'El camino de los difuntos': El viento de la Historia

maría teresa lezcano

Sábado, 7 de noviembre 2015, 00:46

En 1983, el jurista parisino François Sureau acababa de entrar en el Consejo de Estado en calidad de auditor de segunda clase «Los años ochenta quedan lejos y me recuerdan a la preguerra, pero a una preguerra a la que ninguna guerra vino a poner fin, y que simplemente cambió de curso. En cuanto a quienes la vivieron, hoy en día parecen perdidos sin sus batallas y sus aventuras». Sureau, quien no había cumplido aún los veinticinco años, se hallaba deslumbrado al codearse con los juristas cuyo trabajo había marcado sus años de estudiante «había alcanzado el paraíso de los presidentes Laroque y Bouffandeau, inventor de la Seguridad Social el primero y reformador del contencioso administrativo el segundo. Iba a convertirme en uno de los personajes de la doctrina legal del Consejo de Estado que había tenido por biblia, y que como tal funciona, en efecto, pues en ella el mundo y sus reveses acaban ordenados según las categorías del Derecho». En ese contexto en el que «el pasado se abría ante nosotros como una trampa», Sureau, quien era capaz de recitar de memoria las conclusiones de Léon Blum sobre el caso Lemonnier, y que consideraba que tanto los años ochenta como él mismo se hallaban a caballo entre dos mundos «Seguíamos siendo de izquierda, al menos mis amigos y yo, pero al mismo tiempo llevábamos aquellas ridículas chaquetas austriacas sin cuello que parecían sacadas de un trastero de Berchtesgaden y que prestaban a los militantes de vacaciones un aire heideggeriano», es destinado a la Comisión de Apelaciones de Refugiados, entre cuyos artículos soplaba «el viento de la historia».

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Por esa fecha el presidente Giscard había decretado retirar el estatuto de refugiados a los vascos españoles que vivían en Francia, alegando que la democracia instaurada en el país vecino volvía innecesaria la protección anteriormente concedida, y teniendo en cuenta que la jurisprudencia de aquella época no admitía que alguien obtuviera el estatuto de refugiado si no estaba siendo perseguido por un Estado. Al estudiar los expedientes de los vascos, Sureau se encontró con casos sencillos, ya que la mayoría de los solicitantes, o se habían nacionalizado durante el proceso de espera, o se habían marchado a Latinoamérica, o habían sido militantes de base sin participación activa. El caso de Javier Ibarrategui, sin embargo, era totalmente distinto: natural de Zestoa, en Guipúzcoa, había cursado estudios superiores de letras antes de regresar a su tierra como maestro; militante, más del antifranquismo de de la causa vasca, ocupó un cargo importante en ETA y formó parte del comando que asesinó, en 1968, al comisario Melitón Manzanas, un conocido torturador de sospechosos habituales. Tras una intensa persecución, Ibarrategui huyó a Francia, donde se le concedió el estatuto de refugiado y renunció a cualquier actividad militante, «como si algo en él se hubiera roto», llegando a desaprobar en 1973, en un texto publicado en octavillas clandestinas, el atentado de Carrero Blanco.

Enfrentado al dictamen, leído por Sureau, en el que se rechaza su petición de asilo, Ibarrategui «celebró la caída del franquismo. Después guardó silencio y, con una voz más sorda, dijo que la policía paralela se refería, naturalmente a los GAL seguía activa, y que era muy probable que lo ejecutaran si volvía a España. Añadió que si rechazábamos su petición, sin embargo, volvería. Que no tenía intención de vivir una vida clandestina en Francia, sin derechos, siempre errante, escondiéndose de la policía. Que iría (no estoy seguro de que empleara estas palabras exactas) a encontrarse con su destino». Tres meses más tarde, Ibarrategui fue asesinado en Pamplona y François Sureau dimitió de su cargo en la Comisión de Apelaciones, «Han pasado treinta años. He vivido mi vida de hombre adulto. He pagado mi deuda. El recuerdo de Ibarrategui no me ha dejado nunca tranquilo (...) varias personas a las que quería han muerto y su apariencia, pese a todos mis esfuerzos, se ha borrado de mi memoria. Javier Ibarrategui permanece en ella, como envuelto en nieves perpetuas. La culpa tiene poderes de los que el amor carece».

El camino de los difuntos es un texto impactante como las cuatro balas que mataron a Ibarrategui e hirieron de gravedad la memoria de Sureau. Un relato autobiográfico de una belleza tan precisa como evocadora.

Libro apto para lectores de un grado de exigencia de 7,6 en la escala de Valente (aquí y en París).

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