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'La hija del sepulturero': Oatseando el horizonte

maría teresa lezcano

Viernes, 30 de octubre 2015, 12:00

Así definía Truman Capote a Joyce Carol Oates: «Es un monstruo al que deberían decapitar en un auditorio público, en el Shea Stadium o en un campo de exterminio junto con cientos de miles. ¡Es la responsable de todos los graffiti en los lavabos de caballeros y de señoras y en todos los retretes públicos de aquí a California ida y vuelta, parándose en Seattle por el camino! Para mí, es la criatura más odiosa de Norteamérica La he visto y verla es odiarla. Leerla es vomitar».

Extremista en sus filias tanto como en sus fobias, Capote no podía soportar la celeridad redactora de su colega, quien se prodigaba en géneros literarios que abarcaban desde la novela a las historias dirigidas a adolescentes, y pasando por ensayos, críticas, y colecciones de serie negra entregadas bajo seudónimo. Como quiera que Mrs. Oates divide a los críticos entre los que la consideran un portento literario susceptible de calzarse el Nobel cualquier año de éstos, y aquellos estudiosos que inciden en la irregularidad de los resultados impresos, y teniendo en cuenta que hasta este momento me había dado una cierta pereza forjarme mi propia opinión, he agarrado finalmente La hija del sepulturero por los cuernos de su padre muerto (el padre de la hija del sepulturero, no el de Mrs. Oates, aunque cabe la posibilidad de que ambas cornamentas seas una sola), y esto es lo que ha sucedido: Rebecca Schwart es una judía alemana que nació en el puerto de Nueva York durante la huida familiar del Holocausto. El padre, Jacob, quien fue profesor de matemáticas en Alemania, no ha encontrado en el nuevo mundo ningún trabajo que no fuese el de sepulturero en una pequeña comunidad rural situada al norte de Nueva York; labor que, tras jornadas de doce horas, le agitaba en sueños el cuerpo como el de un animal herido, y la mente en pesadillas que no desaparecían al despertar: «La historia no existe. Todo lo que existe son los individuos, y de ésos sólo momentos singulares tan separados unos de otros como vértebras aplastadas». Schwart el matemático ha desaparecido para prohijar a Schwart el sepulturero, un gnomo encorvado entre las lápidas, hablando solo mientras empuña la guadaña o el rastrillo o empuja la oxidada segadora manual o cava fosas, acechado, al otro lado de la valla del cementerio, por colegiales que no consiguen acercarse lo suficiente para que le alcancen las piedras y las castañas que le lanzan. Anna Schwart, la madre, melómana en una vida que intenta olvidar o que no consigue recordar, ha endosado la pusilanimidad como quien endosa el único abrigo que encuentra en su armario, y con el que acaba ensangrentada y finada cuando el sepulturero decide no enterrar más muertos y descerrajarle un tiro a su esposa, antes melómana y ahora pusilánime, y dejar él mismo de ser sepulturero para volver a ser matemático en el más allá o fiambre agusanado en caída libre hacia la nada, lo que proceda.

Tras este resumen moderadamente apócrifo, he de reconocer que la primera parte de la novela, ubicada cronológicamente cuando Rebecca tiene veintitrés años, y geográficamente en Chautaqua Falls, sorprende por el impacto de un crescendo estilístico y temático cuyo desenlace inmediato bien podría desembocar en la tierra literaria prometida, y por la promesa de buena lectura que parece por consiguiente augurar. Lamentablemente, la narración empieza a escorarse ya al inicio de la segunda parte (tiene tres), contaminándose la historia con un tono folletinesco a medio camino entre el melodrama morboso y el melodrama identitario. Es cierto que, entre folletín y folletín, Oates ofrece al lector algún que otro coitus interruptus de palabras casi milagrosamente apareadas, pero éstas quedan reiteradamente esterilizadas por un entorno espermicida implacable. No sé si volveré a aventurarme en tierra de Oates, cosas más raras se han visto.

Libro apto para lectores de un grado de exigencia de 5,5 en la escala de Valente (del 0 al 9, aquí y en Chautaqua Falls).

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