Bonald: ni mandar, ni ser mandado

Poesía al SUR ·

Insumiso y crítico con el poder, «venga de donde venga», el autor gaditano, recién fallecido, cultivó un corrosivo sentido del humor («¿Cuántos hijos tenemos, Pepa?») y una obra brillante y barroca reunida bajo el título 'Somos el tiempo que nos queda'

Viernes, 28 de mayo 2021, 00:28

Al final de su vida, cuando consideró que su obra ya estaba «cumplida», José Manuel Caballero Bonald decidió que no habría más novelas, ensayos ni ... memorias. No más libros largos, sólo poemas. Estaba convencido de que «en el arte de la literatura la mayor temperatura la aporta siempre la poesía», que le sobrevenía con desigual frecuencia pero idéntica intensidad. A veces un verso le asaltaba mientras leía, en otras ocasiones lo encontraba paseando por el parque de la Dehesa, junto a su casa en Madrid, o con vistas a la desembocadura del Guadalquivir, frente a Doñana. Pero nunca, en ningún momento, dejó de atender aquel impulso: «Es una mezcla de música y matemática. Si soy algo, es poeta. Y la poesía soporta toda mi obra». Una obra vasta por la que acumuló decenas de premios, incluido el Cervantes, a la que sólo su muerte hace casi dos semanas, con 94 años, puso punto y final.

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Era el penúltimo superviviente de la Generación del 50, un autor socarrón y rebelde, fascinado por el flamenco e incapaz de sentirse cómodo en la impostada pompa del academicismo y sus círculos literarios. Con sus colegas del cincuenta sólo compartía, y no con todos, como insistía en aclarar siempre, la lucha contra el franquismo y una tendencia similar «al estimable consumo de bebidas alcohólicas». Porque en aquella España en blanco y negro, bajo el yugo de la dictadura, quedaban pocas alternativas para evadirse. Por eso comenzó a interesarse por la lectura y luego por la escritura, hasta publicar 'Las adivinaciones' en 1952: «Porque es triste y es también preciso / comprender que eso es vivir: ir olvidando, / consistir en palabras que están llamando a nadie, / saber que es una grieta súbita / la que arrasa y corrompe la más cierta esperanza».

Consciente de que «quien no tiene dudas y está seguro de todo es lo más parecido que hay a un imbécil», Caballero Bonald cultivó diferentes estilos: primero se adhirió al realismo propio de la posguerra, que abandonó pronto para construir libros más barrocos, aunque siempre fue un poeta inquieto, necesitado de explorar nuevos tonos y temas. En 2012, ya octogenario, publicó 'Entreguerras', un largo poema autobiográfico con más de tres mil versos a los que no aplicó rima, métrica ni signos de puntuación. No soportaba a los sumisos e hizo de una de sus frases favoritas, «Ni mandar ni ser mandado», uno de sus lemas vitales. Su vocación inconformista se abrió hueco en cada título, especialmente evidente en 'Diario de Argónida', 'La noche no tiene paredes' y 'Manual de infractores'. A este último pertenece 'Summa vitae', que arranca así: «De todo lo que amé en días inconstantes / ya sólo van quedando / rastros, / marañas, / conjeturas, / pistas dudosas, vagas informaciones».

Romper el sello

Nació Jerez de la Frontera en 1926, hijo de padre cubano y madre de origen francés, y estudió Náutica y Astronomía en Cádiz antes de instalarse en Madrid, donde concluyó además Filosofía y Letras. Conoció pronto a Josefa Ramis, Pepa para los amigos como él era Pepe, y vinieron los hijos (cinco, aunque él, con su corrosivo sentido del humor, solía preguntar: «Pepa, ¿cuántos hijos tenemos?, ¿cinco o seis?») y los libros y los premios. Vivió durante varios años en Bogotá, harto de la represión española. Frente al recurrente símil de la puerta que se abre, Caballero Bonald prefería otro: el sello que se rompe. Era su objetivo en cada poema: que las palabras trascendieran su significado, rompieran el sello. Su activismo político, cercano al Partido Comunista, del que sin embargo nunca fue militante, le costó dolores de cabeza, mudanzas intempestivas y temporales cuando sus amigos le avisaban de que estaba en el punto de mira del régimen y un mes en la cárcel de Carabanchel.

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Reunió su poesía bajo el espléndido título 'Somos el tiempo que nos queda'. Siempre crítico con el poder, «venga de donde venga», reconoció que durante la entrega del Cervantes no dejó de preguntarse «qué hago aquí». Además de escritor fue profesor de literatura, lexicógrafo, editor, productor musical y flamencólogo. Apenas se dejó ver durante sus últimos años, afectado por un cáncer de piel que le había producido «averías» en la cara. Su muerte y la de Francisco Brines, la semana pasada, estrechan el perímetro de una generación brillante a la que pertenecen poetas como Jaime Gil de Biedma, Ángel González, Claudio Rodríguez o José Ángel Valente. Sobreviven María Victoria Atencia y Julia Uceda, aunque a menudo sean ignoradas por la crítica en las reseñas sobre los autores del cincuenta.

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