El escritor manchego Constantino Molina no tiene aún planes para los 20.000 euros que conlleva el galardón.

De reponedor en un súper a Premio Nacional de Poesía

Constantino Molina, de 31 años, trabaja en un establecimiento de Albacete y aún no sabe en qué gastará los 20.000 del galardón

icíar ochoa de olano

Lunes, 28 de noviembre 2016, 00:48

«Si alguna vez callásemos como callan los árboles, las nubes y las piedras, podrían escucharse los árboles, las nubes y las piedras», escribe Constantino Molina Monteagudo, empleado interino del supermercado de un barrio bien de Albacete capital. A veces cajero, a veces reponedor de conservas en escabeche, biscotes sin gluten o agua de planchar, según disponga su empleador, acaba de convertirse en el nuevo Premio Nacional de Literatura en la modalidad de Poesía Joven Miguel Hernández. El galardón, concedido a menores de 31 años en el momento de la publicación del libro y dotado con 20.000 euros, reconoce la calidad de Las ramas del azar, «un libro sereno en el que la naturaleza permite el descubrimiento de un sujeto contemplador del misterio de la vida, expresado de forma contenida y musical», ha dicho el jurado. Si quieren felicitarle en persona y de paso hacer la compra de la semana, hoy sábado lo encuentran en el supermercado. Eso sí, vayan antes de comer. Le toca el turno de mañana.

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«Agua del valle. Escrita en un destello transparente seguido por la sed y la belleza. Tan recogida en su verdor como estrella que brilla en brazos de la noche. Agua del valle, para entregarse al mundo como caballo ebrio sin riendas ni jinete». Constan o Tino así le conocen los que le quieren cuenta que nunca le gustó estudiar. Se recuerda de niño yendo al colegio «con mucho pesar». Prefería leer. La biblioteca del instituto pasó enterita por sus manos. También le gustaba dibujar y pintar, hasta que se enganchó a la música a través del rock. El mismísimo Jim Morrison le llevó de la manita hasta William Blake y otros simbolistas. Aunque seguramente «no entendía nada» fue suficiente para decir «aquí me quedo». Perseveró en vano en las instituciones académicas y se matriculó en Humanidades. «En cuanto pude, me largué». Eso ocurrió en el primer cuatrimestre. «Me ofrecieron un trabajo y lo dejé. ¿De qué? De pintar chalés en Rabarca», una isla de cinco kilómetros cuadrados en Alicante.

«Escribir en la noche y sin saber. Ir encendiendo palabras como luciérnagas en roca árida. Y sorprendernos, y no saber para admirar, así, cada vez más su interrogante maravilla». Luego llegaron otros empleos temporales, que si de camarero, que si haciendo vigas para la construcción, que si dependiente en una tienda de deportes... En los últimos tiempos se hizo cargo junto a un amigo de un bar de Pozo-Lorente, su pueblo natal, un arrendamiento municipal que le duró tres estíos. «En los inviernos me dedicaba a leer, a escribir y a gastar poco», ríe. Al cuarto verano le llegó el puesto de «chico para todo» en un supermercado de la ciudad. Y allí sigue, cubriendo bajas ajenas.

El 'whatsapp' del jefe

«Ni buscó la verdad, ni mendigó saberes. En la noche escuchó cantar al ruiseñor y, con su canto dentro, ignorando, vivió». A escribir se puso tarde, hace solo cinco años, relata, después de reconocerse en la poesía española del siglo XX, de sobrecogerse con El don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez, de sacudirse pudores y de sentirse maduro. Lo primeros versos que hiló fueron seleccionados por el jurado del concurso Premio Jóvenes Artistas de Castilla-La Mancha. Al año siguiente, en 2011, se lo dieron. Y al siguiente, se llevó de calle el Premio de Poesía Joven Ciudad de Albacete. Ahora el poeta del supermercado ha golpeado en lo más alto.

¿Cómo se siente?

Sorprendido y poco más. Piense que ahora, a las dos, (por ayer) entro a trabajar. Mi vida no ha cambiado en nada.

Su jefe, al que no vio el día de autos, le mandó por la noche un whatsapp para preguntar «qué era eso del premio» y cerciorarse de que el Constantino Molina que sonaba por todas partes era su mozo de almacén-reponedor-cajero y lo que se tercie. «Me dio la enhorabuena amablemente y ya está».

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¿A qué va a destinar los 20.000 euros del premio?

No lo he pesando. Puedo invertir para hacer algo... No lo sé. De momento no me puedo largar de mi trabajo.

Ese sin horarios ni calendario preestablecidos que le ha obligado a renunciar a sus placeres favoritos, correr, escalar, pintar... «Con este plan no puedo ser un hombre de Renacimiento», ironiza. Incluso escribir lo relega a cuando puede. Eso sí, siempre en papel y con un Pilot 04 milímetros. «Si no, me sale una letra horrorosa». Sexto hijo de unos padres jubilados su padre fue emigrante en Suiza durante quince años, no sabe cuántos ejemplares lleva vendidos de Las ramas del azar (Ediciones Rialp), su poemario premiado primero con el galardón Adonáis y ahora con el nacional. Pero aún no ha visto un euro. Hace tan solo cuatro días Hiperión le ha publicado el segundo, Silbando un eco extraño. «Habla de cosas esenciales de la vida y lo hace en un tono vitalista. Nada de amarguras. Estar vivo es un misterio y, a la vez, una maravilla», explica al otro lado del teléfono mientras desayuna en la barra de un bar.

No cree que tarde mucho en cambiar de registro. Ve la prosa como un camino natural que algún día emprenderá. Entretanto, da cuenta de Balcón de invierno, de Luis Cantero y relee la Poesía completa, de César Simón.

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«Traigo dentro del alma una alegría como recién venida del instante. Por la hoja de este aliso que escapa de su rama y duerme unos segundos vuela cosida viento sin ser de nadie. Para encontrar refugio no buscado sobre el suave mantillo que la acoge en su seno, la calma y la deshace».

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