maría teresa lezcano
Sábado, 5 de diciembre 2015, 01:35
«La ceniza no vive aquí, pero hay ceniza». Con esta declaración de intenciones se arroja María Virginia Jaua a la persecución, a la asunción de un duelo cuya escritura está dedicada tanto al ser amado por la propia narradora como a amantes perdidos por otros, « se trata de un pequeño fragmento de la historia del fuego y sus reminiscencias; un casi nada con el que haremos un reloj de arena; una joya muda que colgará en el pecho a la altura del corazón».
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Comienza la novela con unos apuntes sobre el duelo: los ritos funerarios helénicos, en los que los deudos de los fallecidos se enmascaraban para convertirse en personajes de su propio dolor, originando la puesta en escena de la tragedia griega; el imago romano, reproducción del rostro de las personas recién fallecidas a la que sólo las familias patricias tenían derecho, y que solía ser exhibida, y distribuidas sus copias por las calles de la ciudad; la visión de la muerte que tenían Derrida -«filosofar es aprender a morir»-, Barthes, Nietzsche -«Cuidémonos de decir que la muerte es opuesta a la vida. El ser vivo no es más que un género de lo muerto, y un género muy escaso»-, Canetti, o Shakespeare -«Dejad que los muertos entierren a los muertos»- ; el principio de incertidumbre del duelo -«la pregunta aquí no es qué muere o quién muere, sino qué , de toda esa experiencia, sobrevive»-; el duelo entendido, no sólo como una práctica íntima y personal sino como un tránsito nómada sin el cual la supervivencia sería imposible -«En el duelo, igual que en el amor, la dualidad desaparece para regresar a esa unidad en la cual ella cobra sentido y claridad. Algo así como la fusión en un todo»-, y la discontinuidad como una de sus características más desconcertantes - «Su ruptura temporal perturba nuestra imperiosa necesidad de progreso y control»; el cuestionado final en Portbou de Walter Benjamin - «Quizás haya sentido la pulsión de quedarse para siempre, y entonces, en la casa abandonada y en silencio, ese exilio haya podido terminar» -; la herencia entendida como nuestra doble e ineludible condición de herederos y legatarios sujetos a una misma pregunta: «¿De qué cenizas estará hecho el mañana?».
Tras las reflexiones en torno al duelo llega la alimentación del mismo: epístolas, que en otra época hubiesen tenido como elementos de transmisión papel y tinta y largas e intermitentes esperas, y hoy responden a un procesamiento digital cuya inmediatez incide en la cotidianidad de una pareja como un instrumento que corta y cauteriza de forma simultánea. Los amantes, separados por sendos océnos de agua y de bits, intercambian opiniones literarias -«olvida Dublineses, tienes razón, acaso es demasiado melancólica»-, culinarias, cinematográficas -«Vi Red Road, una peli muy buena, hecha a partir de instrucciones de Von Trier»-; aunque lo que sedimenta el relato son las confesiones, íntimas o banales pero siempre inherentes a cualquier relación amorosa, que se van cruzando en cartas de ida y vuelta, definiendo y estableciendo el mapa de una distancia que pretende ser negada a cualquier precio, incluyendo la creencia en una eventual telepatía -«algo nos tiene enlazados de un modo absoluto: hemos aprendido que vivir es vivir por otro, por el otro y que nuestra vida es una»-. Sin embargo, como confiesa la narradora, «todo en este libro es epitafio; es decir, paradigma de todo texto autobiográfico. Como no podía ser de otro modo, lo que reluce en esta escritura póstuma es el destello de una intuición (...) Presencia muda del pensamiento como única posibilidad de existencia».
Una primera novela elegante y merecedora de un seguimiento de la obra futura de María Virginia Jaua. Apta para lectores de un grado de exigencia de 6,2 en la escala de Valente (aquí y en México).
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