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'La ley del menor': Un beso

Antonio Garrido

Martes, 3 de noviembre 2015, 20:12

La realidad aristotélica es bastante confortable. Existe un mundo perceptible con sus reglas y la persona se desenvuelve en él. Todo lo que no se ajuste a esas reglas de funcionamiento entraría en los difusos territorios del misterio, de la fantasía, hasta de la locura. No es este el caso porque así lo ha querido el narrador.

Los terrenos del realismo son muy complicados. Claro que basta, en principio, con poner el foco y escribir lo que se ve, desde un paisaje a un asesinato. El objetivismo me gusta, es frío, tiene el color del acero y los hechos se deslizan, ¿Verdad, admirado Sánchez Ferlosio? Su Jarama es un ejemplo modélico. Lo anterior es una técnica donde no se encuentra la tensión explícita que el narrador tradicional impone, como sucede en esta novela que se lee de un tirón, que tiene fuerza, que toca emociones, que obliga a que el lector tome posiciones ante situaciones extremas y muy complejas en las que la ley y la justicia pueden colisionar.

Fiona Maye es una prestigiosa jueza de la sección de familia del Tribunal Superior británico, una persona fiable, con una clara voluntad de hacer justicia, una mujer que ha puesto todo su empeño en la carrera jurídica que le da grandes satisfacciones aunque, de vez en cuando, tenga una sombra de duda, sobre todo en su renuncia a la maternidad. Es culta y toca el piano con notable nivel. Le encanta su casa y su barrio, tan próximo a su trabajo, con un entorno de colegas. Su marido, si bien muy diferente en carácter, es menos sistemático, menos formal; con todo, tras muchos años de convivencia, el balance es positivo hasta que un día él, con sesenta años y no cincuenta y nueve como afirma, le comunica que quiere tener una relación con la joven Melanie.

El inicio de la narración es un magnífico ejemplo de descripción de un ambiente muy grato, muy confortable y el estado de enfado, de perplejidad, de desorden, que la información de la aventura le ha producido. La prosa del Mcewan es brillante, con una gran riqueza de matices. Es interesante señalar, esto es una diferencia cultural con el mundo latino, el valor de lo que Fiona considera insultos o cómo el léxico denota la pérdida de la armonía. El lenguaje desequilibra.

La peripecia del personaje discurre en paralelo con los casos judiciales que debe juzgar. La responsabilidad es inmensa y el narrador sabe darle todo el dramatismo que los hechos demandan. El más importante de ellos es el de Adam Henry, un bello joven, muy inteligente, escribe versos y está a punto de cumplir dieciocho años, le faltan unos meses.

Se encuentra en el hospital en grave estado y si no se le hacen transfusiones de sangre morirá de una manera terrible. Pertenece a una familia de testigos de Jehová. Con pleno conocimiento y libertad está dispuesto a morir por su fe. No parece estar presionado, no parece fanático; con mucha serenidad, con normalidad asume su destino. Él no puede decidir, será Fiona quien sentencie.

La juez se encuentra en una situación límite. Todo el procedimiento se narra con esa aparente sencillez que le da al texto el calificativo de clásico, en la tendencia de la claridad de la prosa. Fiona decide visitar al joven en el hospital, cosa no frecuente. Un sentimiento de sintonía muy humano une al joven y a la juez, este queda muy impresionado. Es un chico inocente. Sus padres, siguiendo su religión, lo han educado apartándolo de las influencias externas. ¿Qué hará Fiona? Sería grave descortesía con el lector levantar la cortina del secreto.

Después de la decisión se producen una serie de hechos. Destacaré la perfecta sincronía entre espacios y hechos, entre ambientes y sentimientos. Un final sorprendente para una magnífica novela donde la música es muy importante.

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