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Antonio Garrido
Sábado, 14 de noviembre 2015, 09:34
Por primera vez, Ferré se atiene a una linealidad de lo contado y nos ofrece una novela de personaje, mejor dicho, de personajes. Nunca me ha interesado buscar paralelismo entre autor y personajes; es algo absurdo. El protagonista de la historia es un escritor de éxito al que conocemos como Axel Bocanegra, aunque este nombre es una máscara como casi todos los nombres. Todo es secreto y aparentemente diáfano, esta es una cualidad muy destacable.
La palabra estilo para el que esto escribe no es solo la forma de escribir, es la totalidad de recursos: personajes, espacios, tiempos, acciones, símbolos, todo lo que constituye el universo representado, la teoría de los mundos posibles en su actualización textual.
Axel recibe un mensaje, es lógico que en la novela esté la red y los videojuegos porque forman parte de nuestra vida cotidiana; de la misma manera que en su momento la narrativa empleó la fotografía y el cine. Quiero pensar que en esta capacidad absorbente y depredadora puede estar la salvación de la literatura en un medio nada favorable.
Una conjura es la base de la historia y un apagón que deja al país sin los canales informativos habituales lo deja en el desamparo y en los rumores. En dos partes aparece dividida la novela. La primera es la presentación de Las cartas y los jugadores. La segunda se titula La gran partida. El ritmo se remansa un tanto en la segunda parte, esa inmersión en la España profunda, la de las supuestas esencias en la que reina un personaje singular, el alcalde más antiguo del país, Amaro G. de Luaces, un dictador que mantiene a su gente en el siglo XVI no se vayan a desmandar y que es el guardián de las esencias, las suyas claro, vestido de cardenal, con una visión medieval y rodeado de bellísimas mujeres, ornadas por los mejores modistos.
En este viaje a nuestro infierno particular Axel se acompaña de dos hermanos que ni lo son ni tampoco son lo que parecen: Danny y Willy. Los espacios del itinerario y los hechos se mueven entre la realidad aristotélica y la ficción, con triunfo de esta, claro está. Las pastillas rojas cumplen su función a lo largo del texto. Axel cae en manos de un trío: un dictador viejo y sin piernas, un doctor sádico y una enana malvada. La palabra exceso conviene a la novela y la uso con todo el valor positivo que imagine el lector. Estamos ante una linealidad que se hace rocalla y vericueto sin perder por ello el rigor del plan textual.
Desde el Bar de Bringas al autobús pasando por el Reino de la Ruina, el viaje en coche, la suite de lujo donde estalla el televisor y la quinta de recreo en la que se produce la explosión en la que ¿muere? el rey recién proclamado. Sueño y realidad llegan a una síntesis en la que lo que interesa no es la distinción entre planos sino la propia acción.
El sexo es un elemento más pero cuidado con centrar el análisis en los juegos sexuales. No hay que perder el sentido fundamental que es sajar y poner sal en la herida con dos instrumentos: el humor y la ironía. Estas son las armas que tanta falta hacen en nuestra literatura actual.
El humor y la ironía son formas de conocimiento y también un modo privilegiado de entrar a saco en los tópicos, en los discursos de unos y de otros. Comprendo el nerviosismo de muchos, de casi todos. Es necesario destacar las dos historias interpoladas: la del violador y la del cautivo de Casablanca que ofrecen originales explicaciones sobre la guerra del 36 y sobre la masacre de Atocha.
Cervantes y una profunda humanidad, una misericordia de gran belleza que se concreta en el llanto del protagonista-cronista. Léase.
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