maría teresa lezcano
Sábado, 14 de noviembre 2015, 09:34
«Tus libros piensan; los míos observan y reportan», le dijo Black a Banville durante una entrevista que el alter ego negro, novelística y nominativamente hablando, le concedió al autor que en 2014 fue galardonado con el premio Píncipe de Asturias de las Letras. Según la opinión de Banville, vindicador referencial de Joyce y Beckett, Black, discípulo de Chandler y de Simenon aunque desprovisto de la compulsión narrativa del escritor belga («Cada mañana se sentía mal, vomitaba antes de empezar y de nuevo vomitaba cuando acababa. Yo no quiero trabajar con este tipo de presión») es un artista del alambre, «alguien que camina siempre sobre la cuerda floja, sin mirar atrás, lo más rápidamente posible», mientras él se considera «un topo que va excavando en la tierra, esperando encontrar la luz, pero en cuanto sale, vuelve a meterse de nuevo bajo tierra». Y es que si John Banville nació en 1947 en Wexford (Irlanda), Benjamin Black fue prohijado en 2007 en Dublín, padre a su vez de Quirke y de su saga de novela negra.
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En Órdenes sagradas, regresamos al Dublín de los años cincuenta del pasado siglo, con su opresiva atmósfera de sombras siempre al acecho, pesadumbres alcohólicas y lluvias inminentes que inevitablemente desasosiegan a Quirke, entre otras muchas razones, por el olor a oveja mojada que contamina su ropa: «Aquel olor le recordaba siempre las oraciones vespertinas de domingo en la capilla de Carricklea, la institución donde había pasado la mayor y también la peor parte de su infancia. Por mucho que retrocediera en su memoria, nunca parecía haber escampado en su vida».
En esa ciudad de madrugadas húmedas de mar y lluvia, aparece flotando en el canal el cuerpo del periodista del Clarion Jimmy Minor, a quien el patólogo forense Quirke, aún con el regusto metálico de la resaca de whisky en la lengua, reconoce en la mesa de autopsias como amigo de su hija Phoebe, «había en la noticia cierta inevitabilidad. ¿Por qué? Había un halo de víctima en torno a Jimmy Minor. Era demasiadso intenso, se tomaba todo demasiado en serio. Nunca había reconocido la parte de entretenimiento de lo que hacía, la faceta de espectáculo de los periódicos». La posterior investigación conjunta del inspector Hackett y de su amigo Quirke les impulsará por una trama en la que un reportaje en ciernes sobre los tinkers (nómadas irlandeses que a lo largo del tiempo han desarrollado una cultura y un lenguaje diferenciados) acampados en las afueras de Tallagh, bifurca en el Trinity Manor, centro de acogida para menores dirigido por un sacerdote y ubicado en la antigua residencia de un dignatario británico «Con qué rapidez se apoderaron los sacerdotes de lo mejor que dejaron los ingleses, tan pronto como éstos se marcharon. A Hackett no le quitaba el sueño la iglesia, pero admiraba su implacable determinación para obtener poder y, una vez que lo conseguía, su tenacidad en conservarlo».
Y como piedra angular del crescendo narrativo de la historia, se halla Quirke, el hombre que no entiende la felicidad, un personaje cuya complejidad de antihéroe es servida por Black en copas de taciturnidad detectivesca destinadas a ser ingeridas sobre la cuerda floja, aunque previamente agitada en la coctelera estilística de Banville y arrojado parte de su contenido hipnótico sobre la tierra banvilliana, «era más bien una idea, un concepto, una posibilidad amenazadora y siempre presente. Sentía que había una luz intermitente, pero constante, que brillaba con urgencia para él y que, sin embargo, el no podía ver ni, según sospechaba, vería nunca». Pocos escritores manejan las palabras con la habilidad, entre artesanal y casi milagrosa, en que lo hace Banville, por mucho que se endose el disfraz de Black y, si bien no podría situarse Órdenes sagradas en el olimpo banvilliano, es de justicia afirmar que no existen obras menores en la obra de Banville, aunque se llame Black. «Con frases pensamos, especulamos, calculamos, imaginamos. Con frases declaramos nuestro amor, declaramos la guerra, prestamos juramento. Con frases afirmamos nuestro ser. Nuestras leyes están escritas con frases. No es desatinado afirmar que con frases está escrito nuestro mundo», declaró en su discurso de aceptación del Príncipe de Asturias. Pues eso.
Libro apto para lectores de un grado de exigencia de 7,2 en la escala de Valente (del 0 al 9, aquí y en Dublín).
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