de las musarañas, atento a todo lo que, enfrascados en nuestras intenciones o nuestros recuerdos, dejamos de percibir. No sé qué haría sin su compañía.
–¿Es posible convivir con la muerte, comprenderla? ¿Sirven para algo los protocolos que hemos establecido para afrontar la ausencia?
–Todo ser viviente convive con su muerte. Desde que nace, en cada instante mueren las células que lo componen y nacen otras. Nada es permanente en un individuo. En nuestra cultura hacemos todo lo posible para evitar enfrentarnos a esa realidad, y esto es algo que nos pasa factura. La mejor manera de enfrentar la ausencia no es desviando de ella nuestra atención. Cuando no les otorgamos un lugar y un tiempo a los muertos en nuestra vida cotidiana ellos se alimentan en otros niveles de la conciencia y tarde o temprano afloran, dejándonos sin aliento. En otras culturas, los rituales cotidianos les procuran ese tiempo, de tal modo que el resto del día pertenece a los vivos. Así es más fácil convivir con ellos.
–¿No estaríamos entonces llorando «en los tiempos pautados», como criticaba en 'La mujer de pie'?
–Tiene razón. La diferencia estriba en que hay quienes siguen las pautas establecidas por otros «porque hay que seguirlas» y quienes elaboran conscientemente sus propias estrategias de supervivencia. No se trata de reprimir el llanto, sino de que no nos inunde hasta ahogarnos... Si es que elegimos seguir con vida, claro, pues siempre está la opción contraria.
–Desde hace años, su poesía tiende a lo esquelético, a despojarse de adjetivos y grandilocuencias. Esto es aun más perceptible en 'Cual'. ¿Cómo lleva su lucha contra los grandes conceptos?
–Ya he dejado de luchar contra ellos. Viven su vida, como otros entes de ficción con los que convivimos, sólo que no les hago mucho caso. Es curioso, a menudo me parece ver a las personas caminando con una esfera repleta de ideas encima de la cabeza. En sus encuentros veo cómo esas esferas se juntan e inician su danza, una danza que a menudo termina en combate... Otras veces las esferas ni siquiera llegan a rozarse o incluso se repelen porque sus paredes han sido reforzadas como murallas defensivas. Las creencias son de ese tipo.
–¿También a usted, como a Cual, le resulta más familiar el vuelo de una mosca que las relaciones humanas?
–¡Y tanto!
–¿Pero no siente deseos, necesidad de relacionarse con otros?
–Sí, por supuesto, pero de uno en uno. Tres son multitud, ya sabe. Aunque la verdad es que me siento más a gusto con los otros animales. Y no precisamente los domésticos, a los que hemos humanizado en demasía.
–«Que el sol se haya levantado cada veinticuatro horas desde que lo recordamos no significa que vaya a levantarse mañana». ¿Cuál es el riesgo de dar las cosas por sentado?
–Averiguar constantes a partir de las repeticiones de ciertos fenómenos es una necesidad práctica. Pero de la regularidad a la necesidad hay un paso. Que algo se considere normal no nos asegura su permanencia. Nada es permanente. Incluso el sol podría no aparecer una mañana si la tierra variase su órbita a causa de un meteorito. Así es la propia existencia. Sabemos que somos mortales, pero actuamos como si fuésemos inmortales. Creer que ciertas cosas son perdurables mantiene bajo nuestro nivel de angustia, pero la sensación de seguridad tiene un precio: la vida pierde la intensidad que la conciencia de lo efímero le otorga. Y es así cómo el planeta se puebla de muertos vivientes.
–En su último ensayo aborda el exceso de soberbia y creencias y la falta de comprensión global. Le devuelvo la pregunta: ¿Es posible un mundo sin violencia?
–Un sistema en el que la vida se sostiene y depende de la muerte de otros es un estado de violencia. Si aceptamos la vida, hagamos lo que hagamos colaboramos con esa violencia, así que al menos hagámoslo sin hipocresía. Ahora bien, la pregunta es: ¿Podemos vivir los seres humanos sin añadir violencia a la violencia? ¿Seremos capaces de considerar como semejantes a todos los seres, sin distinción de razas ni de especies, y reconocer la mutua dependencia? ¿Seremos capaces de compadecer a todo aquello que existe sujeto a la maquinaria infernal del hambre?
–Hace referencia a la compasión. ¿En qué momento distorsionamos su significado original?
–Compadecer significa sufrir el padecimiento ajeno, o sea, empatizar. Hubo un momento, en la historia de los pueblos cristianizados, en que esta palabra se desvirtuó y se utilizó como sinónimos de apiadarse, pero la compasión no tiene que ver con normas morales. Es espontánea.
–Como profesora que fue, ¿qué le parecen los plagios y falsos títulos que van descubriéndose entre quienes gobiernan o aspiran a hacerlo?
–Hace tiempo que la política se convirtió en una pantomima. La realidad se ha convertido en un espectáculo, pero el problema es que no nos han educado para ser espectadores maduros. Hace falta no sólo una educación política sino también una educación en las artes de representación que nos permita distinguir la manipulación a las que son sometidas nuestras emociones a través de la pantalla.
–¿El problema es que nuestras emociones son manipulables o que las hemos anestesiado? Somos capaces de ver cualquier tragedia humana y seguir comiendo, como si relegáramos esos acontecimientos al orden contra el que usted arremetía en 'Matar a Platón', a lo normal.
–Que la manipulación sea posible y, además, tan fácil se debe en gran medida a que, al recibir lo que acontece como si fuese ficción, por los mismos canales y recortado en el mismo espacio de la pantalla, las emociones que puedan surgir serán experimentadas siempre con cierto grado de placer. La pena o el terror que podamos experimentar al ver una película no son los mismos que experimentaríamos ante un hecho real doloroso o temible. Por eso vamos al cine a llorar o a temblar de miedo. La representación transforma las emociones ordinarias en emociones placenteras. ¿Qué ocurre entonces si asistimos a lo real como si fuese una representación? La empatía, la compasión, el terror, se neutralizan. Y podemos, en efecto, seguir comiendo.
–Hace meses me rectificó por escribir que es «una poeta belga afincada en Málaga». Reivindicaba que ha estado más años viviendo aquí que muchos malagueños. ¿Algún diagnóstico reciente de la ciudad?
–Fuentes desplazadas a las esquinas de las plazas, toldos para reemplazar a los árboles, bares ruidosos, ¿qué puedo añadir al respecto que no se sepa? Málaga está compartiendo el destino de todas las ciudades que se han convertido en atracción turística. Parece que se ha confundido la cantidad con la calidad y el progreso con el crecimiento y la acumulación. La verdadera cultura no es la que se compra, sino la que se cultiva. De eso sabían quienes, a la caída de la tarde, se sentaban a escuchar los vencejos o a conversar tranquilamente bajo un árbol.
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